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sábado, 27 de febrero de 2016

Guatemala: Maras y poderes ocultos

Las maras constituyen un problema social con aristas múltiples. Esto ya es sabido, existiendo una amplia bibliografía sobre el tema. Lo que se quiere resaltar ahora es la vinculación que existe entre ellas y poderes paralelos u ocultos nacidos en la guerra contrainsurgente de décadas pasadas, y que aún sobreviven, en muchos casos ocultos en estructuras del Estado, detentando considerables cuotas de poder económico y político.

Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Introducción

Las maras funcionan como familia sustituta de numerosos jóvenes que proceden de hogares disfuncionales. El motivo por el que un joven, o un niño –dado lo prematuro de las edades con que se hace el pasaje de incorporación– ingresa a una mara, denota una sumatoria de causas: hay un trasfondo de pobreza estructural e histórica sobre el que se articula una cultura de violencia dominante, impuesta ya como norma en la historia del país, fortalecida con un conflicto armado que alcanzó ribetes de crueldad indecibles y que sigue sirviendo como pedagogía del terror, a lo que se suman impunidad, debilidad o ausencia de políticas públicas por parte del Estado, diferencias económicas irritantes entre los sectores más favorecidos y la gran masa de pobres y excluidos, ruptura de los tejidos sociales producto de la guerra interna, de la masiva movilidad del campo hacia la ciudad y de la salida desesperada hacia el extranjero como vía de escape a la pobreza crónica con la repatriación forzada de muchas de esas personas en condiciones que agravan la ya precaria situación nacional.

Todo esto ya es sabido suficientemente. La academia lo ha venido estudiando desde hace un buen tiempo disponiéndose de mucho conocimiento al respecto, lo cual, lamentablemente, no se traduce en respuestas efectivas por parte del Estado con la implementación de políticas sostenibles y de largo alcance. Las maras, por tanto, siguen siendo criminalizadas y vistas como causa, no como consecuencia.

Dichas maras han venido cambiando su perfil en el tiempo, aumentando su agresividad, tornándose mucho más crueles que en los momentos de su aparición en la década de los 80 del siglo pasado. Ello responde a una transformación nada azarosa. Los llamados grupos de poderes paralelos enquistados en diversas estructuras que siguen operando con lógicas contrainsurgentes, aprovechan a estos jóvenes para sus operaciones delictivas. Pero más aún: en un proyecto semi-clandestino, desde ciertas cuotas de poder que esos grupos detentan, las maras constituyen un brazo operativo y funcional que sirve a sus intereses de proyección político-económica en tanto grupos de poder, disputándole terreno incluso a fuerzas sociales tradicionales.

En tal sentido, las maras operan en función de un mensaje de control social que estos poderes ocultos envían al colectivo. La violencia generalizada que campea sobre el país, fundamentalmente sobre determinadas zonas urbanas, tiene una lógica propia, pero al mismo tiempo responde a la implementación de planes trazados por determinados centros de poder donde las maras se han convertido en nuevo “demonio”, supuesta causa de todos los problemas.

Las maras están sobredimensionadas. Los medios masivos de comunicación han hecho de ellas un problema de seguridad nacional –no siéndolo, claro está– con lo que se alimenta un clima de zozobra donde esos poderes ocultos, semi-clandestinos, navegan perfectamente, aprovechándose de la situación. El miedo, el terror a las maras que se ha ido creando, es funcional a un proyecto de inmovilización social, de control contrainsurgente que guarda vínculos con lo vivido años atrás durante el conflicto armado interno en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional y combate al enemigo interno. Podría describirse la dinámica como: “de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Cero organización comunitaria, generalizada desconfianza del otro, clima de paranoia social”.

Contextualizando el problema

Las maras existen en Guatemala desde hace ya más de tres décadas. En ese lapso de tiempo fueron evolucionando grandemente, y las primeras experiencias de los años 80 del siglo pasado, cuando grupos de muchachos defendían a puño limpio sus territorios en las colonias populares, ya no tienen nada que ver con su perfil actual.

Hoy por hoy, estos grupos juveniles pasaron a ser un enemigo público de proporciones gigantes. Y justamente ahí viene la pregunta que motiva el presente texto: ¿son realmente las maras el problema a vencer en nuestra empobrecida sociedad post guerra, o hay ahí ocultas agendas mediático-políticas?

La insistente prédica de los medios masivos de comunicación ya desde hace años nos convenció que la violencia (identificada sin más con delincuencia) nos tiene de rodillas. De esa cuenta, sin análisis crítico de la cuestión, las maras se han venido presentando en forma creciente como uno de los grandes problemas nacionales. Por cierto, eso está sobredimensionado. Una simple lectura de los hechos indica que, en todo caso, el problema de fondo no son estos jóvenes en sí mismos sino las causas por las que se convierten en transgresores. De hecho, nadie sabe a ciencia cierta cuántos mareros hay. Llamativo, sin dudas. Las estimaciones van desde 3,000 hasta 200,000. Si de un problema de tal magnitud nacional se trata, ¿cómo sería posible que nadie tenga datos ciertos?

