Hay una doble moral en el discurso dominante proveniente del Norte: pone
frenos a la emigración, y al mismo tiempo se aprovecha de ella como mano de
obra barata. Una visión romántica que busque un perfil más “humanizado” en los
receptores no ayuda a cambiar las cosas. El núcleo pasa por cambiar la
estructura que expulsa cada vez más gente.
Desde Ciudad de Guatemala
Migrantes centroamericanos en la peligrosa ruta a los Estados Unidos. |
Las migraciones humanas son un fenómeno tan viejo como la humanidad
misma. De acuerdo con las hipótesis antropológicas más consistentes, se estima
que el ser humano hizo su aparición en un punto determinado del planeta y de
ahí emigró por toda la faz del globo. De hecho, el hombre es el único ser
viviente que ha emigrado y se ha adaptado a todos los rincones del mundo.
Las migraciones no constituyen una novedad en la historia. Siempre las
ha habido y generalmente han funcionado como un elemento dinamizador del
desarrollo social. Sin embargo, hoy día, y desde hace varios años con una
intensidad creciente, se plantean como un “problema”. Lo que aquí queremos
delimitar es: problema ¿por qué? y ¿para quién? Y, secundariamente, en tanto
problema a resolver, esbozar alternativas posibles.
Las aristas del fenómeno
La gente ha migrado históricamente de un sitio a otro: forzada por las
circunstancias algunas veces, y voluntariamente otras. En estos últimos casos,
la población migrante buscó nuevos horizontes simplemente movida por el humano
afán de conocer cosas nuevas, del descubrimiento, de la aventura.
Las emigraciones forzosas se han debido a diversas causas, pero en
general puede afirmarse que aparecen ligadas a contingencias naturales:
catástrofes, hambrunas, empeoramiento en las condiciones de habitabilidad de
una región.
Sólo recientemente el fenómeno ha adquirido una dimensión masiva, de
proporciones antes nunca vistas, apareciendo motivado por razones de orden
puramente social: guerras, discriminaciones, persecuciones, pero más aún:
pobreza. Sólo en la segunda mitad del siglo XX puede decirse que empieza a
constituirse en un verdadero problema, perdiendo definitivamente su carácter de
factor de progreso, de aventura positiva.
Si bien es cierto que el movimiento voluntario de población sigue
existiendo (pequeño, ocasional), y que no faltará ya hoy día quien esté
pensando instalarse próximamente en alguna base terrícola en algún punto del
cosmos, las características de aquello a lo que actualmente asistimos llaman a
la reflexión.
Una concepción realmente amplia del desarrollo humano, que no ligue el
bienestar exclusivamente a la adquisición de objetos materiales, y que
contemple como algo igualmente medular el respeto de las libertades
individuales y el cuidado del ambiente, debe interrogarse acerca de fenómenos
tan masivos y contundentes que irrumpen en lo social, rompiendo el equilibrio
general, tales como la narcoactividad (actualmente uno de los principales
negocios en la economía mundial), la violencia generalizada (la producción y
venta de armamentos constituye el primero), la amenaza nuclear, el desastre
ecológico, la actual pandemia del SIDA.
Entre estos fenómenos se inscribe necesariamente el de las migraciones
actuales, masivas y sin freno.
Nunca antes como ahora tanta gente huye de situaciones adversas; pero,
paradójicamente, nunca antes ha habido tantas situaciones adversas. La riqueza
y el bienestar crecen a pasos agigantados para muchos, pero para muchísimos
otros también crece (en forma inversamente proporcional) su marginación, su
falta de posibilidades, su precariedad.
La dinámica social en curso, curiosamente, aunque se amplíe en
potencialidades productivas, en tecnologías más efectivas, en racionalidad, no
termina de resolver problemas ancestrales de la humanidad en cuanto a
mejoramiento de las condiciones de vida, sino que por el contrario para una
gran mayoría las empeora.
La llamada “era industrial” provocó las oleadas de migración voluntaria
más grandes que hasta entonces se habían producido. La búsqueda de prosperidad
que empezó a ofrecer el capitalismo en su proceso de crecimiento, movió enormes
contingentes de población rápidamente. Algo similar sucedió recientemente en la
República Popular China, llevando inmensas masas campesinas hacia los centros
industriales.
