“Un mundo feliz” nos ayuda a comprender mejor el alcance de
los riesgos y peligros que se presentan ante nosotros cuando de nuevo, en todos
lados, “progresos científicos y técnicos” nos enfrentan a desafíos ecológicos
que hacen peligrar el futuro del planeta. Y de la especie humana.
Ignacio Ramonet / LA
JORNADA
Se cumplen 80 años de la
primera edición (1935) en lengua española de la gran novela rupturista Un
mundo feliz (se había publicado tres años antes en inglés), del filósofo y
escritor visionario Aldous Huxley.
Y ante tanta “felicidad
artificial” en nuestros días, tantas manipulaciones y tantos condicionamientos
contemporáneos, cabe preguntarse: ¿será útil releer hoy Un mundo feliz?
¿Es acaso necesario retomar un libro publicado hace más de 80 años, en una
época tan alejada de nosotros que Internet no existía e incluso la televisión
aún no había sido inventada? ¿Es esta novela algo más que una curiosidad
sociológica, un best seller ordinario y efímero del que se vendieron, en
el año de su publicación, en inglés, más de un millón de ejemplares?
Estas cuestiones parecen
tanto más pertinentes cuanto que el género al que pertenece la obra –la
distopía, la fábula de anticipación, la utopía cientifico-técnica, la ciencia
ficción social– posee un grado muy alto de obsolescencia. Pues nada envejece
con mayor rapidez que el futuro. Sobre todo en literatura.
Sin embargo, si alguien,
superando estas científico, se vuelve a sumergir en las páginas de esa novela
se quedará estupefacto por su sorprendente actualidad. Constatando que, por una
vez, el pasado ha atrapado el presente. Recordemos que el autor, Aldous Huxley
(1864– 1963), narra una historia que transcurre en un futuro muy lejano, hacia
el año 2 mil 500, o, con mayor precisión, “hacia el año 600 de la era
fordiana”, en alusión satírica a Henry Ford (1863-1947), el pionero
estadunidense de la industria automovilística (de la que una célebre marca de
coches sigue llevando su nombre), inventor de un método de organización del
trabajo para la fabricación en serie y de la estandarización de las piezas.
Método –el fordismo– que transformó a los trabajadores en poco menos que
autómatas o en robots que repiten a lo largo de la jornada un único y mismo
gesto. Lo cual suscitó, ya en la época, violentas críticas; pensemos, a este
respecto, por ejemplo, en las películas Metrópolis (1926), de Fritz
Lang, o Tiempos modernos (1935), de Charles Chaplin.
Aldous Huxley escribió Un
mundo feliz, visión pesimista del porvenir y crítica feroz del culto positivista
a la ciencia, en un momento en el que las consecuencias sociales de la gran
crisis de 1929 afectaban de lleno a las sociedades occidentales, y en el que la
credibilidad en el progreso y en los regímenes democráticos capitalistas
parecía vacilar.
Editado en inglés antes
de la llegada de Adolf Hitler al poder en Alemania (1933), Un mundo feliz
denuncia la perspectiva pesadillesca de una sociedad totalitaria fascinada por
el progreso científico y convencida de poder brindar a sus ciudadanos una
felicidad obligatoria. Presenta una visión alucinada de una humanidad
deshumanizada por el condicionamiento a lo Pavlov y por el placer al alcance de
una píldora (“el soma”). En un mundo horriblemente perfecto, la sociedad decide
totalmente, con fines eugenésicos y productivistas, la sexualidad de la
procreación.
Una situación no tan
alejada de la que conocen hoy algunos países en donde los efectos de la crisis
de 2008 están provocando (en Europa sobre todo) la subida de partidos de
extrema derecha, xenófobos y racistas. Donde las píldoras anticonceptivas
permiten ya un amplio control de la natalidad. Y donde nuevas píldoras (Viagra,
Lybrido) dopan el deseo sexual y lo prolongan hasta más allá de la tercera
edad. Por otra parte, las manipulaciones genéticas permiten cada vez más a los
padres la selección de embriones para engendrar hijos en función de criterios
predeterminados, estéticos, entre otros.
Otra sorprendente
relación con la actualidad es que la novela de Huxley presenta un mundo donde
el control social no da cabida al azar, donde, formadas con el mismo molde, las
personas son “clónicas”, pues se producen en serie, la mayoría tiene
garantizado el confort y la satisfacción de los únicos deseos que está
condicionada a experimentar, pero donde se ha perdido, como diría Mercedes
Sosa, la razón de vivir.