Efectivamente es cierto que, hoy por hoy, sus actos constituyen a veces demostraciones de la más espantosa crueldad y falta de solidaridad: matan, violan, descuartizan a sus víctimas, extorsionan. Ahora bien: ¿por qué se fue dando ese paso de grupo barrial juvenil a “demonio” temido, problema de seguridad nacional, con valor casi de nueva plaga bíblica?

¿Cómo es posible que un número no determinado, siempre impreciso de jóvenes marginalizados, subalimentados, con escasa o nula educación formal, provenientes de barriadas pobres, viviendo siempre en situaciones de aguda carencia, de precariedad extrema, pobremente equipados en términos comparativos con las fuerzas armadas regulares, sin ningún proyecto real de transformación político-social, tengan en vilo a toda una sociedad? ¿No es posible, si se trata de un problema de seguridad, que las fuerzas armadas oficiales den cuenta del fenómeno, que puedan controlar esa expresión de violencia desbordada? Cuesta creer que un grupo de jóvenes rebeldes constituya un problema tan serio.

Ello fue lo que motivó poner en marcha las preguntas que aquí compartimos, y que sin dudas podrían generar una investigación mucho más exhaustiva, realizada con el rigor de un estudio de ciencias sociales metodológicamente encarado.

Pero hay una intuición que complejiza las cosas: Guatemala aún está intentado salir –sin saberse con exactitud cuánto tiempo durará eso– de un clima post bélico que pareciera tender a perpetuarse. En concreto, hace ya cerca de dos décadas que se firmó formalmente la paz entre los grupos militarmente enfrentados: el movimiento revolucionario armado y el ejército nacional. Sin embargo el clima de militarización y de guerra continúa. Las maras se inscriben en esa lógica.

Ahora bien: distintos indicios (por ejemplo, esa transformación que han ido teniendo en el tiempo, su papel hiperdimensionado en los medios de comunicación como nuevo demonio –lo que ayer era el guerrillero, el “delincuente subversivo”, hoy lo es el marero: la afrenta a la sociedad pacífica–, ciertas coincidencias llamativas en la esfera política) llevan a pensar que hay algo más que un grupo de jóvenes transgresores.

Las maras, si bien tienen una lógica de funcionamiento propia, no son precisamente autónomas. Responden a patrones que van más allá de sus integrantes, jóvenes cada vez más jóvenes, con dudosa capacidad gerencial y estratégico-militar como para mantener en vilo a todo un país. ¿Están manejadas por otros actores? ¿Quién se beneficia de estos circuitos delincuenciales tan violentos? ¿Cuántos mareros existen en el país? Si tanto dinero manejan ¿por qué los mareros continúan viviendo en la marginalidad y la pobreza?

Viendo que todos esos datos faltan, la intuición llevó a pensar que allí debía haber algo más que “jóvenes en conflicto con la ley penal”. Las piezas del rompecabezas están sueltas, y una investigación rigurosa nos permitiría unirlas. Pero allí surgen los problemas.

El tema en cuestión es delicado, álgido, particularmente espinoso. Al estudiar las maras se rozan poderes que funcionan en la clandestinidad, que se sabe que existen pero no dan la cara, que siguen moviéndose con la lógica de la contrainsurgencia que dominó al país por décadas durante la guerra interna. Y esos poderes, de un modo siempre difícil de demostrar, se ligan con las maras. En otros términos: las maras terminan siendo brazo operativo de mecanismos semi-clandestinos que se ocultan en los pliegues de la estructura de Estado, que gozan de impunidad, que detentan considerables cuotas de poder, y que por nada del mundo quieren ser sacados a la luz pública. De ahí la peligrosidad de intentar develar esas relaciones.

A ello se suma, como otra dificultad para llevar adelante una investigación rigurosa, la complejidad de poder investigar pertinentemente el objeto en cuestión. Visto que se trata de relaciones bastante, o muy, ocultas, poder develarlas no es nada sencillo. Nadie quiere/puede prestarse a dar mayor información. La información está allí, pero quien la detenta realmente no la va a dar. O, al menos, no la dará sino bajo circunstancias muy particulares. De ahí que el trabajo al respecto tiene algo de detectivesco, de orfebre rehaciendo una pieza quebrada. En este caso, el investigador se debería dedicar a recoger indicios para intentar unirlos, haciendo cruces entre ellos para sacar conclusiones bastante sustentadas.

Obtener información válida en un campo donde se sabe poco, hay poco o nada investigado y donde casi nadie está dispuesto a hablar, se torna un enorme problema metodológico. Un obstáculo más que se sumaría en la posible investigación está dado por la fiabilidad de los datos que podrían recogerse y por la posibilidad de demostrar fehacientemente, con pruebas contundentes en las manos, las hipótesis en juego. Sabido es que en ciencias sociales los esquemas epistemológicos son distintos a los de las ciencias exactas, las llamadas “ciencias duras”. Si más arriba se pudo hablar de “intuición” en un marco académico, es porque las ciencias sociales lo posibilitan. O más aún: lo requieren. De todos modos, eso siempre constituye un problema a vencer: cómo demostrar que las conclusiones obtenidas son válidas.

Un posible mapa conceptual sobre el asunto

¿Quién se beneficia de las maras?

Desde hace ya unos años, y en forma siempre creciente, el fenómeno de las pandillas juveniles violentas ha pasado a ser un tema de relevancia nacional.