Países enteros comenzaron a nutrirse de los inmigrantes y algunos
construyeron su grandeza sobre esa base: quizás los Estados Unidos de América
son el ejemplo más elocuente. Continentes enteros se modificaron merced a esos
movimientos de población. Expandido el industrialismo y la sociedad de alto
consumo material por prácticamente todo el orbe, desde la segunda mitad del
siglo XX fueron alternativamente apareciendo nuevos focos de prosperidad que, a
su turno, atrajeron migrantes: Canadá Australia, Nueva Zelanda, zonas francas
dentro de países, como Manaos en Brasil o Hong Kong en China.
La industrialización de las sociedades, y por tanto el crecimiento de la
ciudad en detrimento del campo, tiene en curso un proceso migratorio en todo el
mundo que no da miras de detenerse. Estas migraciones, que de alguna manera
fueron el insumo que necesitó la industria para expandirse en un primer
momento, no dejan de ser un problema social creciente, por cuanto el número de
personas reubicadas en las ciudades supera grandemente las posibilidades de
asimilación de nuevos habitantes que ellas tienen. Un proceso de algún modo
similar se da en el movimiento Sur-Norte, desde países pobres hacia la
metrópoli desarrollada.
Las oleadas de tercermundistas indocumentados se muestran imparables y
quizás ésta, más que ningún otro tipo de migración, es la que alarma al status
quo central. En todos estos
casos, vemos que hay un interés del migrante por desplazarse desde una situación
comparativamente más desventajosa (material, social, culturalmente) hacia una
más beneficiosa.
Las guerras, quizás las peores catástrofes no naturales, han sido desde
siempre un factor determinante de migraciones. Pero las llamadas “guerras de
baja intensidad” de las últimas décadas, incluidas aquellas desarrolladas en el
marco de la Guerra Fría (la Tercera Guerra Mundial para algunos), entre las que
se cuentan toda suerte de persecuciones por cualquier disensión, han dejado un
saldo de migrantes forzosos como nunca antes se había contabilizado.
Seguramente contribuye a estos movimientos cada vez más masivos de población,
la proliferación de comunicaciones más desarrolladas en todo el mundo, que
achican distancias, globalizando y homogeneizando posibilidades y alternativas.
Podría aventurarse la idea de que los conflictos armados y las
persecuciones provocan tantas migraciones porque, a partir de la explosión
demográfica del último siglo (por ahora siempre en aumento), cada vez hay
cantidades más inconmensurables de gente en el planeta, y más aún en las zonas
donde generalmente tienen lugar esos hechos violentos.
Por tanto, una reubicación de un grupo poblacional que hace algunos
siglos atrás hubiera pasado inadvertida o no hubiera tenido un impacto relevante,
hoy día alcanza a veces ribetes trágicos. Más aún si se da, como de hecho
ocurre, en las áreas más pobres y marginadas del mundo, menos preparadas por
tanto para hacer frente a situaciones tan adversas.
La Segunda Guerra Mundial, más allá del desastre que en sí misma
representó para quienes la sufrieron directamente en Europa, no provocó un
éxodo irrefrenable de población hacia nuevos horizontes. Pero todo conflicto
armado acaecido en el Tercer Mundo tiene como consecuencia inmediata, además de
la pérdida de vidas y de bienes materiales, movimientos poblacionales donde se
huye de situaciones generalmente irreversibles en el corto y mediano plazos, en
las que se combinan el desastre de la guerra con la precariedad heredada desde
siempre.
Tales movimientos, si bien son una forma de preservar la vida en lo
inmediato, producen posteriormente problemas de reasentamiento definitivamente
insolubles, por lo que conflictúan aún más las ya sufridas sociedades donde
tienen lugar. En estas migraciones, prácticamente forzosas, se huye por una
imperiosa necesidad de sobrevivencia.
Las cifras globales indican, elocuentemente, que las migraciones, ya sea
por interés, ya por necesidad, aumentan; y no sólo en valores absolutos (cada
vez hay más población en el mundo) sino también en términos relativos, lo cual
es un indicador de que algo especial sucede.
¿Por qué emigra cada vez más gente?
Es claro que, dada la actual cantidad de humanos sobre el planeta,
cualquier fenómeno masivo debe contabilizarse en términos monumentales. Pero
esto no alcanza para explicar el por qué de la masividad de las migraciones.
