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sábado, 7 de febrero de 2015

Migraciones: ¿problema para quién?

Hay una doble moral en el discurso dominante proveniente del Norte: pone frenos a la emigración, y al mismo tiempo se aprovecha de ella como mano de obra barata. Una visión romántica que busque un perfil más “humanizado” en los receptores no ayuda a cambiar las cosas. El núcleo pasa por cambiar la estructura que expulsa cada vez más gente.

Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América*
Desde Ciudad de Guatemala

Migrantes centroamericanos en la
peligrosa ruta a los Estados Unidos.
Las migraciones humanas son un fenómeno tan viejo como la humanidad misma. De acuerdo con las hipótesis antropológicas más consistentes, se estima que el ser humano hizo su aparición en un punto determinado del planeta y de ahí emigró por toda la faz del globo. De hecho, el hombre es el único ser viviente que ha emigrado y se ha adaptado a todos los rincones del mundo.

Las migraciones no constituyen una novedad en la historia. Siempre las ha habido y generalmente han funcionado como un elemento dinamizador del desarrollo social. Sin embargo, hoy día, y desde hace varios años con una intensidad creciente, se plantean como un “problema”. Lo que aquí queremos delimitar es: problema ¿por qué? y ¿para quién? Y, secundariamente, en tanto problema a resolver, esbozar alternativas posibles.

Las aristas del fenómeno

La gente ha migrado históricamente de un sitio a otro: forzada por las circunstancias algunas veces, y voluntariamente otras. En estos últimos casos, la población migrante buscó nuevos horizontes simplemente movida por el humano afán de conocer cosas nuevas, del descubrimiento, de la aventura.

Las emigraciones forzosas se han debido a diversas causas, pero en general puede afirmarse que aparecen ligadas a contingencias naturales: catástrofes, hambrunas, empeoramiento en las condiciones de habitabilidad de una región.

Sólo recientemente el fenómeno ha adquirido una dimensión masiva, de proporciones antes nunca vistas, apareciendo motivado por razones de orden puramente social: guerras, discriminaciones, persecuciones, pero más aún: pobreza. Sólo en la segunda mitad del siglo XX puede decirse que empieza a constituirse en un verdadero problema, perdiendo definitivamente su carácter de factor de progreso, de aventura positiva.

Si bien es cierto que el movimiento voluntario de población sigue existiendo (pequeño, ocasional), y que no faltará ya hoy día quien esté pensando instalarse próximamente en alguna base terrícola en algún punto del cosmos, las características de aquello a lo que actualmente asistimos llaman a la reflexión.

Una concepción realmente amplia del desarrollo humano, que no ligue el bienestar exclusivamente a la adquisición de objetos materiales, y que contemple como algo igualmente medular el respeto de las libertades individuales y el cuidado del ambiente, debe interrogarse acerca de fenómenos tan masivos y contundentes que irrumpen en lo social, rompiendo el equilibrio general, tales como la narcoactividad (actualmente uno de los principales negocios en la economía mundial), la violencia generalizada (la producción y venta de armamentos constituye el primero), la amenaza nuclear, el desastre ecológico, la actual pandemia del SIDA. Entre estos fenómenos se inscribe necesariamente el de las migraciones actuales, masivas y sin freno.

Nunca antes como ahora tanta gente huye de situaciones adversas; pero, paradójicamente, nunca antes ha habido tantas situaciones adversas. La riqueza y el bienestar crecen a pasos agigantados para muchos, pero para muchísimos otros también crece (en forma inversamente proporcional) su marginación, su falta de posibilidades, su precariedad.

La dinámica social en curso, curiosamente, aunque se amplíe en potencialidades productivas, en tecnologías más efectivas, en racionalidad, no termina de resolver problemas ancestrales de la humanidad en cuanto a mejoramiento de las condiciones de vida, sino que por el contrario para una gran mayoría las empeora.

La llamada “era industrial” provocó las oleadas de migración voluntaria más grandes que hasta entonces se habían producido. La búsqueda de prosperidad que empezó a ofrecer el capitalismo en su proceso de crecimiento, movió enormes contingentes de población rápidamente. Algo similar sucedió recientemente en la República Popular China, llevando inmensas masas campesinas hacia los centros industriales.