Se trata de un fenómeno urbano, pero que tiene raíces en la exclusión social del campo, en la huida desesperada de grandes masas rurales de la pobreza crónica de aquellas áreas, que se articula a su vez con la violencia de la guerra interna que asoló al país años atrás y que dio como consecuencia: 1) una cultura de violencia e impunidad que se extendió por toda la sociedad y aún persiste, ya vuelta “normal”, y 2) la salida del país de innumerable cantidad de población que, tanto por la guerra interna como por la situación de pobreza crónica, marchó a Estados Unidos, de donde muchos jóvenes regresaron deportados portando los valores de una nueva cultura pandilleril, desconocida años atrás en Guatemala.

Según el manipulado e insistente bombardeo mediático, son estos grupos las principal causa de inestabilidad y angustia de nuestra sociedad post conflicto, ya de por sí fragmentada, sufrida, siempre en crisis. De esa cuenta, es frecuente escuchar la machacona prédica que “las maras tienen de rodilla a la ciudadanía”.

El problema, por cierto, es muy complejo; categorizaciones esquemáticas no sirven para abordarlo, por ser incompletas, parciales y simplificantes. Entender, y eventualmente actuar, en relación a fenómenos como éste, implica relacionar un sinnúmero de elementos y verlos en su articulación y dinámica globales. Comprender a cabalidad de qué se habla cuando nos referimos a las maras no puede desconocer que se trata de algo que surge donde se conjugan muchas causas interactuantes: son los países más pobres del continente, con estructuras económico-sociales de un capitalismo periférico que resiste a modernizarse, viniendo todos ellos de terribles procesos de guerras civiles cruentas en estas últimas décadas, con pérdidas inconmensurables tanto en vidas humanas como en infraestructura, las cuales hipotecan su futuro. A lo cual se suman, como elementos que retroalimentan lo anterior: la enorme desigualdad económico-social de sus poblaciones, la debilidad del Estado, la destrucción del tejido social a causa de los conflictos y la emigración-deportación, más la herencia y la cultura de la impunidad dominantes. La pobreza, en tal sentido, es un telón de fondo que posibilita toda esa sumatoria de procesos, pero debe quedar claro que no es ni la única ni la principal causa del surgimiento de las pandillas, pues si no se la estaría criminalizando peligrosamente.

O, en todo caso, surgen en los sectores más empobrecidos (inmigrantes latinos, poblaciones afrodescendientes) de una gran economía como es Estados Unidos, lugar desde donde la cultura pandilleril se difunde hacia los países más carenciados del continente, en buena medida por las deportaciones que realiza el gobierno federal de aquella nación.

Las maras en Guatemala, de esa forma, son una expresión patéticamente violenta de una sociedad ya de por sí producto de una larga historia de violencia, hija de una cultura de la impunidad de siglos de arrastre, de un país donde el Estado no es un verdadero regulador de la vida social y donde el desprecio por la vida no es infrecuente.

Empiezan a surgir para la década de los 80 del siglo pasado, aún con la guerra interna en curso. En un primer momento fueron grupos de jóvenes de sectores urbanos pobres, en muchos casos deportados desde Estados Unidos, que se unían ante su estructural desprotección. Hoy, ya varias décadas después, son mucho más que grupos juveniles: son, según lo que podría parodiarse del discurso mediático que invade todo el espacio: “la representación misma del mal, el nuevo demonio violento que asola el orden social, los responsables del malestar en toda la región”…, al menos según las versiones oficiales, incorporadas ya como imaginario colectivo en la ciudadanía de a pie, repetido hasta el hartazgo por los medios masivos de comunicación.

El análisis objetivo de la situación permite comprobar que se ha venido operando una profunda transformación en la composición y el papel social jugado por las maras. De grupos de defensa territorial, más cercanos a “salvaguardar el honor” de su barrio, han ido evolucionando a brazo indispensable del crimen organizado. En estos momentos, existen sobrados argumentos que demuestran que ya no son sólo grupos juveniles delincuenciales que entran en conflicto con la ley penal en función de satisfacer algunas de sus necesidades (drogas, alcohol, recreación, teléfonos celulares de moda, vestuario, etc.). Por el contrario, terminan funcionando como apéndice de poderes paralelos que los utilizan con fines políticos. En definitiva: control social.

Los mareros, cada vez más, deciden menos sobre sus planes, y en forma creciente se limitan a cumplir órdenes que “llegan de arriba”. El sicariato, cada vez más extendido, está pasando a ser una de sus principales actividades. Valga al respecto la declaración de un joven vinculado a una pandilla*: “Decían en Pavón estos días los chavos mareros, ahora detenidos, que están contentos porque el año que viene, año electoral, van a tener mucho trabajo. Eso quiere decir que se los va a usar para crear zozobra, para infundir miedo. Y por supuesto, hay estructuras ahí atrás que son las que dan las órdenes y les dicen a la mara qué hacer”.

