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sábado, 20 de febrero de 2016

Francisco: su estadía en el infierno

Lo que dejó claro el Papa para los miles de mexicanos que vivimos su visita fue su autoridad moral, potestad capaz de relevar el evidente vacío de liderazgo ético en México: un corrompido liderazgo incapaz de dialogar con la otredad, ya que como dijo Francisco “no se puede dialogar con el Diablo, porque siempre se pierde”.

Abraham Trillo / Especial para Con Nuestra América
Desde Morelia, Michoacán, México.

La misa del Papa Francisco en Michoacán.
El 16 de febrero de 2016, será una fecha recordada para siempre en la memoria de todos los morelianos. Fue el día en que el líder de la iglesia católica fue capaz de sacar de su escondite involuntario, a miles de mexicanos ávidos del mensaje indulgente que calmara sus miedos y frustraciones. Las calles de Morelia, más allá de estar inundadas de gente, estaban colmadas de almas solidarias, afectivas y entusiastas, que contagiaban la alegría de vivir el encuentro con Francisco, disipando la sensación térmica de menos cinco grados con que despertó la ciudad.

El diseño del viaje que esbozó Francisco, fue muestra de su precisión y valor al tocar las vivas heridas de un México agonizante y resignado a su presente.

Conocedor de la violencia latinoamericana, sobre todo en los días de dictadura argentina donde miró de cerca la muerte de miles, la desaparición de otros tantos y una iglesia omisa ante el salvajismo militar, el padre Francisco quería pisar la región que supera la ficción: el México hundido en su peor crisis de impunidad y terror, el Michoacán lacerado por el narcotráfico y corrupción y la Morelia devastada en su tejido social por una violencia ya normalizada, el mismísimo infierno mexicano.

En la homilía de la misa ofrecida en el Estadio Venustiano Carranza, mencionó que en los ambientes de violencia, podredumbre e impunidad donde se desprecia la dignidad de los seres humanos,  la resignación es un instrumento que emerge para condenarnos al miedo a vivir: “una resignación que no sólo nos atemoriza, sino que nos atrinchera”. En el mismo sentido, asumió la responsabilidad moral de la Iglesia ante la cruda realidad mexicana, llamando a quienes tienen la misión eclesiástica, a no caer en la tentación de paralizarse ante la violencia, la corrupción, el narcotráfico, el desprecio por la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad, e incluso, a permanecer temerosos. A no conformarse, “con el ¿y qué le vamos a hacer?, la vida es así”, mientras más de 20 mil religiosos de todo el país realizaban en la antesala, el pase de lista del 1 al 43 el número de alumnos desaparecidos de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, uniéndose al conteo miles de voces contagiadas a los alrededores del inmueble que hicieron que se escuchara por todo el Acueducto hasta retumbar en la Catedral de Morelia, un impulso de la población que la visita de Francisco despierta en las almas sedientas de consuelo y enfermas de impunidad.

Levantó la voz ante un problema del que nadie quiere hablar: la precaria situación de la juventud mexicana. Planteó lo difícil que resulta para los jóvenes sentirse la riqueza de México “cuando impera la adversidad, cuando no hay oportunidades de trabajo digno, posibilidades de estudio, cuando no se sienten reconocidos los derechos que terminan impulsándolos a situaciones límites”, pidiéndoles que no permitan su desvalorización y su trato como mercancías, sobre todo ante el mercado laboral criminal: “es cierto, capaz que no tendrán el último carro en la puerta, no tendrán los bolsillos llenos de plata, pero tendrán algo que nadie nunca podrá sacarles que es la experiencia de sentirse amados, abrazados y acompañados”. 

Francisco fue discreto ante el imperdonable protocolo, herencia del gesto simbólico manejado por la milenaria habilidad diplomática de la iglesia. No confrontó la clase política mexicana ante su responsabilidad en los 150 mil muertos, 130 mil desaparecidos y más de 350 mil desplazados por el narcotráfico, lo que hubiera ayudado a pasos de gigante, a no permitir que la narcopolítica confirme su predominio sobre la sociedad. A pesar de ello, el Papa no tolero las risas ocultas de la cúpula política mexicana, cuando se refirió a sus relaciones con el crimen organizado y la corrupción, mientras ellos departían del festín organizado en Palacio Nacional. Tampoco se sorprendió del aparente clima de paz presentado ante los ojos de tan singular huésped. Comprobó por el contrario, el rompimiento de la dicotomía del gobernante y del criminal, por ello se negó a bendecir al sostén del Dantesco infierno mexicano, que ocupó las primeras filas y relegó a sus fieles a ver desde las calles al Papa Latinoamericano.

Por ello, y a razón de doble línea, la corrupción fue un tema reiterativo en su discurso: la tentación de la riqueza es adueñarse de bienes que han sido dados para todos “es tener el pan a base del sudor del otro o hasta de su propia vida…en una familia o en una sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos”, siendo enfático el remitente, en que la corrupción es absolutamente inadmisible.

Finalmente, a razón de conclusión, lo que dejó claro para los miles de mexicanos que vivimos su visita, fue su autoridad moral, potestad capaz de relevar el evidente vacío de liderazgo ético en México: un corrompido liderazgo incapaz de dialogar con la otredad, ya que como dijo Francisco “no se puede dialogar con el Diablo, porque siempre se pierde”.

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