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sábado, 22 de agosto de 2015

Mundo nuevo

La cultura ha de animar a la política en la tarea de crear las condiciones que permitan finalmente poner la ciencia y la tecnología al servicio de la sostenibilidad del desarrollo humano. Y esa cultura, en el plano ambiental, sólo será eficaz en la medida en que no sea ni copia ni calco de otros ambientalismos.

Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

A la memoria de Antonio Núñez Jiménez,
que abrió para tantos las puertas a la cultura de la naturaleza

I

Más allá de lo inmediatamente visible en la crisis de nuestro tiempo –la extraordinaria concentración de la riqueza junto a la amplia difusión de la pobreza, las tensiones políticas crecientes en todo el sistema mundial, el estado de guerra sin fin y la formación de nuevas estructuras de poder global-, subyace otro plano de conflicto, cuya influencia es quizás más ubicua y trascendente de lo que se suele imaginar.  Se trata de las contradicciones que animan y expresan, a un tiempo, las modalidades de interacción entre los sistemas naturales y los sistemas sociales que han sostenido el desarrollo del moderno sistema mundial a lo largo de los últimos cinco siglos.

Ese proceso de desarrollo ha dado lugar ya a transformaciones de enorme complejidad. Hoy somos una especie fundamentalmente urbana, que ha estructurado sus relaciones de poder, organización y trabajo a escala planetaria. Un archipiélago de enclaves de prosperidad se sostiene sobre la labor de un vasto proletariado periférico, que trabaja y vive y sufre –de San Pedro Sula a Dacca- en condiciones ya descritas por Charles Dickens y Víctor Hugo para los países centrales del siglo XIX, y por Franz Fanon para el mundo colonial. Contamos ya, también, con las nuevas Leyes de Pobres gestadas en las políticas migratorias de la Unión Europea y la Unión Norteamericana. Y en las últimas fronteras de recursos de Asia, África y América Latina, se renueva a escala de ecocidio la tragedia de los Bienes Comunes.

Es la escala de este drama, y la de sus implicaciones, la que demanda un abordaje de los conflictos de relación de nuestra especie con el mundo natural desde la identificación y la ponderación de nuestras opciones de futuro, en el más activo de los sentidos, para hacer de lo ambiental el problema de política que debe ser. La política, a fin de cuentas, es el medio por el cual nuestra especie construye su propia historia, que es también la de sus relaciones con el mundo natural. Sabemos que no lo hace a su antojo, sino en el marco de la tradiciones, las restricciones y las opciones creadas por las generaciones precedentes, sea prolongándolas, sea contradiciéndolas y transformándolas. Y esto nos permite entender también a la política como cultura en acto, esto es, como una práctica social ejercida desde una visión del mundo, y para unos fines, históricamente determinados. 

Esta perspectiva de análisis facilita mucho la tarea de identificar y caracterizar los modos en que las determinaciones y las opciones de nuestro tiempo van adquiriendo forma y sentido en una cultura ambiental nueva. Esa cultura, así, expresa una circunstancia histórica marcada por la eclosión de todas las contradicciones y todos los conflictos acumulados a lo largo del proceso de formación y desarrollo del moderno sistema mundial en curso desde el siglo XVI “largo” (1450 – 1650) del que alguna vez hablara Fernand Braudel.

Es natural que, en el plano de la cultura, éste sea un tiempo de metáforas que aluden y eluden de manera simultánea la raíz de los problemas que nos aquejan. Esto no significa que se trate de un tiempo de ambigüedades – por más que existan sectores conservadores que las ejercen de manera deliberada para distorsionar y desdibujar los términos del debate -, pero sí implica que estamos en un momento de polisemia, en el que los problemas son abordados desde múltiples perspectivas de significado no excluyentes entre sí.

Hoy, todos los discursos de la certidumbre –desde el neoliberalismo hasta el tardoestalinismo– se han convertido en estertores de un mundo que ha dejado de existir. Hoy, la presión de nuestras sociedades sobre todos los ecosistemas del Planeta ha alcanzado ya –y tiende constantemente a sobrepasar– una escala que ayer apenas podía parecer inimaginable. Por lo mismo, la comprensión de esta circunstancia global resulta imprescindible para abordar de manera concreta el problema concreto de la inserción de nuestra América en esta crisis, y las alternativas que esa inserción le plantea a nuestras sociedades.

II

La extraordinaria complejidad de las circunstancias ambientales, sociales y culturales por las que hoy atraviesa nuestra América tiene su origen más visible en el período 1500 – 1550 – esto es, el en corazón mismo del siglo XVI “largo” -, cuando ella se vio incorporada al proceso de formación del mercado mundial como proveedora de alimentos y materias primas y como espacio de reserva de recursos. Esa modalidad de inserción definió, a su vez, una estructura de larga duración que opera con tiempos y modalidades distintas en al menos tres sub regiones diferentes, y en todos los planos de la interacción entre los sistemas sociales y naturales presentes en cada una de ellas.

Esa función global – y sus consecuencias- se desplegaron en tres modalidades principales entre los siglos XVI y XIX, de acuerdo a la forma fundamental de organización de las interacciones entre los sistemas sociales y naturales. Una se articuló a partir del trabajo esclavo, asociado sobre todo – pero no exclusivamente – a actividades de plantación. A ella corresponde, en lo general, nuestro espacio afroamericano. Otro, de carácter indoamericano, se articuló a partir de distintas modalidades de trabajo servil – desde la encomienda al peonaje -, destinado sobre todo a la producción de alimentos y a la explotación minera. Y otro más se articuló a partir de  una amplia modalidad de actividades de subsistencia en las áreas de la región que escapan a la articulación directa en el mercado mundial durante un período más o menos prolongado, y pasaron a constituirse en las zonas de frontera interior que, para mediados del siglo XX, aún abarcaban enormes extensiones del centro de América del Sur, y del Caribe mesoamericano.