No cabe ninguna duda que las maras son violentas; negarlo sería absurdo. Más aún: son llamativamente violentas, a veces con grados de sadismo que sorprende. No hay que perder de vista que la juventud es un momento difícil en la vida de todos los seres humanos, nunca falto de problemas. El paso de la niñez a la adultez, en ninguna cultura y en ningún momento histórico, es tarea fácil. Pero en sí mismo, ese momento al que llamamos adolescencia no se liga por fuerza a la violencia. ¿Por qué habría de ligarse? La violencia es una posibilidad de la especie humana en cualquier cultura, en cualquier posición social, en cualquier edad. No es, en absoluto, patrimonio de los jóvenes. Quienes deciden la guerra, la expresión máxima de la violencia (y se aprovechan de ella, por cierto), no son jóvenes precisamente. Eso nunca hay que olvidarlo.

De todos modos, algo ha ido sucediendo en los imaginarios colectivos en estos últimos años, puesto que hoy, al menos en la noción popularmente extendida que ronda en nuestro país, ser joven –según el discurso oficial dominante– es muy fácilmente sinónimo de ser violento. Y ser joven de barriadas pobres es ya un estigma que condena: según el difundido prejuicio que circula, provenir de allí es ya equivalente de violencia. La pobreza, en vez de abordarse como problema que toca a todos, como verdadera calamidad nacional que debería enfrentarse, se criminaliza. Si algo falta hoy en los planes de gobierno, son abordajes preventivos.

A esta visión apocalíptica de la pobreza como potencialmente sospechosa se une una violencia real por parte de las maras que no puede desconocerse, a veces con niveles increíbles de crueldad, por lo que la combinación de ambos elementos da un resultado fatal. De esa forma la mara pasó a estar profundamente satanizada: la mara devino así, al menos en la relación que se fue estableciendo, una de las causas principales del malestar social actual. La mara –¡y no la pobreza ni la impunidad crónica!– aparece como el “gran problema nacional” a resolver.

Se presentifican ahí agendas calculadas, distractores sociales, cortinas de humo: ¿pueden ser las pandillas juveniles violentas –que, a no dudarlo, son violentas, eso está fuera de discusión– el gran problema a resolver en un país con altos niveles de desigualdad y en post guerra, en vez de enormes cantidades de poblaciones por debajo de la línea de pobreza? (más de la mitad de la población guatemalteca: 50.9%, se encuentra por debajo de la línea de pobreza que establece Naciones Unidas, es decir: vive con un ingreso de dos (2) dólares diarios). ¿Pueden ser estos grupos juveniles violentos la causa de la impunidad reinante (“los derechos humanos defienden a los delincuentes”, suele escucharse), o son ellos, en todo caso, su consecuencia? El problema es infinitamente complejo, y respuestas simples y maniqueas (“buenos” versus “malos”) no ayudan a resolverlo.

Si fue posible desarticular movimientos revolucionarios armados apelando a guerras contrainsurgentes que no temieron arrasar poblados enteros, torturar, violar y masacrar para obtener una victoria en el plano militar, ¿es posible que realmente no se puedan desarticular estas maras desde el punto de vista estrictamente policíaco-militar? ¿O acaso conviene que haya maras? Pero, cui bono?, ¿a quién podría convenirle?

Consecuencia y no causa

En la génesis de cualquier pandilla se encuentra una sumatoria de elementos: necesidad de pertenencia a un grupo de sostén que otorgue identidad, la dificultad en su acceso a los códigos del mundo adulto; en el caso de los grupos pobres de esas populosas barriadas de donde provienen, se suma la falta de proyecto vital a largo plazo. Por supuesto, por razones bastante obvias, esta falta de proyecto de largo aliento es más fácil encontrarlo en los sectores pobres que en los acomodados: jóvenes que no hallan su inserción en el mundo adulto, que no ven perspectivas, que se sienten sin posibilidades para el día de mañana, que a duras penas sobreviven el hoy, jóvenes que desde temprana edad viven un proceso de maduración forzada, trabajando en lo que puedan en la mayoría de los casos, sin mayores estímulos ni expectativas de mejoramiento a futuro, pueden entrar muy fácilmente en la lógica de la violencia pandilleril, que supuestamente otorga bondades, “dinero fácil”, reconocimiento social. “Bondades”, por supuesto, que encierran una carga mortal. Una vez establecidos en ese ámbito, por una sumatoria de motivos, se va tornando cada vez más difícil salir.

Lo que suele suceder con estos grupos es que, en vez de ser abordados en la lógica de poblaciones en situación de riesgo, son criminalizados. Tan grande es esa criminalización, que eso puede llevar a pensar que allí se juega algo más que un discurso adultocéntrico represivo y moralista sobre jóvenes en conflicto con la ley penal. ¿Por qué las maras son el nuevo demonio? Porque, definitivamente, no lo son. Al respecto, valgan las palabras de un inspector de la Policía Nacional Civil con el que se habló del tema: “A veces no es la mara la que comete los hechos delictivos, pero se le echa la culpa. Conviene tenerla como lo más temible, porque con eso se tiene atemorizada a la población. Y mucha gente realmente queda aterrorizada con todo lo que se dice y se cuenta de las maras. No todos los delitos que se cometen los hacen las maras. Hay muchos delincuentes que actúan por su cuenta, pero los medios se encargan de echarle siempre la responsabilidad a las maras (…) Hay una gran gama de delincuentes: robacarros, asaltabuses, narcotraficantes, robafurgones, personas individuales que delinquen y roban en un semáforo, y también maras. Hay de todo, no sólo mareros”.