Países enteros comenzaron a nutrirse de los inmigrantes y algunos construyeron su grandeza sobre esa base: quizás los Estados Unidos de América son el ejemplo más elocuente. Continentes enteros se modificaron merced a esos movimientos de población. Expandido el industrialismo y la sociedad de alto consumo material por prácticamente todo el orbe, desde la segunda mitad del siglo XX fueron alternativamente apareciendo nuevos focos de prosperidad que, a su turno, atrajeron migrantes: Canadá Australia, Nueva Zelanda, zonas francas dentro de países, como Manaos en Brasil o Hong Kong en China.

La industrialización de las sociedades, y por tanto el crecimiento de la ciudad en detrimento del campo, tiene en curso un proceso migratorio en todo el mundo que no da miras de detenerse. Estas migraciones, que de alguna manera fueron el insumo que necesitó la industria para expandirse en un primer momento, no dejan de ser un problema social creciente, por cuanto el número de personas reubicadas en las ciudades supera grandemente las posibilidades de asimilación de nuevos habitantes que ellas tienen. Un proceso de algún modo similar se da en el movimiento Sur-Norte, desde países pobres hacia la metrópoli desarrollada.

Las oleadas de tercermundistas indocumentados se muestran imparables y quizás ésta, más que ningún otro tipo de migración, es la que alarma al status quo central. En todos estos casos, vemos que hay un interés del migrante por desplazarse desde una situación comparativamente más desventajosa (material, social, culturalmente) hacia una más beneficiosa.

Las guerras, quizás las peores catástrofes no naturales, han sido desde siempre un factor determinante de migraciones. Pero las llamadas “guerras de baja intensidad” de las últimas décadas, incluidas aquellas desarrolladas en el marco de la Guerra Fría (la Tercera Guerra Mundial para algunos), entre las que se cuentan toda suerte de persecuciones por cualquier disensión, han dejado un saldo de migrantes forzosos como nunca antes se había contabilizado. Seguramente contribuye a estos movimientos cada vez más masivos de población, la proliferación de comunicaciones más desarrolladas en todo el mundo, que achican distancias, globalizando y homogeneizando posibilidades y alternativas.

Podría aventurarse la idea de que los conflictos armados y las persecuciones provocan tantas migraciones porque, a partir de la explosión demográfica del último siglo (por ahora siempre en aumento), cada vez hay cantidades más inconmensurables de gente en el planeta, y más aún en las zonas donde generalmente tienen lugar esos hechos violentos.

Por tanto, una reubicación de un grupo poblacional que hace algunos siglos atrás hubiera pasado inadvertida o no hubiera tenido un impacto relevante, hoy día alcanza a veces ribetes trágicos. Más aún si se da, como de hecho ocurre, en las áreas más pobres y marginadas del mundo, menos preparadas por tanto para hacer frente a situaciones tan adversas.

La Segunda Guerra Mundial, más allá del desastre que en sí misma representó para quienes la sufrieron directamente en Europa, no provocó un éxodo irrefrenable de población hacia nuevos horizontes. Pero todo conflicto armado acaecido en el Tercer Mundo tiene como consecuencia inmediata, además de la pérdida de vidas y de bienes materiales, movimientos poblacionales donde se huye de situaciones generalmente irreversibles en el corto y mediano plazos, en las que se combinan el desastre de la guerra con la precariedad heredada desde siempre.

Tales movimientos, si bien son una forma de preservar la vida en lo inmediato, producen posteriormente problemas de reasentamiento definitivamente insolubles, por lo que conflictúan aún más las ya sufridas sociedades donde tienen lugar. En estas migraciones, prácticamente forzosas, se huye por una imperiosa necesidad de sobrevivencia.

Las cifras globales indican, elocuentemente, que las migraciones, ya sea por interés, ya por necesidad, aumentan; y no sólo en valores absolutos (cada vez hay más población en el mundo) sino también en términos relativos, lo cual es un indicador de que algo especial sucede.

¿Por qué emigra cada vez más gente?