En Un mundo feliz,
la americanización del planeta, ha culminado; la historia ha terminado (como lo
afirmara más tarde Francis Fukuyama), todo ha sido estandarizado y fordizado,
tanto la producción de los seres humanos, resultado de puras manipulaciones
genético-químicas, como la identidad de las personas, producida durante el
sueño por hipnosis auditiva: la “hipnopedia”, que un personaje en el libro
califica de “la mayor fuerza socializante y moralizante de todos los tiempos”.
Se “producen” seres
humanos, en el sentido industrial del término, en fábricas especializadas –los
“centros de incubación y condicionamiento”–, según modelos variados, que
dependen de las tareas muy especializadas que serán asignadas a cada uno y que
son indispensables para una sociedad obsesionada por la estabilidad.
Desde su nacimiento, cada
ser humano es además educado en unos “centros de condicionamiento del Estado”,
en función de los valores específicos de su grupo, mediante el recurso masivo a
la hipnopedia para manipular el espíritu, crear en él “reflejos condicionados
definitivos” y hacerle aceptar su destino.
Aldous Huxley ilustraba
así, en esa obra, los riesgos implícitos en la tesis que venía formulando desde
1924 John B. Watson, el padre del “conductismo”, esa pretendida “ciencia de la
observación y control del comportamiento”. Watson afirmaba, con frialdad, que
podía elegir al azar en la calle a un niño saludable y transformarlo, a su
elección, en doctor, abogado, artista, mendigo o ladrón, cualquiera que fuera
su talento, sus inclinaciones, sus capacidades, sus gustos y el origen de sus
ancestros.
En Un mundo feliz,
que es fundamentalmente un manifiesto humanista, algunos vieron también, con
razón, una crítica ácida a la sociedad estalinista, a la utopía soviética
construida con mano de hierro. Pero también hay, claramente, una sátira a la
nueva sociedad mecanizada, estandarizada, automatizada que se montaba en esa
época en Estados Unidos, en nombre de la modernidad técnica.
Sumamente inteligente y
admirador de la ciencia, Huxley expresa, sin embargo, en esta novela, un
profundo escepticismo respecto de la idea de progreso, una desconfianza hacia
la razón. Frente a la invasión del materialismo, el autor entabla una interpelación
feroz a las amenazas del cientificismo, el maquinismo y el desprecio a la
dignidad individual. Claro que la técnica asegurará a los seres humanos un
confort exterior total, de notable perfección, estima Huxley con desesperada
lucidez. Todo deseo, en la medida en que podrá ser expresado y sentido, será
satisfecho. Los seres humanos habrán perdido su razón de ser. Se habrán
transformado a sí mismos en máquinas. Ya no se podrá hablar en sentido estricto
de “condición humana”.
Pero sí de
“condicionamiento”, que no ha cesado de intensificarse desde la época en que
Huxley publicó este libro y anunció que, en el futuro, seríamos manipulados sin
que nos diésemos cuenta de ello. En particular, por la publicidad. Mediante el
recurso a mecanismos sicológicos y gracias a técnicas bien rodadas, los Mad
men de la publicidad consiguen que compremos un producto, un servicio o una
idea. De ese modo nos convertimos en personas previsibles, casi teledirigidas.
Y felices.
Confirmando esas tesis de
Huxley, a mediados de la década de 1950, Vance Packard publicó The hidden
persuaders (La persuasión clandestina), y Ernest Dichter y Louis
Cheskin denunciaron que las agencias de publicidad intentaban manipular el
inconsciente de los consumidores. En particular mediante el uso de la
“publicidad subliminal” en los medios de comunicación masivos. El 30 de octubre
de 1962 se llevó a cabo una verdadera prueba que demostraba la eficacia de la
publicidad subliminal: durante una película se lanzaba cada cierto tiempo
mensajes “invisibles” acerca de unos productos. Las ventas de dichos productos
aumentaron.
Actualmente, la
“publicidad subliminal” ha avanzado y existen técnicas más sofisticadas y hasta
más perversas para manipular la mente del ser humano. Por ejemplo, mediante los
colores que modifican nuestras percepciones e influyen sobre nuestras
decisiones. Los especialistas en marketing lo saben y utilizan sus
efectos para orientar nuestras compras.
En un experimento
conocido de finales de los años 60, Louis Cheskin, director del Color Research
Institute, pidió a un grupo de amas de casa que probaran tres cajas de
detergentes y que decidieran cuál de ellas daba mejor resultado con las prendas
delicadas. Una era amarilla, la otra azul y la tercera azul con puntos
amarillos. A pesar de que las tres contenían el mismo producto, las reacciones
fueron distintas. El detergente de la caja amarilla se juzgó “demasiado
fuerte”, el de la azul se consideró que “no tenía fuerza para limpiar”. Ganó la
caja bicolor.