¿Hay algo más tras esa continua prédica? Cuando un fenómeno determinado pasa a tener un valor cultural (mediático en este caso) desproporcionado con lo que representa en la realidad, por tan “llamativo”, justamente, puede estar indicando algo. ¿Es creíble acaso que grupos de jóvenes con relativamente escaso armamento (comparado con lo que dispone el Estado) y sin un proyecto político alternativo (porque definitivamente no lo tienen, no intentan subvertir ningún orden social) se constituyan en un problema de seguridad nacional en varios países al mismo tiempo, que puedan movilizar incluso los planes geoestratégicos de potencias militares extra-regionales? De hecho Estados Unidos en innumerables ocasiones se refirió a las maras como un problema de seguridad que afecta la gobernabilidad y la estabilidad democrática de la región y preocupa a su gobierno central en Washington. ¿Qué lógica hay allí?

Un ex pandillero con el que trabamos contacto decía al respecto: “Las pandillas funcionan como un distractor dentro del sistema: mientras pasa cualquier cosa a nivel político, se utiliza la mara como chivo expiatorio, y los titulares de la prensa o de la televisión no deja de remarcarlas como el gran problema”.

Todo lo anterior plantea las siguientes reflexiones:

·       Las maras no son una alternativa/afrenta/contrapropuesta a los poderes constituidos, al Estado, a las fuerzas conservadoras de las sociedades. No son subversivas, no subvierten nada, no proponen ningún cambio de nada. Quizá no sean funcionales en forma directa a la iniciativa privada, a los grandes grupos de poder económico, pero sí son funcionales para ciertos poderes (poderes ocultos, paralelos, grupos de poder que se mueven en las sombras) que –así lo indica la experiencia– las utilizan. En definitiva, son funcionales para el mantenimiento sistémico como un todo, por lo que esos grandes poderes económicos, si bien no se benefician en modo directo, terminan aprovechando la misión final que cumplen las maras, que no es otro que el mantenimiento del statu quo. Pero esto hay que matizarlo: no son los poderes tradicionales quienes las utilizan (la cúpula económica tradicional, la aristocracia histórica ligada a la agroexportación, los grandes detentadores de las fortunas más abultadas) sino los nuevos poderes ligados a estructuras estatales y que continúan subrepticiamente con el Estado contrainsurgente creado durante el conflicto armado interno, en general vinculados a negocios fuera de la ley (contrabando, trata de personas, narcoactividad, crimen organizado). Es decir, aquello que son llamados “poderes paralelos u ocultos”.

·       Las maras no son delincuencia común. Es decir: aunque delinquen igual que cualquier delincuente violando las normativas legales existentes, todo indica que responderían a patrones calculadamente trazados que van más allá de las maras mismas. No sólo delinquen sino que, esto es lo fundamental, constituyen un mensaje para las poblaciones. Esto lleva a pensar que hay planes derivados de las perversiones o “patologías sociales” a las que da lugar la contrainsurgencia y los poderes paralelos cuando se quiere seguir utilizando los mecanismos ilegales e impunes que le son propios en el marco de gobiernos democráticos.

·       Si bien son un flagelo –porque, sin dudas, lo son–, no afectan la funcionalidad general del sistema económico-social. En todo caso, son un flagelo para los sectores más pobres de la sociedad, donde se mueven como su espacio natural: barriadas pobres de las grandes urbes. Es decir: golpean en los sectores que potencialmente más podrían alguna vez levantar protestas contra la estructura general de la sociedad. Sin presentarse así, por supuesto, cumplen un papel político. El mensaje, por tanto, sería una advertencia, un llamado a “estarse quieto”.

·       No sólo desarrollan actividades delictivas sino que, básicamente, se constituyen como mecanismos de terror que sirven para mantener desorganizadas, silenciadas y en perpetuo estado de zozobra a las grandes mayorías populares urbanas. En ese sentido, funcionan como un virtual “ejército de ocupación”. Un abogado entrevistado, que defiende mareros, afirmaba: “La mara sirve a los poderes en tanto sistema, porque no cuestionan nada de fondo sino que ayudan a mantenerlo. Por ejemplo: ayudan a desmotivar organización sindical. O a veces se infiltran en las manifestaciones para provocar, todo lo cual beneficia, en definitiva, al mantenimiento del sistema en su conjunto”. Y una investigadora del tema afirmó: “En muchas colonias populares ya no se ve gente por la calle, porque es más seguro estar encerrado en la casa. Ya no hay convivencia social: hay puro temor. (…) Todo indicaría que esto está bien pensado, que no es tan causal. La mara nunca es solidaria con la población del barrio. Al contrario: la perjudica en todo, cobrando extorsión, y hasta obstaculizándola en su locomoción”.

