La cultura ha de animar
a la política en la tarea de crear las condiciones que permitan finalmente
poner la ciencia y la tecnología al servicio de la sostenibilidad del
desarrollo humano. Y esa cultura, en el plano ambiental, sólo será eficaz en la
medida en que no sea ni copia ni calco de otros ambientalismos.
Guillermo Castro H. / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá
A la
memoria de Antonio Núñez Jiménez,
que abrió
para tantos las puertas a la cultura de la naturaleza
I
Más allá de lo
inmediatamente visible en la crisis de nuestro tiempo –la extraordinaria
concentración de la riqueza junto a la amplia difusión de la pobreza, las
tensiones políticas crecientes en todo el sistema mundial, el estado de guerra
sin fin y la formación de nuevas estructuras de poder global-, subyace otro
plano de conflicto, cuya influencia es quizás más ubicua y trascendente de lo
que se suele imaginar. Se trata de las
contradicciones que animan y expresan, a un tiempo, las modalidades de
interacción entre los sistemas naturales y los sistemas sociales que han
sostenido el desarrollo del moderno sistema mundial a lo largo de los últimos
cinco siglos.
Ese proceso de
desarrollo ha dado lugar ya a transformaciones de enorme complejidad. Hoy somos
una especie fundamentalmente urbana, que ha estructurado sus relaciones de
poder, organización y trabajo a escala planetaria. Un archipiélago de enclaves
de prosperidad se sostiene sobre la labor de un vasto proletariado periférico,
que trabaja y vive y sufre –de San Pedro Sula a Dacca- en condiciones ya
descritas por Charles Dickens y Víctor Hugo para los países centrales del siglo
XIX, y por Franz Fanon para el mundo colonial. Contamos ya, también, con las
nuevas Leyes de Pobres gestadas en las políticas migratorias de la Unión
Europea y la Unión Norteamericana. Y en las últimas fronteras de recursos de
Asia, África y América Latina, se renueva a escala de ecocidio la tragedia de
los Bienes Comunes.
Es la escala de este
drama, y la de sus implicaciones, la que demanda un abordaje de los conflictos
de relación de nuestra especie con el mundo natural desde la identificación y
la ponderación de nuestras opciones de futuro, en el más activo de los
sentidos, para hacer de lo ambiental el problema de política que debe ser. La
política, a fin de cuentas, es el medio por el cual nuestra especie construye
su propia historia, que es también la de sus relaciones con el mundo natural.
Sabemos que no lo hace a su antojo, sino en el marco de la tradiciones, las
restricciones y las opciones creadas por las generaciones precedentes, sea
prolongándolas, sea contradiciéndolas y transformándolas. Y esto nos permite
entender también a la política como cultura en acto, esto es, como una práctica
social ejercida desde una visión del mundo, y para unos fines, históricamente
determinados.
Esta perspectiva de
análisis facilita mucho la tarea de identificar y caracterizar los modos en que
las determinaciones y las opciones de nuestro tiempo van adquiriendo forma y
sentido en una cultura ambiental nueva. Esa cultura, así, expresa una
circunstancia histórica marcada por la eclosión de todas las contradicciones y
todos los conflictos acumulados a lo largo del proceso de formación y desarrollo
del moderno sistema mundial en curso desde el siglo XVI “largo” (1450 – 1650)
del que alguna vez hablara Fernand Braudel.
Es natural que, en el
plano de la cultura, éste sea un tiempo de metáforas que aluden y eluden de
manera simultánea la raíz de los problemas que nos aquejan. Esto no significa
que se trate de un tiempo de ambigüedades – por más que existan sectores
conservadores que las ejercen de manera deliberada para distorsionar y
desdibujar los términos del debate -, pero sí implica que estamos en un momento
de polisemia, en el que los problemas son abordados desde múltiples
perspectivas de significado no excluyentes entre sí.