Es claro que, dada la actual cantidad de humanos sobre el planeta, cualquier fenómeno masivo debe contabilizarse en términos monumentales. Pero esto no alcanza para explicar el por qué de la masividad de las migraciones. Pareciera que, crecientemente, hay más interés al igual que más necesidad de emigrar. Pero, observando más detenidamente el fenómeno, vemos que el interés (nos referimos al migrante voluntario, que fundamentalmente es migrante económico) se reduce también a necesidad.

La gente huye de la miseria: del área rural a la ciudad, de los países pobres a la prosperidad del Norte, al igual que huye de las guerras, de las persecuciones políticas, de las cacerías humanas, cualquiera sea su naturaleza. Ahora bien, si el número de huidos aumenta (ya sea en forma de desplazados, refugiados, exiliados, de habitantes de barrios marginales en las ciudades o de inmigrantes ilegales en las sociedades más ricas) esto está indicando que las condiciones de vida, de donde proviene tanta gente, expulsan en vez de permitir un armónico desarrollo.

Con la globalización en curso, a la que actualmente todos asistimos, es posible pensar que las fronteras del Estado-nación moderno puedan tender a debilitarse y que los desplazamientos de población para fines de crecimiento personal (económico, cultural) entre un punto y otro del orbe sean paulatinamente más comunes.

Pero esto no deja de ser un movimiento que no altera la estructura misma del edificio social: los negocios son y serán cada vez más marcadamente transnacionales, al igual que la cultura, las modas, los hábitos cotidianos, las distintas formas de poder y las políticas de control. No es impensable que, dentro de algún tiempo, grandes áreas del mundo sean la casa común para millones de habitantes (Europa, por ejemplo, apuesta a ese proyecto). Pero los desplazamientos humanos que allí tengan lugar no podrían ser considerados migraciones (un pasaporte común, un destino común; las migraciones no son eso).

¿Qué tienen de especial las migraciones masivas a las que nos referimos? En el hecho migratorio deben considerarse tres elementos: el migrante, el lugar de donde emigra y aquel a donde llega. Cada uno de estos polos tiene su especificidad propia. Cada tipo de migrante (el latinoamericano que se va “mojado” a Estados Unidos, o el sobreviviente de un terremoto que es reubicado por sus autoridades gubernamentales en una nueva región del país, o aquel que alcanza a cruzar la frontera para escapar a un régimen dictatorial sangriento, etc.) tiene una historia personal y colectiva que le hace sobrellevar esa transformación en su vida, con mayor o menor suerte.

De hecho, cualquier gran cambio existencial provoca una conmoción subjetiva que cada quien sobrellevará como mejor pueda, no faltando ocasiones en que algunos no podrán procesar todo lo nuevo, reaccionando con distintos tipos de descompensaciones (sintomatología psicológica, desadaptación a las nuevas condiciones, duelo perpetuo por lo perdido). Este es un nivel del problema: el problema concreto para cada migrante.

Por otro lado, y siempre funcionando como un problema, se encuentra el medio que fuerza la emigración: algo irrumpe o actúa como distorsionador en la vida normal provocando las condiciones para abandonar, temporal o definitivamente, el lugar de origen. Pueden ser catástrofes naturales, guerras, pobreza, etc., pero para quien lo padece, ello tiene en todos los casos el valor de problema insoluble, cuya única alternativa es la evitación.

Finalmente, también es un problema el proceso de llegada del emigrante a su nuevo destino, no sólo para él (¿cómo se adaptará, cómo soportará la pérdida?) sino también para el entorno en el que se reinstala. A veces el nuevo medio acoge solidariamente, pero muchas otras no, creándose tensiones entre recién llegado y nativo. El proceso de reubicación no deja de ser un enorme problema, y en ocasiones más complejo que los otros.

Lo distintivo en las migraciones actualmente, además de su tamaño, es el hecho de constituirse como problema para todos los factores que hacen parte de ellas, en virtud de su desorganización, de su desorden, de la pérdida de su condición constructiva. Hace tiempo que las migraciones dejaron de ser un motor beneficioso para las sociedades. Por el contrario, en un mundo en el que, agigantadamente, en vez de resolverse problemas cruciales, se entroniza la tendencia a dividir entre aquellos que “se salvan” y los que “sobran”, las migraciones (como recurso desesperado de muchísimos) son un calvario que, globalmente consideradas, no salvan a nadie sino que empeoran las condiciones de todos.

