Lo que dejó claro el
Papa para los miles de mexicanos que vivimos su visita fue su autoridad moral,
potestad capaz de relevar el evidente vacío de liderazgo ético en México: un
corrompido liderazgo incapaz de dialogar con la otredad, ya que como dijo
Francisco “no se puede dialogar con el Diablo, porque siempre se pierde”.
Abraham Trillo / Especial para Con Nuestra América
Desde Morelia,
Michoacán, México.
La misa del Papa Francisco en Michoacán. |
El 16 de febrero de
2016, será una fecha recordada para siempre en la memoria de todos los
morelianos. Fue el día en que el líder de la iglesia católica fue capaz de
sacar de su escondite involuntario, a miles de mexicanos ávidos del mensaje
indulgente que calmara sus miedos y frustraciones. Las calles de Morelia, más
allá de estar inundadas de gente, estaban colmadas de almas solidarias,
afectivas y entusiastas, que contagiaban la alegría de vivir el encuentro con
Francisco, disipando la sensación térmica de menos cinco grados con que
despertó la ciudad.
El diseño del viaje que
esbozó Francisco, fue muestra de su precisión y valor al tocar las vivas
heridas de un México agonizante y resignado a su presente.
Conocedor de la
violencia latinoamericana, sobre todo en los días de dictadura argentina donde
miró de cerca la muerte de miles, la desaparición de otros tantos y una iglesia
omisa ante el salvajismo militar, el padre Francisco quería pisar la región que
supera la ficción: el México hundido en su peor crisis de impunidad y terror,
el Michoacán lacerado por el narcotráfico y corrupción y la Morelia devastada
en su tejido social por una violencia ya normalizada, el mismísimo infierno
mexicano.
En la homilía de la
misa ofrecida en el Estadio Venustiano Carranza, mencionó que en los ambientes
de violencia, podredumbre e impunidad donde se desprecia la dignidad de los
seres humanos, la resignación es un
instrumento que emerge para condenarnos al miedo a vivir: “una resignación que
no sólo nos atemoriza, sino que nos atrinchera”. En el mismo sentido, asumió la
responsabilidad moral de la Iglesia ante la cruda realidad mexicana, llamando a
quienes tienen la misión eclesiástica, a no caer en la tentación de paralizarse
ante la violencia, la corrupción, el narcotráfico, el desprecio por la persona,
la indiferencia ante el sufrimiento y la precariedad, e incluso, a permanecer
temerosos. A no conformarse, “con el ¿y qué le vamos a hacer?, la vida es así”,
mientras más de 20 mil religiosos de todo el país realizaban en la antesala, el
pase de lista del 1 al 43 el número de alumnos desaparecidos de la Normal Rural
Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa, Guerrero, uniéndose al conteo miles de voces
contagiadas a los alrededores del inmueble que hicieron que se escuchara por
todo el Acueducto hasta retumbar en la Catedral de Morelia, un impulso de la
población que la visita de Francisco despierta en las almas sedientas de
consuelo y enfermas de impunidad.
Levantó la voz ante un
problema del que nadie quiere hablar: la precaria situación de la juventud
mexicana. Planteó lo difícil que resulta para los jóvenes sentirse la riqueza
de México “cuando impera la adversidad, cuando no hay oportunidades de trabajo
digno, posibilidades de estudio, cuando no se sienten reconocidos los derechos
que terminan impulsándolos a situaciones límites”, pidiéndoles que no permitan
su desvalorización y su trato como mercancías, sobre todo ante el mercado
laboral criminal: “es cierto, capaz que no tendrán el último carro en la
puerta, no tendrán los bolsillos llenos de plata, pero tendrán algo que nadie
nunca podrá sacarles que es la experiencia de sentirse amados, abrazados y
acompañados”.
Francisco fue discreto
ante el imperdonable protocolo, herencia del gesto simbólico manejado por la
milenaria habilidad diplomática de la iglesia. No confrontó la clase política
mexicana ante su responsabilidad en los 150 mil muertos, 130 mil desaparecidos
y más de 350 mil desplazados por el narcotráfico, lo que hubiera ayudado a
pasos de gigante, a no permitir que la narcopolítica confirme su predominio
sobre la sociedad. A pesar de ello, el Papa no tolero las risas ocultas de la
cúpula política mexicana, cuando se refirió a sus relaciones con el crimen
organizado y la corrupción, mientras ellos departían del festín organizado en
Palacio Nacional. Tampoco se sorprendió del aparente clima de paz presentado
ante los ojos de tan singular huésped. Comprobó por el contrario, el
rompimiento de la dicotomía del gobernante y del criminal, por ello se negó a
bendecir al sostén del Dantesco infierno mexicano, que ocupó las primeras filas
y relegó a sus fieles a ver desde las calles al Papa Latinoamericano.
Por ello, y a razón de
doble línea, la corrupción fue un tema reiterativo en su discurso: la tentación
de la riqueza es adueñarse de bienes que han sido dados para todos “es tener el
pan a base del sudor del otro o hasta de su propia vida…en una familia o en una
sociedad corrupta, ese es el pan que se le da de comer a los propios hijos”,
siendo enfático el remitente, en que la corrupción es absolutamente
inadmisible.
Finalmente, a razón de
conclusión, lo que dejó claro para los miles de mexicanos que vivimos su
visita, fue su autoridad moral, potestad capaz de relevar el evidente vacío de liderazgo
ético en México: un corrompido liderazgo incapaz de dialogar con la otredad, ya
que como dijo Francisco “no se puede dialogar con el Diablo, porque siempre se
pierde”.
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