·       Disponen de organización y logística (armamento) que resulta un tanto llamativa para jovencitos de corta edad; las estructuras jerárquicas con que se mueven tienen una estudiada lógica de corte militar-empresarial, todo lo cual lleva a pensar que habría grupos interesados en ese grado de operatividad. Es altamente llamativo que jovencitos semi-analfabetas, sin ideología de transformación de nada, movidos por un superficial e inmediatista hedonismo simplista, dispongan de todo ese saber gerencial y ese poder de movilización. Al respecto relató uno de los entrevistados, un ex pandillero: “En este momento ya casi no están lideradas por jóvenes. No son jóvenes los que dan las órdenes. En otros tiempos se hacían reuniones con chavos de todas las colonias donde se tomaban decisiones, y eran todos menores de 30 años. Hoy ya no es así. Ya no se hacen esas reuniones, que eran como asambleas, y hay viejos liderando. Ahora las órdenes son anónimas. Hay números de teléfono y correos electrónicos que dan las órdenes a jefes de clica, pero no se sabe bien de quién son. Te llega un correo, por ejemplo, con una orden, una foto y un pago adelantado de Q. 10,000, y ya está. Así se maneja hoy. (…) A veces el mismo guardia de la prisión llega con el marero y le da un teléfono, todo bajo de agua, diciéndole que en 5 minutos lo van a llamar. Tal vez el mismo guardia ni sabe quién va a llamar, ni para qué. Eso denota que ahí hay una estructura muy bien organizada: no va a llegar un guardia del aire y te va a dar un teléfono al que luego te llaman, y una voz que no conocés te da una indicación y te dice que hay Q. 15,000 para eso. Ahí hay algo grueso, por supuesto”. Por lo visto, puede apreciarse que no son sólo jóvenes, cada vez más jóvenes, los que la organizan con ese tan alto grado de eficiencia. Una abogada defensora de pandillas entrevistada expresó: “Antes no tenían esa disciplina, ese grado de organización. Ahora sí, lo que lleva a deducir que algunos factores externos están influyendo ahí. Esa organización sin dudas está diseñada. Constituyen una estructura de poder, y hay gente preparada que la dirige”.

A lo anterior se suma como una problemática de orden nacional el hecho de haber ido desapareciendo, o reduciéndose sustancialmente, de la agenda gubernamental programas de corte preventivo como eran, por ejemplo, “Escuelas Abiertas” y el Servicio Cívico. Sin ningún lugar a dudas, las pandillas juveniles deben ser enfocadas como un problema social de múltiples aristas, y en vez de abordárselas desde un carácter represivo, debería abrirse una mirada más integradora y preventiva sobre el asunto. Intentar iluminar la relación que existe entre ellas y los poderes ocultos (crimen organizado, narcoactividad, mafias varias que se sirven de ellas) puede ayudar a definir políticas públicas sobre la juventud, y en particular sobre la juventud en situación de alto riesgo, que contribuyan a darle una respuesta positiva y consistente al problema. E igualmente, puede contribuir a golpear sobre la cultura de corrupción e impunidad que siguen campeando.

No quedan dudas que la sociedad guatemalteca en su conjunto se ve hoy envuelta en una cultura de corrupción e impunidad sin parangón. Si ello es histórico hundiendo sus raíces en la Colonia de siglos atrás, la situación actual presenta un grado de descomposición social notorio: las leyes son absolutamente eludidas como cosa común, el sistema de justicia se ve rebasado y los órganos de seguridad no aportan la más mínima sensación de tranquilidad y orden social. Para muestra, véase lo que sucede con el gremio de abogados. Decían algunos jóvenes entrevistados: “También hay vínculos con abogados bien conectados que ayudan a la mara, que les facilita las cosas. En realidad, no es una ayuda sino que son servicios, porque todo eso se paga. Y se paga muy bien. Hay licenciados que hacen mucho pisto con eso. (…) Cuando uno está metido, por supuesto que tiene buenos contactos que lo van a defender, que lo van a sacar de clavos. Pero eso cuesta. Digamos no menos de 20,000. No hablamos con el juez, sino con abogados que nos arreglan las cosas”. La corrupción e impunidad dominan el panorama. La mara no es sino una expresión –sangrienta y exagerada– de eso.

La mara como “fuerza política de choque”

En varias ocasiones distintos investigadores y/o académicos han intuido que hay algo más que un mero grupo juvenil delincuencial en todo esto. Como ejemplo, véase lo dicho ya años atrás en la obra “Guatemala: nunca más”. Informe REMHI, en su Tomo II (“Los mecanismos del horror”), Sub-tema: La infiltración.

“El engaño de la muerte
El caso de los Estudiantes del 89

En el mes de agosto de 1989 varios dirigentes estudiantiles de la AEU fueron secuestrados y desaparecidos o asesinados en la ciudad de Guatemala. Los intentos de reorganizar el movimiento estudiantil, que estaba prácticamente desarticulado, se vieron así nuevamente golpeados por la acción contrainsurgente. Las sospechas iniciales de infiltración por parte de la inteligencia militar (EMP) se vieron posteriormente confirmadas por varios testimonios. (…) Se invitó a un grupo de estudiantes que se habían contactado para viajar a México, a un Encuentro de Estudiantes que se organizaba en Puebla. Contactaron a Willy Ligorría, que era presidente de la Asociación de Estudiantes de Derecho (…). Ligorría fue posteriormente investigado por un estudiante quien informó sobre sus fuertes vínculos con una 'mara' de la zona 18, cuyos miembros andaban armados; siempre se sospechó que estas maras habían sido formadas por el ejército”.[1]