Migraciones: un problema a resolver

En las actuales migraciones, entre las que destacan por sobre todo aquellas derivadas de la pobreza, hay varios niveles de problema. Hoy, dadas las características del fenómeno, nadie se beneficia de esos movimientos sino que, por el contrario, se crean problemas comunes exclusivamente. Quizás sólo el migrante, en tanto escapa de una situación muy desfavorable, se beneficia en parte, sin contar con todos los problemas que le trae aparejado un cambio brusco de vida y el abandono de su lugar.

Pero en definitiva, la experiencia lo enseña, la gran mayoría de población movilizada termina integrándose a sus nuevas condiciones, más allá de la amargura de la añoranza. Lo que está claro es que el fenómeno migratorio en su conjunto (quizás podríamos atrevernos a decir que no sólo por lo desorganizado, sino también por lo “escandaloso” que ha pasado a ser) está denunciando una falla estructural del sistema social que lo produce. Las grandes capitales del Tercer Mundo reciben en conjunto diariamente alrededor de mil personas que migran desde el área rural; y algunos miles llegan cada día ilegalmente desde el Sur a los países desarrollados. ¿Hay una solución para esto?

La voz de alerta respecto al tema ya se ha dado desde hace algún tiempo en todo el mundo. Quien lo siente fundamentalmente como un problema, y más raudamente ha dado los primeros pasos para reaccionar, es el área de llegada de tanta migración: el Norte desarrollado. Sin duda que las que emigran son poblaciones en riesgo, pero para la lógica del poder dominante el riesgo está, ante todo, en su propia casa, que comienza a ser invadida, ininterrumpidamente, por contingentes siempre en aumento.

Si efectivamente consideramos que las migraciones en condiciones de huida, tal como se van dando constantemente, son un problema (social, humano, ético, económico o como lo queramos considerar), se impone hacer algo al respecto. De hecho, hay varias respuestas en curso; de acuerdo al nivel del problema enfocado habría al menos tres posibilidades: a) trabajar con el emigrante; b) accionar sobre el punto de donde sale; y c) intervenir en el punto de llegada.

Quizás lo más sencillo, pero no por ello lo más efectivo, es actuar en el lugar de llegada de las corrientes migratorias, simplemente cerrando fronteras para impedirlas. Esto, si bien se hace (y con alarma hay que denunciar que es una tendencia creciente en vastos sectores de los países ricos, llegándose a extremos cavernícolas de xenofobia en algunos casos) no es una respuesta al problema sino, simplemente, una forma de sacárselo de encima. Pedir que no lleguen más inmigrantes a un país es, exclusivamente, preservar la situación de ese país despreocupándose del problema de otros.

Otra posibilidad, y de hecho la más desarrollada, es trabajar directamente con la población migrante, tanto en el proceso de instalación en su nueva morada como en el eventual regreso hacia su lugar de origen. En general, aquí es donde se concentran todos los esfuerzos de las diversas agencias, gobiernos e instituciones varias que se dedican al fenómeno. Ayuda humanitaria para los traslados, acompañamiento, facilidades en los desplazamientos, asesoría y apoyo en los nuevos asentamientos, programas de desarrollo para los reinstalados, son algunas de las variantes más usuales en los servicios prestados a la población migrante.

Todo ello tendiendo a hacer del hecho migratorio algo digno y constructivo, pero sin entrar a cuestionar el por qué del mismo.

La tercera opción, tal vez la más difícil de encarar, es apuntar a ver por qué se emigra y a solucionar en el sitio expulsor los problemas que fuerzan a abandonar el terruño. Con esto habría que estar abordando problemáticas tan complejas como la pobreza o la guerra. Seguramente sea imposible impedir las migraciones (¿quién y cómo eliminará las causas anteriores?); pero tal vez pueda ser útil ampliar el debate para profundizar estas temáticas.

Pese a que las organizaciones dedicadas a atender migrantes no tengan, en principio, respuesta efectiva a cuestiones tan complejas, es necesario plantearse seriamente qué nos está diciendo este fenómeno. Si tanta gente huye de su situación cotidiana, ello debe llamar a la reflexión inmediata: ¿es tolerable un mundo que integra a algunos y marginaliza a tantos? Las migraciones actuales ¿no nos están hablando de poblaciones “excedentes” en el planeta? Y ¿qué mundo puede ser este donde haya gente “de sobra”? Obviamente, los modelos de desarrollo en juego hacen agua, por lo que hay que replantearlos.