Pareciera que, crecientemente, hay más interés al igual que más necesidad de
emigrar. Pero, observando más detenidamente el fenómeno, vemos que el interés
(nos referimos al migrante voluntario, que fundamentalmente es migrante
económico) se reduce también a necesidad.
La gente huye de la miseria: del área rural a la ciudad, de los países
pobres a la prosperidad del Norte, al igual que huye de las guerras, de las persecuciones
políticas, de las cacerías humanas, cualquiera sea su naturaleza. Ahora bien,
si el número de huidos aumenta (ya sea en forma de desplazados, refugiados,
exiliados, de habitantes de barrios marginales en las ciudades o de inmigrantes
ilegales en las sociedades más ricas) esto está indicando que las condiciones
de vida, de donde proviene tanta gente, expulsan en vez de permitir un armónico
desarrollo.
Con la globalización en curso, a la que actualmente todos asistimos, es
posible pensar que las fronteras del Estado-nación moderno puedan tender a
debilitarse y que los desplazamientos de población para fines de crecimiento
personal (económico, cultural) entre un punto y otro del orbe sean
paulatinamente más comunes.
Pero esto no deja de ser un movimiento que no altera la estructura misma
del edificio social: los negocios son y serán cada vez más marcadamente
transnacionales, al igual que la cultura, las modas, los hábitos cotidianos,
las distintas formas de poder y las políticas de control. No es impensable que,
dentro de algún tiempo, grandes áreas del mundo sean la casa común para
millones de habitantes (Europa, por ejemplo, apuesta a ese proyecto). Pero los
desplazamientos humanos que allí tengan lugar no podrían ser considerados
migraciones (un pasaporte común, un destino común; las migraciones no son eso).
¿Qué tienen de especial las migraciones masivas a las que nos referimos?
En el hecho migratorio deben considerarse tres elementos: el migrante, el lugar
de donde emigra y aquel a donde llega. Cada uno de estos polos tiene su
especificidad propia. Cada tipo de migrante (el latinoamericano que se va
“mojado” a Estados Unidos, o el sobreviviente de un terremoto que es reubicado
por sus autoridades gubernamentales en una nueva región del país, o aquel que
alcanza a cruzar la frontera para escapar a un régimen dictatorial sangriento,
etc.) tiene una historia personal y colectiva que le hace sobrellevar esa
transformación en su vida, con mayor o menor suerte.
De hecho, cualquier gran cambio existencial provoca una conmoción
subjetiva que cada quien sobrellevará como mejor pueda, no faltando ocasiones
en que algunos no podrán procesar todo lo nuevo, reaccionando con distintos
tipos de descompensaciones (sintomatología psicológica, desadaptación a las
nuevas condiciones, duelo perpetuo por lo perdido). Este es un nivel del
problema: el problema concreto para cada migrante.
Por otro lado, y siempre funcionando como un problema, se encuentra el
medio que fuerza la emigración: algo irrumpe o actúa como distorsionador en la
vida normal provocando las condiciones para abandonar, temporal o
definitivamente, el lugar de origen. Pueden ser catástrofes naturales, guerras,
pobreza, etc., pero para quien lo padece, ello tiene en todos los casos el
valor de problema insoluble, cuya única alternativa es la evitación.
Finalmente, también es un problema el proceso de llegada del emigrante a
su nuevo destino, no sólo para él (¿cómo se adaptará, cómo soportará la
pérdida?) sino también para el entorno en el que se reinstala. A veces el nuevo
medio acoge solidariamente, pero muchas otras no, creándose tensiones entre
recién llegado y nativo. El proceso de reubicación no deja de ser un enorme
problema, y en ocasiones más complejo que los otros.
Lo distintivo en las migraciones actualmente, además de su tamaño, es el
hecho de constituirse como problema para todos los factores que hacen parte de
ellas, en virtud de su desorganización, de su desorden, de la pérdida de su
condición constructiva. Hace tiempo que las migraciones dejaron de ser un motor
beneficioso para las sociedades. Por el contrario, en un mundo en el que,
agigantadamente, en vez de resolverse problemas cruciales, se entroniza la
tendencia a dividir entre aquellos que “se salvan” y los que “sobran”, las migraciones
(como recurso desesperado de muchísimos) son un calvario que, globalmente
consideradas, no salvan a nadie sino que empeoran las condiciones de todos.