En otra prueba se dieron
dos muestras de cremas de belleza a un grupo de mujeres. Una en un recipiente
rosa, y otra en uno de color azul. Casi 80 por ciento de las mujeres declararon
que la crema del bote rosa era más fina y efectiva que la del bote azul. Nadie
sabía que la composición de las cremas era idéntica. “No es una exageración
decir que la gente no sólo compra el producto per se, sino también por
los colores que lo acompañan. El color penetra en la psique del consumidor y
puede convertirse en estímulo directo para la venta”, escribe el publicista Luc
Dupont en su libro 1001 trucos publicitarios.
Cuando la empresa
productora del jabón Lux empezó a vender en color rosa, verde, turquesa,
sustituyendo la pastilla habitual de color amarillo, se convirtió en número uno
de jabones de belleza en el mercado. Los nuevos colores sugerían delicadeza y
cuidado, intimidad y cariño, y los consumidores se mostraron entusiastas.
Recientemente, McDonald’s dejó su mítico color rojo (tonalidad apreciada por
los más pequeños y que suele estimular el hambre) a favor del verde, en un
intento por reposicionar su marca hacia la comida saludable y un estilo de vida
sostenible.
La lectura de Un mundo
feliz nos alerta contra todas estas agresiones. Sin olvidarse de las
manipulaciones mediáticas. Esta novela también puede verse como una sátira muy
pertinente de la nueva sociedad delirante que se está construyendo hoy día en
nombre de la “modernidad” ultraliberal. Pesimista y sombrío, el futuro visto
por Aldous Huxley nos sirve de advertencia y nos alienta, en la época de las
manipulaciones genéticas, a la clonación y la revolución de lo viviente, a
vigilar de cerca los actuales progresos científicos y sus potenciales efectos
destructivos.
Un mundo feliz nos ayuda a comprender
mejor el alcance de los riesgos y peligros que se presentan ante nosotros
cuando de nuevo, en todos lados, “progresos científicos y técnicos” nos
enfrentan a desafíos ecológicos que hacen peligrar el futuro del planeta. Y de
la especie humana.
La obediencia, la docilidad, la sumisión, la aceptación de todo lo que se le dice, encomienda, desde la autoridad, en este caso, tal lugar hoy por hoy, ocupado por nuestra prestigiosa ciencia, es un síntoma de normalidad, ya que son normales todos aquellos que se someten a la autoridad sin chistar.
ResponderEliminarTodos aquellos que caminaron a una guerra, a matar a otros, a cometer genocidios, violaciones, con quema de mujeres y niños con música de fondo y mucha droga de por medio, de seguro que son personas sanas, normales, que no tiene desequilibrios ya que no se afectan por nada, que no se cuestiona nada, menos la autoridad que los explota, a la que sirven y se rinden con mucho agrado, con su normalidad bien paga.
Como todos los otros que actúan en la creación y producción científica de armas de destrucción masiva son normales. No sufren por nada, en ningún momento se les pasa por la cabeza cuestionar la autoridad que los aplasta a ellos y al mundo en que viven, esto no segregan ninguna sustancia, no sufren ningún conflicto, ningún desbalance neuronal hormonal, ni si quiera cuando se enamoran, ya que no sufren tales trastornos porque sus cerebros están seco, duros como una piedra, se podría decir más que muertos, ya que no se pueden enamora ni llorar ni desafiar a la autoridad por oponerse a la destrucción de la vida de otro, porque están sensatamente tan cuerdos como muertos.
Realmente quisiera mucho más un mundo, de muchos más trastornados, en que no faltar ni la poesía, ni la música, ni la danza, y menos que nada, la extrema sensibilidad creadora y comunitaria del amor entre los hombres.
Varias sillas y muebles de madera, muy bien formados, enterrados, bajo el sol y la lluvia, dando flores y frutos, ramas y hojas.
Generando, produciendo, alteraciones químicas, movimientos hormonales de todos los colores, desequilibrios estructurales severos, rompiendo con la inmovilidad de la salud del sistema, la normalidad prevista por los métodos de la explotación, alterando y destrozando la paz y las certeza, de los cirujanos y técnicos del progreso.
Con un cartel: deseducándolos para que asuman el retorno y la recuperación de la vida, su libertad y plenitud.
Desobedeciendo a las formas prácticas, utilitarias, rentables, obedientes, sanas y silenciosas del progresó civilizatorio.
El conocimiento no habla con sus víctimas, cuando actúa, procede, y se impone a través de ellas, con sus reconocidos y prácticos métodos, racionales, indoloros y placenteros, de inducir el rechazo de la vida, para actuar convertido por la ciencia en contra la vida, padeciendo la estúpida y correcta pasividad, de la existencia inexpresiva, sin perturbaciones, alteraciones.