Hoy, todos los
discursos de la certidumbre –desde el neoliberalismo hasta el tardoestalinismo–
se han convertido en estertores de un mundo que ha dejado de existir. Hoy, la
presión de nuestras sociedades sobre todos los ecosistemas del Planeta ha
alcanzado ya –y tiende constantemente a sobrepasar– una escala que ayer apenas
podía parecer inimaginable. Por lo mismo, la comprensión de esta circunstancia
global resulta imprescindible para abordar de manera concreta el problema
concreto de la inserción de nuestra América en esta crisis, y las alternativas
que esa inserción le plantea a nuestras sociedades.
II
La extraordinaria complejidad
de las circunstancias ambientales, sociales y culturales por las que hoy
atraviesa nuestra América tiene su origen más visible en el período 1500 – 1550
– esto es, el en corazón mismo del siglo XVI “largo” -, cuando ella se vio
incorporada al proceso de formación del mercado mundial como proveedora de
alimentos y materias primas y como espacio de reserva de recursos. Esa
modalidad de inserción definió, a su vez, una estructura de larga duración que
opera con tiempos y modalidades distintas en al menos tres sub regiones
diferentes, y en todos los planos de la interacción entre los sistemas sociales
y naturales presentes en cada una de ellas.
Esa función global – y
sus consecuencias- se desplegaron en tres modalidades principales entre los
siglos XVI y XIX, de acuerdo a la forma fundamental de organización de las
interacciones entre los sistemas sociales y naturales. Una se articuló a partir
del trabajo esclavo, asociado sobre todo – pero no exclusivamente – a
actividades de plantación. A ella corresponde, en lo general, nuestro espacio
afroamericano. Otro, de carácter indoamericano, se articuló a partir de
distintas modalidades de trabajo servil – desde la encomienda al peonaje -,
destinado sobre todo a la producción de alimentos y a la explotación minera. Y
otro más se articuló a partir de una
amplia modalidad de actividades de subsistencia en las áreas de la región que
escapan a la articulación directa en el mercado mundial durante un período más
o menos prolongado, y pasaron a constituirse en las zonas de frontera interior
que, para mediados del siglo XX, aún abarcaban enormes extensiones del centro
de América del Sur, y del Caribe mesoamericano.
El tránsito del siglo
XIX al XX, como recordamos, fue testigo de la formación de mercados de trabajo
y de tierra constituidos mediante procesos masivos de expropiación de
territorios sometidos a formas no capitalistas de producción, para crear las premisas indispensables a la
apertura de la región a la inversión directa extranjera y la creación de economías
de enclave en el marco del llamado Estado Liberal Oligárquico. Los ciclos
posteriores – populista, desarrollista y neoliberal – marcaron el camino hacia
el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.
En el proceso,
surgieron nuevos grupos sociales cada vez más vinculados a la economía de
mercado; se expandieron las fronteras de explotación de recursos naturales; esa
explotación ganó en intensidad y complejidad tecnológica, incluyendo a menudo
procesos industriales y agroindustriales de importante impacto ambiental; se
produjo un notable proceso de des-ruralización y urbanización; todas las
sociedades de la región ingresaron en procesos de transición demográfica, y la
huella ecológica de ese conjunto de procesos se hizo cada vez más vasta y
compleja. Y todo esto, a su vez, inauguró un período de nuestra historia en que
los conflictos de origen ambiental – esto es, aquellos que surgen del interés
de grupos sociales distintos en hacer usos excluyentes de los ecosistemas que
comparten – tienen un papel cada vez más importante.
En el plano ambiental,
el principal rasgo distintivo de la actual fase de desarrollo de este proceso
consiste en la tendencia a la transformación masiva de la naturaleza en capital
natural, a partir de al menos tres procesos, a menudo contradictorios entre sí:
- La ampliación de los espacios de explotación de lo que Nicolo Gligo llamara “ventajas competitivas espurias” – en particular, recursos naturales y trabajo baratos, y amplias posibilidades de externalización de los costos ambientales -, asociada a menudo a la inversión masiva en megaproyectos extractivos y de infraestructura;
- La organización de mercados de bienes y servicios ambientales con el apoyo técnico, financiero y político de instituciones financieras internacionales, y
- La formación de una fracción “verde” del capital, vinculado a iniciativas globales, que coexisten – a menudo en contradicción, y a veces en conflicto – con las fracciones agraria, industrial y financiera, más tradicionales.