Migraciones: un problema a resolver
En las actuales migraciones, entre las que destacan por sobre todo
aquellas derivadas de la pobreza, hay varios niveles de problema. Hoy, dadas
las características del fenómeno, nadie se beneficia de esos movimientos sino
que, por el contrario, se crean problemas comunes exclusivamente. Quizás sólo
el migrante, en tanto escapa de una situación muy desfavorable, se beneficia en
parte, sin contar con todos los problemas que le trae aparejado un cambio
brusco de vida y el abandono de su lugar.
Pero en definitiva, la experiencia lo enseña, la gran mayoría de
población movilizada termina integrándose a sus nuevas condiciones, más allá de
la amargura de la añoranza. Lo que está claro es que el fenómeno migratorio en
su conjunto (quizás podríamos atrevernos a decir que no sólo por lo
desorganizado, sino también por lo “escandaloso” que ha pasado a ser) está
denunciando una falla estructural del sistema social que lo produce. Las
grandes capitales del Tercer Mundo reciben en conjunto diariamente alrededor de
mil personas que migran desde el área rural; y algunos miles llegan cada día
ilegalmente desde el Sur a los países desarrollados. ¿Hay una solución para
esto?
La voz de alerta respecto al tema ya se ha dado desde hace algún tiempo
en todo el mundo. Quien lo siente fundamentalmente como un problema, y más
raudamente ha dado los primeros pasos para reaccionar, es el área de llegada de
tanta migración: el Norte desarrollado. Sin duda que las que emigran son
poblaciones en riesgo, pero para la lógica del poder dominante el riesgo está,
ante todo, en su propia casa, que comienza a ser invadida, ininterrumpidamente,
por contingentes siempre en aumento.
Si efectivamente consideramos que las migraciones en condiciones de
huida, tal como se van dando constantemente, son un problema (social, humano,
ético, económico o como lo queramos considerar), se impone hacer algo al
respecto. De hecho, hay varias respuestas en curso; de acuerdo al nivel del
problema enfocado habría al menos tres posibilidades: a) trabajar con el
emigrante; b) accionar sobre el punto de donde sale; y c) intervenir en el
punto de llegada.
Quizás lo más sencillo, pero no por ello lo más efectivo, es actuar en
el lugar de llegada de las corrientes migratorias, simplemente cerrando
fronteras para impedirlas. Esto, si bien se hace (y con alarma hay que
denunciar que es una tendencia creciente en vastos sectores de los países
ricos, llegándose a extremos cavernícolas de xenofobia en algunos casos) no es
una respuesta al problema sino, simplemente, una forma de sacárselo de encima.
Pedir que no lleguen más inmigrantes a un país es, exclusivamente, preservar la
situación de ese país despreocupándose del problema de otros.
Otra posibilidad, y de hecho la más desarrollada, es trabajar
directamente con la población migrante, tanto en el proceso de instalación en
su nueva morada como en el eventual regreso hacia su lugar de origen. En
general, aquí es donde se concentran todos los esfuerzos de las diversas
agencias, gobiernos e instituciones varias que se dedican al fenómeno. Ayuda
humanitaria para los traslados, acompañamiento, facilidades en los
desplazamientos, asesoría y apoyo en los nuevos asentamientos, programas de
desarrollo para los reinstalados, son algunas de las variantes más usuales en
los servicios prestados a la población migrante.
Todo ello tendiendo a hacer del hecho migratorio algo digno y
constructivo, pero sin entrar a cuestionar el por qué del mismo.
La tercera opción, tal vez la más difícil de encarar, es apuntar a ver
por qué se emigra y a solucionar en el sitio expulsor los problemas que fuerzan
a abandonar el terruño. Con esto habría que estar abordando problemáticas tan
complejas como la pobreza o la guerra. Seguramente sea imposible impedir las
migraciones (¿quién y cómo eliminará las causas anteriores?); pero tal vez
pueda ser útil ampliar el debate para profundizar estas temáticas.
Pese a que las organizaciones dedicadas a atender migrantes no tengan,
en principio, respuesta efectiva a cuestiones tan complejas, es necesario
plantearse seriamente qué nos está diciendo este fenómeno. Si tanta gente huye
de su situación cotidiana, ello debe llamar a la reflexión inmediata: ¿es
tolerable un mundo que integra a algunos y marginaliza a tantos? Las
migraciones actuales ¿no nos están hablando de poblaciones “excedentes” en el
planeta? Y ¿qué mundo puede ser este donde haya gente “de sobra”? Obviamente,
los modelos de desarrollo en juego hacen agua, por lo que hay que
replantearlos.