O también lo expresado por un investigador de la Universidad de Berkeley, Anthony W. Fontes, que dedicó dos años al estudio del tema y publicó luego, además de su tesis de doctorado, un breve material que sintetiza su trabajo sobre esta faceta no muy dicha en relación a las maras, traducido al español y publicado en versión digital, Asesinando por control: la evolución de la extorsión de las pandillas, contenido en el libro “Sembrando utopía” (2013), divulgado en versión digital:

“La autoridad que acumulan a través de su poder para matar o dejar vivir está desprovista de cualquier tipo de plataforma política, más allá de la acumulación de riqueza, haciendo de las pandillas unas entidades completamente neoliberales. Las pandillas extorsionistas son la máxima expresión de este dominio, donde la Mara Salvatrucha y la Mara 18 han construido un modelo de negocios exitoso, fuera de su poder sobre la vida y la muerte. Sin embargo, el control brutal de su espacio urbano y la riqueza que se deriva de este control, no sería posible sin la colusión del gobierno guatemalteco, instituciones bancarias y otras facetas estatales y de la sociedad civil. (…) A pesar del hecho que las pandillas tienden a emplear violencia –disimulada o abiertamente– para convencer a sus clientes de realizar los pagos, las comparaciones entre las prácticas de extorsión enormemente exitosas que utilizan y la floreciente industria de seguridad privada en Guatemala da algunas visiones muy perturbadoras, pero quizá útiles. Mientras que las pandillas y otras organizaciones criminales involucradas en la extorsión obtienen beneficios considerables, esto no es nada comparado a aquellos cosechados por la seguridad privada”.[2]

A lo que podría sumarse la visión de un especialista en el tema, Rodolfo Kepfer, quien trabajó como médico por años con estos jóvenes en situación de privación de libertad: La mara no es autónoma; hay poderes detrás de la mara. Dentro de ellas hay un complejo sistema de mandos, de subordinaciones y jerarquías. Eso se ve en su vida diaria, cuando actúan en las calles, pero más aún se ve en las prisiones. Hay un sistema de jerarquías bien establecido. Lo que voy a decir no lo puedo afirmar categóricamente con pruebas en la mano, pero después de trabajar varios años con ellos todo lleva a pensar que hay lógicas que las mueven que no se agotan en las maras mismas. Por ejemplo, hay períodos en que caen presos sólo miembros de una mara y no de otra, o que una mara en un momento determinado se dedica sólo a un tipo de delitos mientras que otra mara se especializa en otros. Todo eso hace pensar en qué lógicas hay ahí detrás, que hay planes maestros, que hay gente que piensa cómo hacer las cosas, hacia dónde deben dirigirse las acciones, cómo y cuándo hacerlas. Y todo ese “plan maestro”, permítasenos llamarlo así, no está elaborado por los muchachitos que integran las maras, estos en algunos casos niños, que son los operativos, los sicarios que van a matar (hay niños de 10 años que ya han matado)”.[3]

Definitivamente, debe irse más allá de la idea criminalizadora que ve en las maras solamente una expresión de violencia casi satánica para conocer qué otros hilos se mueven ahí, conocer qué vasos comunicantes las unen con poderes paralelos.

Dado que insistentemente venimos hablando de estos poderes paralelos u ocultos, es necesario puntualizar exactamente qué entender por ellos. Al respecto se citarán dos conceptualizaciones de investigaciones que han ahondado en el tema, 1) de la organización de origen estadounidense WOLA, y 2) de la Fundación Myrna Mack.

“La expresión poderes ocultos hace referencia a una red informal y amorfa de individuos poderosos de Guatemala que se sirven de sus posiciones y contactos en los sectores público y privado para enriquecerse a través de actividades ilegales y protegerse ante la persecución de los delitos que cometen. Esto representa una situación no ortodoxa en la que las autoridades legales del estado tienen todavía formalmente el poder pero, de hecho, son los miembros de la red informal quienes controlan el poder real en el país. Aunque su poder esté oculto, la influencia de la red es suficiente como para maniatar a los que amenazan sus intereses, incluidos los agentes del Estado”[4].

O igualmente: “Fuerzas ilegales que han existido por décadas enteras y siempre, a veces más a veces menos, han ejercido el poder real en forma paralela, a la sombra del poder formal del Estado”[5].

La composición político-social de Guatemala es compleja. El Estado nunca representó a las grandes mayorías. Sin llegar a decir que es un Estado fallido (concepto discutible, que puede tener un valor descriptivo pero que debe ser manejado con extremo cuidado por sus connotaciones ideológicas), es evidente que sus funciones como regulador de la vida social de toda la población que habita el territorio guatemalteco está muy lejos de ser una realidad.

Históricamente no ha funcionado para solventar la calidad de vida de todos sus ciudadanos; por el contrario, siempre de espaldas al interior indígena, centrado en la agroexportación y en distintos negocios para una minoría capitalina, su perfil dominante ha estado dado por la corrupción y la inoperancia, por la precariedad o inexistencia de servicios básicos. De todos modos, cuando tuvo que reaccionar para salvaguardar a la clase dominante ante el embate que representaba un movimiento revolucionario armado y un proceso de movilización política y social que amenazaba con cuestionar la estructura de base durante las décadas del 70 y del 80 del pasado siglo, funcionó. Y funcionó muy bien, al menos desde la lógica de la clase dirigente. La “amenaza comunista” fue destruida.