Encarar este momento de
la historia ambiental, poniendo en evidencia sus implicaciones para la
sostenibilidad del desarrollo de la especie humana en nuestras sociedades
plantea singulares dificultades de orden teórico y metodológico. En particular,
porque exige de nosotros el esfuerzo necesario para pasar de un enfoque
estructural, referido a modelos más o menos bien definidos a priori, a un
enfoque sistémico, referido a relaciones de interdependencia entre factores
múltiples en cambio constante, en el análisis de los problemas ambientales.
Dado el importante
papel que ha cumplido en la formación de nuestros intelectuales una concepción
funcionalista de la realidad, vinculada al importante papel cumplido por el
desarrollismo liberal en las transformaciones que conociera nuestra región en
la segunda mitad del siglo pasado, el solo hecho de reconocer y enfrentar este
reto representa ya un logro de gran importancia. Ese logro ya nos permite, por
ejemplo, empezar a entender que el desarrollo sostenible no es el crecimiento
económico con preocupaciones ambientales, sino el camino hacia la creación de
sociedades nuevas, capaces de ejercer en sus relaciones con la naturaleza la
armonía que caracterice a las relaciones de sus integrantes entre sí, y con el
resto de sus semejantes.
Aun así, recorrer el
camino hacia la sostenibilidad demanda, además, establecer con algún grado de
precisión el destino al que deseamos arribar. Y aquí, nuestro legado cultural –
y en particular el de José Martí – nos ofrece un auxilio de extraordinario
valor, al ofrecernos una imagen general de ese destino, y de los medios para
alcanzarlo:
A
lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el
buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el
francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir
guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país
mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y
disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo
que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas. El gobierno ha de nacer
del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno
ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el
equilibrio de los elementos naturales del país.[1]
Habremos llegado a ese
estadio de nuestro desarrollo como especie cuando la equidad haya dejado de ser
una meta, para convertirse en la norma de nuestra convivencia. Porque esa es la
tarea verdadera: no simplemente enfrentar la crisis en lo peor de sus
consecuencias, sino en la oportunidad que nos ofrece para ir a la construcción
de un mundo nuevo, comprobando una vez más, por esa vía, la razón que asiste a
José Martí al afirmar que toda gran verdad política es una gran verdad natural.[2]
Otros, en su infinita
necrofilia, han encontrado ya - y promueven – nuevas oportunidades de ganancia
en la agonía misma de la civilización de la que surgen los peligros que nos
amenazan. A nosotros nos toca contribuir a la defensa de la vida frente a la
muerte que la circunda, para hacer de la agonía de la civilización que perece
el camino hacia otra, en la que el desarrollo de nuestra especie llegue a ser
sostenible por lo humano que llegue a ser.
En este empeño, la
cultura ha de animar a la política en la tarea de crear las condiciones que
permitan finalmente poner la ciencia y la tecnología al servicio de la
sostenibilidad del desarrollo humano. Y esa cultura, en el plano ambiental,
sólo será eficaz en la medida en que no sea ni copia ni calco de otros
ambientalismos, sino –como lo quería José Carlos Mariátegui para el socialismo
indoamericano de su tiempo– creación heroica y obra colectiva, que trascienda
el conflicto aparente entre la civilización y la barbarie para encarar la
batalla verdadera entre la falsa erudición y la naturaleza, y hacer del Nuevo
Mundo de ayer el anuncio del mundo nuevo de mañana. Plan contra plan, en
efecto, como quería Martí: éste es el trazo fundamental del nuestro
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