Migraciones y migrantes: una mirada crítica

Las penurias que deben pasar los migrantes en su marcha hacia la supuesta salvación son enormes, terribles. En estos últimos años de crisis sistémica, esas penurias se acrecentaron. Y justamente por esa crisis global del sistema capitalista, las condiciones de recepción de migrantes en el Norte se ponen cada vez más duras, más denigrantes incluso.

Hay ahí una doble moral en juego: por un lado se aprovecha la mano de obra barata, casi regalada, que llega a los bolsones de desarrollo en el Norte; y por otro, se le pone trabas cada vez mayores, alentándola a no migrar.

Es real que la crisis económica hace que muchos trabajadores oriundos de los países desarrollados estén escasos de trabajo, pero el endurecimiento de los obstáculos migratorios con los trabajadores del Sur busca no sólo desestimularlos sino también, básicamente, chantajearlos, pagando salarios bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación.

El antiguamente llamado “ejército de reserva industrial”, es decir: las poblaciones desocupadas y siempre listas a trabajar por migajas, no ha desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno global, mundial. Se lo declara problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a mantener bajos los salarios.

No hay dudas que ese endurecimiento torna el viaje de los migrantes una verdadera pesadilla. Luego, si sobreviven a condiciones extremas y logran ingresar a las “islas de salvación” (Estados Unidos, Canadá, Europa, Japón), su estadía allí, en general en condiciones de irregularidad, aumenta la pesadilla.

Ahora bien –y ahí está el sentido último de este escrito–, permítasenos esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por cierto, en relación a las penurias de los migrantes indocumentados. Suele decirse que la vida que llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual es cierto. Y suele exigirse también un mejor trato de parte de esos países para con la enorme masa de migrantes irregulares.

Todo eso está muy bien. Es, salvando las distancias, como preocuparse por la situación actual de los niños de la calle. Pero ese dolor, expresado en la lamentación por la situación de esas poblaciones especialmente vulnerables y vulnerabilizadas (los migrantes indocumentados, la niñez de la calle) queda coja si no se ve también la otra cara del problema: ¡la verdadera y principal cara! ¿Por qué hay millones y millones de migrantes que escapan de sus países de origen, forzados por la situación económica? La cuestión no es tanto pedir un trato digno en los países de llegada, sino plantearse por qué deben escapar.

En vez de quedarnos con la lamentación y victimización del migrante, ¿por qué no denunciar con la misma energía la injusticia estructural que los fuerza a emigrar? Pedir que los países de acogida los legalicen no está mal. Pero ¿por qué no trabajar denodadamente para lograr que nadie tenga que emigrar en esas condiciones, porque su país de origen no le brinda las posibilidades mínimas de sobrevivencia?

Del mismo modo que nadie debe discriminar ni castigar a un niño de la calle (él es el síntoma visible de un proceso social mucho más complejo) del mismo modo nadie debe excluir, segregar o maltratar a un migrante en condición de irregularidad. Pero ¡cuidado!: si alguien tiene que salir huyendo de su sociedad natal porque ahí no puede sobrevivir, es ahí donde hay que trabajar para cambiar esa injusta y deplorable situación. Llorar por los efectos visibles puede ser muy bien intencionado, pero poco efectivo para afrontar con posibilidades de éxito las inequidades.

Todas estas preguntas, aparentemente alejadas en principio de respuestas prácticas concretas, deben ser el fundamento de nuestras acciones en torno al tema de las migraciones.

En definitiva, el debate teórico serio (creemos que imperioso) sobre todo esto es lo que mejor puede encaminar las futuras intervenciones. Recordemos las palabras de Einstein, famoso inmigrante judío: “no hay nada más práctico que una buena teoría”.


Bibliografía

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* Material aparecido originalmente en la Revista “Análisis de la Realidad Nacional” del Instituto de Análisis de Problemas Naciones de la Universidad de San Carlos de Guatemala -IPNUSAC- N° 66. Guatemala, 2015

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