Cuando cayó el muro de
Berlín algunos sintieron el golpe sobre sus cabezas. Hasta entonces todo era
claro y fácil: el mundo se dividía en explotadores y explotados, y ellos, los
intelectuales orgánicos de la izquierda, estaban con estos últimos, hablaban en
nombre de ellos, flameaban en su nombre la bandera de la revolución socialista.
Desde luego, ellos
provenían de la clase media y algunos incluso de más arriba, y nunca habían
vivido en carne propia la miseria y la marginalidad. Pero tenían ideas de
izquierda y eso explicaba su afiliación a las causas del pueblo.
Pero cayó el muro y
todo eso se les vino abajo. ¿En quién creer ahora que ya no existían los países
del llamado ‘socialismo real’, ahora que el marxismo parecía haber colapsado
como teoría revolucionaria?
Pronto esa izquierda
sin bandera halló una salida política. Con el mismo fervor que antes había
adherido al marxismo, ahora adhirió al indigenismo en su versión más radical:
el ‘pachamamismo’. Y así como antes creía que el mundo iba a ser regenerado por
el proletariado a través de la revolución socialista, ahora pasó a creer que la
salvación humana estaba en manos de los pueblos originarios, a los que proclamó
guardianes de la sabiduría ancestral y depositarios de toda la bondad e inocencia
humanas.
Surgió así una
mezcolanza teórica explosiva, en la que se entremezclan la vieja teoría del
buen salvaje y las nuevas ideas del etnicismo radical, con el recurrente
discurso de lo popular y una dosis de extremismo ecologista.
A esa mezcla, la
burguesía indígena sumó un elemento real, explicable pero no menos peligroso:
su oportunismo político. Ese que motivó su colaboración con el gobierno de
Lucio Gutiérrez, donde los ministros Luis Macas y Nina Pacari Vega toleraron
estoicamente los maltratos del gobernante, pero no soltaron sus cargos. Ese que
ha movido las ambiciones de Auki Tituaña y Lourdes Tibán, los candidatos
vicepresidenciales de la gran prensa de derecha.
Nada de eso parece
importarle a la izquierda pachamamista, algunos de cuyos líderes creen que los
indígenas los encumbrarán al poder que no pudieron ganar por sí mismos. Y en
esas andan, alimentando el ego de unos líderes indígenas que creen que el
Estado Plurinacional les da derecho a desmembrar al Ecuador y repartirlo en pedacitos
étnicos, donde cada cacique sea jefe de un diminuto Estado, en el que reine la
ley del látigo y la ortigada.
Claro está, también
habría un ‘Guayaquil-Singapur’, aunque la mayor parte de la Costa quedaría en
la República Bananera de Alvarito (Noboa) y los hermosos valles de la Sierra en
manos de los viejos y nuevos hacendados ganaderos, floricultores y
broquicultores.
Ese pareciera ser el
reparto que buscan los nuevos socios de la alianza indígena-oligárquica, o al
menos eso resultaría de cumplirse los delirios políticos de cada uno de ellos.
¿Y dónde quedaríamos
los ecuatorianos, la nación ecuatoriana, esos doce o trece millones de personas
a los que los indígenas nos llaman despectivamente los ‘mishus’ y la oligarquía
ve como una chusma inquieta y manipulable? ¿Apiñados en unas cuantas ciudades
gobernadas por el capitalismo salvaje? ¿Convertidos otra vez en comparsa del
carnaval electoral de la derecha?
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