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sábado, 8 de noviembre de 2014

El Estado que impone autoritariamente el neoliberalismo

El terror juega un papel de primer orden como advertencia y paralizante de la protesta. Las muertes ejemplarizantes han sido usadas desde siempre en la vida política de América Latina, y siempre los que las sufrieron fueron los de abajo comprometidos y opuestos al estado de cosas.

México: terror y orden neoliberal
(de Fisgón, tomado de LA JORNADA).
Rafael Cuevas Molina 
Presidente AUNA-Costa Rica

Guatemala, El Salvador, Honduras y México recorren dramáticamente la imposición del neoliberalismo a sangre y fuego. Es la forma autoritaria de imponerlo que se inició en la década de los años 80, con las masacres indígenas en Guatemala y, un poco más tarde, la represión en Chiapas.

En Guatemala, la guerra genocida que llevó al banquillo de los acusados al ex general Efraín Ríos Montt tenía el doble propósito de eliminar la “subversión” que amenazaba el statu quo pero, al mismo tiempo, de crear las condiciones para el asentamiento del modelo de desarrollo neoliberal.

Miles de  campesinos indígenas que sufrieron la represión del estado a través del Ejército de Guatemala, fueron desplazados de sus lugares de origen y habitación. Hubo más de 250,000 desplazados como refugiados hacia México, y más de un millón se movieron en el interior del país.

Las tierras que dejaron abandonas fueron usurpadas por militares y miembros de la voraz e insaciable oligarquía guatemalteca, que ocupó tierras que se entendía ricas en petróleo y minerales. Si se superpone los mapas en las que aparecen las principales poblaciones desplazadas, con el de las riquezas minerales del subsuelo, y que se corresponden con lo que se conoce como La franja transversal del Norte, se podrá ver como coinciden casi perfectamente.

Esa fue solo una parte, tal vez la más violenta, del proceso de desposesión y usurpación de territorios  que querían ser valorificados por el capital a través de un proceso de “modernización” neoliberal, y que en un país como Guatemala solo encontró la vía violenta para imponerse.

En México, en nuestros días asistimos también a la estrategia de violencia y terror ya sea para imponer tal modelo, como para acallar las protestas que suscitan en la población las medidas tomadas.

No es extraño, ni ajeno al sistema, que las voces más críticas y combativas sean objeto de represión. Es el caso reciente de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, que quieren hacer aparecer como aislado, y resultado de la corrupción de una pareja de políticos ligados al narcotráfico.
Efectivamente, los autores inmediatos son los que han ido cayendo presos poco a poco y con gran dificultad, después de una creciente presión popular, pero ellos no son más que expresión de un sistema que no encuentra otra forma de  imponer el modelo si no es a sangre y fuego.

En este sentido, no es ocioso establecer un parangón entre la Guatemala de los años 80 y el México contemporáneo.

Desde que México inició la implementación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en la década de los 90, prometiendo la entrada al primer mundo pero, en la práctica, profundizando el modelo neoliberal de desarrollo, la violencia no ha cesado.

Pero es que en sociedades tan desiguales y complejas como esas, solo con la violencia es posible imponer las condiciones de creciente deterioro social, económico y cultural.

El terror juega un papel de primer orden como advertencia y paralizante de la protesta. Las muertes ejemplarizantes han sido usadas desde siempre en la vida política de América Latina, y siempre los que las sufrieron fueron los de abajo comprometidos y opuestos al estado de cosas.

Tupac  Amaru descuartizado en plaza pública para escarmiento de todos los que, alguna vez, pensaron en sublevarse, es uno de los ejemplos relevantes en este sentido. Las cabezas exhibidas en picas y los cuerpos descuartizados abandonados en sitios públicos en México  llevan esa intención: atrévanse y no contarán el cuento.

Sobre los estudiantes de Ayotzinapa corren las más truculentas historias: que fueron desollados, quemados y enterrados vivos; que fueron descuartizados; que se les torturó hasta la muerte.

¿Hay alguna otra razón para este ensañamiento como no sea implantar el terror y convocar a la inacción?

Que nadie se llame a engaño: son las estrategias de un sistema corrupto que llena las manos de dinero, pero también de sangre, de unos pocos, y deja a inmensas mayorías en el desamparo. 

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