Migraciones y migrantes: una mirada crítica
Las penurias que deben pasar los migrantes en su marcha hacia la supuesta
salvación son enormes, terribles. En estos últimos años de crisis sistémica,
esas penurias se acrecentaron. Y justamente por esa crisis global del sistema
capitalista, las condiciones de recepción de migrantes en el Norte se ponen
cada vez más duras, más denigrantes incluso.
Hay ahí una doble moral en juego: por un lado se aprovecha la mano de
obra barata, casi regalada, que llega a los bolsones de desarrollo en el Norte;
y por otro, se le pone trabas cada vez mayores, alentándola a no migrar.
Es real que la crisis económica hace que muchos trabajadores oriundos de
los países desarrollados estén escasos de trabajo, pero el endurecimiento de
los obstáculos migratorios con los trabajadores del Sur busca no sólo
desestimularlos sino también, básicamente, chantajearlos, pagando salarios
bajísimos y ofreciendo condiciones de super explotación.
El antiguamente llamado “ejército de reserva industrial”, es decir: las
poblaciones desocupadas y siempre listas a trabajar por migajas, no ha
desaparecido. Hoy se presenta como fenómeno global, mundial. Se lo declara
problema, pero al mismo tiempo es lo que ayuda a mantener bajos los salarios.
No hay dudas que ese endurecimiento torna el viaje de los migrantes una
verdadera pesadilla. Luego, si sobreviven a condiciones extremas y logran
ingresar a las “islas de salvación” (Estados Unidos, Canadá, Europa, Japón), su
estadía allí, en general en condiciones de irregularidad, aumenta la pesadilla.
Ahora bien –y ahí está el sentido último de este escrito–, permítasenos
esta reflexión: suele levantarse la voz, lastimera por cierto, en relación a
las penurias de los migrantes indocumentados. Suele decirse que la vida que
llevan en los países del Norte es deplorable, lo cual es cierto. Y suele
exigirse también un mejor trato de parte de esos países para con la enorme masa
de migrantes irregulares.
Todo eso está muy bien. Es, salvando las distancias, como preocuparse por
la situación actual de los niños de la calle. Pero ese dolor, expresado en la
lamentación por la situación de esas poblaciones especialmente vulnerables y
vulnerabilizadas (los migrantes indocumentados, la niñez de la calle) queda
coja si no se ve también la otra cara del problema: ¡la verdadera y principal
cara! ¿Por qué hay millones y millones de migrantes que escapan de sus países
de origen, forzados por la situación económica? La cuestión no es tanto pedir
un trato digno en los países de llegada, sino plantearse por qué deben escapar.
En vez de quedarnos con la lamentación y victimización del migrante, ¿por
qué no denunciar con la misma energía la injusticia estructural que los fuerza
a emigrar? Pedir que los países de acogida los legalicen no está mal. Pero ¿por
qué no trabajar denodadamente para lograr que nadie tenga que emigrar en esas
condiciones, porque su país de origen no le brinda las posibilidades mínimas de
sobrevivencia?
Del mismo modo que nadie debe discriminar ni castigar a un niño de la
calle (él es el síntoma visible de un proceso social mucho más complejo) del
mismo modo nadie debe excluir, segregar o maltratar a un migrante en condición
de irregularidad. Pero ¡cuidado!: si alguien tiene que salir huyendo de su
sociedad natal porque ahí no puede sobrevivir, es ahí donde hay que trabajar
para cambiar esa injusta y deplorable situación. Llorar por los efectos
visibles puede ser muy bien intencionado, pero poco efectivo para afrontar con
posibilidades de éxito las inequidades.
Todas estas preguntas, aparentemente alejadas en principio de respuestas
prácticas concretas, deben ser el fundamento de nuestras acciones en torno al
tema de las migraciones.
En definitiva, el debate teórico serio (creemos que imperioso) sobre
todo esto es lo que mejor puede encaminar las futuras intervenciones.
Recordemos las palabras de Einstein, famoso inmigrante judío: “no hay nada más
práctico que una buena teoría”.
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* Material aparecido originalmente
en la Revista “Análisis de la Realidad Nacional” del Instituto de Análisis de
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66. Guatemala, 2015
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