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sábado, 8 de agosto de 2015

“El mercado es mi pastor”. Economía y política en Panamá en el año 15 de nuestra soberanía

Es necesario asumir la política como el arte de crear las condiciones que hagan posible lo que ya va siendo necesario si deseamos salir con bien, y hacia un futuro mejor, de la crisis en que ha venido a desembocar la aplicación a ultranza del programa neoliberal en Panamá de la década de 1990 a nuestros días.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

Son muchos años ya –desde 1984, al menos– de culto al pensamiento único neoliberal entre nosotros, incluyendo su constante llamado a descartar como ingenuo –y peligroso– todo lo que pueda alejarse de su dogma fundamental: “el mercado es mi pastor; nada me faltará”. Los resultados del dogma están a la vista: crecimiento económico constante, con pobreza subsidiada persistente, y deterioro ambiental creciente.

Esto nos plantea un problema de una compleja sencillez: cómo llevar a cabo una transición desde el crecimiento sostenido hacia el desarrollo sostenible, que garantice a un tiempo la operación eficiente del Canal, y una vida digna en cada hogar panameño.  Lo complejo, aquí, consiste en ubicar ese problema en la realidad que lo genera. En lo más esencial, esa realidad es la de las transformaciones en nuestra economía y nuestra vida social que se derivan del doble proceso –en curso desde fines del siglo XX- de incorporación del Canal a nuestro mercado interno, y de la integración de éste en el mercado global.

Ese proceso ha operado, en lo que se refiere a nuestro mercado interno, a través de la la transnacionalización de una parte significativa de nuestra actividad económica, asociada no sólo a la expansión del sector servicios, sino además a la restructuración del mercado mismo. Este proceso de cambios – y las transfrmaciones que resultan del mismo - no puede seguir siendo objeto ni de una lectura desarrollista propia de las décadas de 1960 y 1970, ni de una meramente utilitarista, como la que ha predominado a partir de 1990.

La lectura desarrollista, por ejemplo, tiende a confundir el subdesarrollo con la subadministración. En ella, por ejemplo, resalta como un grave problema la ruina de las viejas estructuras de producción agropecuaria, que afecta sobre todo a los pequeños y medianos productores agropecuarios vinculados al mercado interno, que debería ser encarada con una política más eficiente de subsidios y de protección arancelaria a esas víctimas.

Necesitamos en cambio una lectura que explique a un tiempo esa ruina, y el éxito de un sector agroindustrial intrado por empresas como las del Grupo Melo, Calesa... y la Cooperativa Dos Pinos. Ambos elementos son caras de la misma moneda, y tienen ejemplos equivalentes en todos los ámbitos de nuestra actividad económica.

Para el desarrollismo –y con toda razón- debe preocuparnos el crecimiento económico con inequidad social. Sin embargo, eso no es sino la expresión de un vasto proceso de concentración y centralización del capital, como resultado de una expansión acelarada de las fuerzas productivas, y una transformación mediatizada de las relaciones de producción, que nos lleva hacia un capitalismo mucho más maduro y complejo que el que conocimos en el siglo pasado.

Es en ese marco donde cabe plantearse aquella contradicción entre el tránsito como función dominante en nuestra relación con el mercado mundial, y el transitismo como modalidad particular de organización de esa función en nuestra historia, que bloquea la posibilidad de una tansformación realmente integral de nuestra sociedad. Aquí no hay un problema de subadministración. Aquí lo que hay es el fruto de una administración eficiente y eficaz de la desigualdad como mecanismo de acumulación.

Vuelve a tener razón Rubén Darío Herrera con su propuesta de aprovechar la función de servicios para generar recursos que permitan modernizar y diversificar el conjunto de nuestra economía, de un modo que finalmente amplíe su base de sustentación social. Pero esa propuesta no resolvería nada si es asumida en una perspectiva conservadora, y entendida como la necesidad de subsidiar el atraso del interior con una parte de los ingresos que genera la plataforma de servicios globales constituida en torno al Canal.

No es la multiplicación de pequeños productores lo que resolverá nuestro atraso agrario, sino la proliferación de empresas asociativas, de carácter cooperativo, que permitan incorporar el aporte de la ciencia y la tecnología a la producción, y eleven al mismo tiempo la productividad, la calidad y el valor de la fuerza de trabajo en todo el país. El problema político, aquí, consiste en estimular la formación de la demanda social de una política económica encaminada a ampliar la base social del desarrollo mediante el fomento de cooperativas de producción realmente modernas; mejorando la integración física y funcional del mercado interno; recuperando la función de puente terrestre entre las Américas, y creando un Estado nacional nuevo, capaz de asumir y llevar a la práctica una política tal.

Un Estado así estaría en capacidad de llevar a cabo tareas que para el que tenemos son simplemente inimaginables. Enfrentar la crisis endémica de la seguridad social incrementando el número de los cotizantes, y no desmejorando los servicios a los asegurados, por ejemplo: generar los recursos locales - humanos, de organización social, y financieros - necesarios para una descentralización efectiva de servicios públicos cada vez más deficientes, como los de educación básica, seguridad pública, abastecimiento de agua, disposición de desechos, y mantenimiento de infraestructuras locales; fomentar mercados no tradicionales, como el de servicios ambientales, en una verdadera perspectiva glocal, y no meramente global, y, por supuesto, desarrollar una capacidad de planificación realmente participativa, que permita negociar en el mediano plazo los intereses de los grupos fundamentales de la Nación: empresarios, trabajadores manuales e intelectuales del campo y de la ciudad, comunidades rurales y urbanas, por mencionar algunos.

Es evidente que no existe entre nosotros, aún, una organización capaz de encarnar un proyecto así esbozado, y proporcionarle el liderazgo que demanda. Ese liderazgo, por otra parte, sólo puede surgir del desarrollo del debate público que lo lleve a convertirse en un verdadero proyecto de transformación nacional, capaz de expresar el interés de las grandes mayorías, como lo expresara la lucha por culminar la formación de un Estado nacional plenamente soberano, culminada hace apenas quince años.

Para eso, hace falta una condición que debe ser reclamada y conquistada: la del pleno ejercicio del derecho a la organización por parte de todos los trabajadores asalariados del país, tal como es ejercido ese derecho por los empresarios que emplean a esos trabajadores. Esta es apenas una reivindicación democrática, en una sociedad en la que la demanda de la democracia sigue siendo una demanda profundamente revolucionaria.

Lograr esto es posible.Tan solo demanda de nosotros dejar atrás la cómoda idea de que la política es el arte de lo posible. En cambio, es necesario asumir la política como el arte de crear las condiciones que hagan posible lo que ya va siendo necesario si deseamos salir con bien, y hacia un futuro mejor, de la crisis en que ha venido a desembocar la aplicación a ultranza del programa neoliberal en Panamá de la década de 1990 a nuestros días.

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