El tránsito del siglo XIX al XX, como recordamos, fue testigo de la formación de mercados de trabajo y de tierra constituidos mediante procesos masivos de expropiación de territorios sometidos a formas no capitalistas de producción, para  crear las premisas indispensables a la apertura de la región a la inversión directa extranjera y la creación de economías de enclave en el marco del llamado Estado Liberal Oligárquico. Los ciclos posteriores – populista, desarrollista y neoliberal – marcaron el camino hacia el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.

En el proceso, surgieron nuevos grupos sociales cada vez más vinculados a la economía de mercado; se expandieron las fronteras de explotación de recursos naturales; esa explotación ganó en intensidad y complejidad tecnológica, incluyendo a menudo procesos industriales y agroindustriales de importante impacto ambiental; se produjo un notable proceso de des-ruralización y urbanización; todas las sociedades de la región ingresaron en procesos de transición demográfica, y la huella ecológica de ese conjunto de procesos se hizo cada vez más vasta y compleja. Y todo esto, a su vez, inauguró un período de nuestra historia en que los conflictos de origen ambiental – esto es, aquellos que surgen del interés de grupos sociales distintos en hacer usos excluyentes de los ecosistemas que comparten – tienen un papel cada vez más importante.

En el plano ambiental, el principal rasgo distintivo de la actual fase de desarrollo de este proceso consiste en la tendencia a la transformación masiva de la naturaleza en capital natural, a partir de al menos tres procesos, a menudo contradictorios entre sí:
  • La ampliación de los espacios de explotación de lo que Nicolo Gligo llamara “ventajas competitivas espurias” – en particular, recursos naturales y trabajo baratos, y amplias posibilidades de externalización de los costos ambientales -, asociada a menudo a la inversión masiva en megaproyectos extractivos y de infraestructura;
  • La organización de mercados de bienes y servicios ambientales con el apoyo técnico, financiero y político de instituciones financieras internacionales, y
  •  La formación de una fracción “verde” del capital, vinculado a iniciativas globales, que coexisten – a menudo en contradicción, y a veces en conflicto – con las fracciones agraria, industrial y financiera, más tradicionales.

Encarar este momento de la historia ambiental, poniendo en evidencia sus implicaciones para la sostenibilidad del desarrollo de la especie humana en nuestras sociedades plantea singulares dificultades de orden teórico y metodológico. En particular, porque exige de nosotros el esfuerzo necesario para pasar de un enfoque estructural, referido a modelos más o menos bien definidos a priori, a un enfoque sistémico, referido a relaciones de interdependencia entre factores múltiples en cambio constante, en el análisis de los problemas ambientales.

Dado el importante papel que ha cumplido en la formación de nuestros intelectuales una concepción funcionalista de la realidad, vinculada al importante papel cumplido por el desarrollismo liberal en las transformaciones que conociera nuestra región en la segunda mitad del siglo pasado, el solo hecho de reconocer y enfrentar este reto representa ya un logro de gran importancia. Ese logro ya nos permite, por ejemplo, empezar a entender que el desarrollo sostenible no es el crecimiento económico con preocupaciones ambientales, sino el camino hacia la creación de sociedades nuevas, capaces de ejercer en sus relaciones con la naturaleza la armonía que caracterice a las relaciones de sus integrantes entre sí, y con el resto de sus semejantes.

Aun así, recorrer el camino hacia la sostenibilidad demanda, además, establecer con algún grado de precisión el destino al que deseamos arribar. Y aquí, nuestro legado cultural – y en particular el de José Martí – nos ofrece un auxilio de extraordinario valor, al ofrecernos una imagen general de ese destino, y de los medios para alcanzarlo:

A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.[1]

Habremos llegado a ese estadio de nuestro desarrollo como especie cuando la equidad haya dejado de ser una meta, para convertirse en la norma de nuestra convivencia. Porque esa es la tarea verdadera: no simplemente enfrentar la crisis en lo peor de sus consecuencias, sino en la oportunidad que nos ofrece para ir a la construcción de un mundo nuevo, comprobando una vez más, por esa vía, la razón que asiste a José Martí al afirmar que toda gran verdad política es una gran verdad natural.[2]

Otros, en su infinita necrofilia, han encontrado ya - y promueven – nuevas oportunidades de ganancia en la agonía misma de la civilización de la que surgen los peligros que nos amenazan. A nosotros nos toca contribuir a la defensa de la vida frente a la muerte que la circunda, para hacer de la agonía de la civilización que perece el camino hacia otra, en la que el desarrollo de nuestra especie llegue a ser sostenible por lo humano que llegue a ser.

En este empeño, la cultura ha de animar a la política en la tarea de crear las condiciones que permitan finalmente poner la ciencia y la tecnología al servicio de la sostenibilidad del desarrollo humano. Y esa cultura, en el plano ambiental, sólo será eficaz en la medida en que no sea ni copia ni calco de otros ambientalismos, sino –como lo quería José Carlos Mariátegui para el socialismo indoamericano de su tiempo– creación heroica y obra colectiva, que trascienda el conflicto aparente entre la civilización y la barbarie para encarar la batalla verdadera entre la falsa erudición y la naturaleza, y hacer del Nuevo Mundo de ayer el anuncio del mundo nuevo de mañana. Plan contra plan, en efecto, como quería Martí: éste es el trazo fundamental del nuestro



NOTAS:

[1]Martí, José: “Nuestra América”. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, VI, 17
[2] Martí, José: Cuadernos de Apuntes, 18 (1894). Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, XXI, 381.

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