Fue ahí que, en el marco de la Guerra Fría que marcaba al mundo y de la Doctrina de Seguridad Nacional que trazaba el rumbo de los países latinoamericanos fijado por Washington, el Estado guatemalteco se tornó absolutamente represivo y contrainsurgente. Los militares se hicieron cargo de su conducción política, mostrando una cara anticomunista que signó la historia del país por varias décadas. Las clases dominantes, la gran cúpula económica a quien ese Estado deficiente siempre había favorecido, dejaron hacer. De esa cuenta, los militares fueron constituyéndose en un nuevo poder con cierto valor autónomo. Ciertos negocios ilegales aparecieron rápidamente en escena.

Durante los años más álgidos del conflicto armado interno a inicios de los 80 del siglo pasado, y posteriormente luego de firmada la Paz Firme y Duradera en 1996, quienes condujeron ese Estado contrainsurgente pasaron a constituirse en un nuevo poder económico y político que comenzó a disputarle ciertos espacios a la aristocracia tradicional. La historia de estas últimas tres décadas es la historia de esa pugna. En este período de tiempo, desde el retorno formal de la democracia en 1986, el Estado ha sido ocupado por diversas administraciones, ligadas a la gran cúpula empresarial en algún caso o a los nuevos sectores emergentes en otros.

De todos modos, esos poderes “paralelos” u “ocultos” que se fueron enquistando en la estructura estatal, no han desaparecido, ni parece que fueran a hacerlo en el corto plazo. Se mueven con una lógica castrense aprendida en los oscuros años de la guerra antisubversiva y dominan a la perfección los ámbitos y métodos de la inteligencia militar. Su espacio natural es la secretividad, la táctica del espionaje, la guerra psicológica y de baja intensidad (guerra asimétrica, como le llaman los estrategas, guerra desde las sombras, guerra clandestina).

Todo eso puesto al servicio de proyectos económicos de manejo de negocios reñidos con la ley, lo cual los fue constituyendo en una suerte de “mafia”, de grupo encubierto que nunca pasó a la clandestinidad formalmente dicha, pero que se maneja con esos criterios. Está claro que si hay una lógica militar en juego, ello no significa que se trata de militares en activo, de un proyecto institucional del ejército. En todo caso, los actores implicados han guardado o guardan vínculos diversos con la institución armada, pero no la representan oficialmente.

En ese ámbito es que aparecen lazos con las maras. Las pandillas juveniles, violentas, transgresoras, con una simple aspiración de pura sobrevivencia mientras se pueda, y centradas en un hedonismo bastante simplista (superar los 21 años es ya “ser viejo” en su subcultura) pueden servir perfectamente como brazo operativo para un proyecto con bastante carga de secreto, contrainsurgente, de algún modo: paralelo. Paralelo, entiéndase bien esto, al Estado formal y a los grandes poderes económicos tradicionales. Valga esta reflexión surgida de una entrevista, dicho por una persona que investiga el tema: “Alguien que se beneficia especialmente con la presencia de las maras son las agencias de seguridad. No se dan unas sin las otras. Es decir que se necesita un clima de violencia para que el negocio de las policías privadas funcione”.

Si bien en estos momentos, con la información de que se dispone es bastante (o muy) difícil presentar una prueba contundente a nivel jurídico, efectivamente puede ir deduciéndose que sí existen nexos de las maras con estos poderes paralelos. Por ejemplo, por lo dicho por un investigador y director de un proyecto de reinserción social de mareros: Por supuesto que hay vínculos con poderes ocultos. Alguna vez, cuando habíamos logrado sacar una buena cantidad de muchachos de las maras, se acercó a mí alguien bien vestido, no como pandillero, y me dijo: “tenga cuidado; Licenciado, me está sacando mis muchachos”.

En un futuro debería profundizarse ese estudio para conocer más en detalle esos nexos, dando algunas pistas para ver por dónde se podría caminar para remediar la situación actual.

A modo de conclusión

En una lectura global del fenómeno, si bien es cierto que las maras constituyen un problema de seguridad ciudadana, puede constatarse que no existe una preocupación en tanto proyecto de nación de las clases dirigentes de abordar ese pretendido asunto de “ingobernabilidad” que producirían estos grupos juveniles. Se les persigue penalmente, pero al mismo tiempo el sistema en su conjunto se aprovecha el fenómeno: 1) como mano de obra siempre disponible para ciertos trabajos ligados a la arista más “mafiosa” de la práctica política (sicariato, por ejemplo; generación de zozobra social, desarticulación de organización sindical), y 2) como “demonio” con el que mantener aterrorizada a la población a través de un bombardeo mediático constante, evitando así la organización y posible movilización en pro de mejoras de sus condiciones de vida de las grandes mayorías.

Si bien es cierto que las maras son un grupo desestabilizador en alguna manera, por cuanto rompen el orden social y la tranquilidad pública de la ciudadanía de a pie, no “duelen” al sistema en su conjunto como ocurrió décadas atrás con propuestas de transformación, y no sólo de desestabilización, tal como pueden haber sido los grupos políticos revolucionarios, en muchos casos alzados en armas, que confrontaron con el Estado y con el sistema en su conjunto. Y tampoco conllevan la carga de resistencia al sistema económico imperante como lo pueden ser los actuales movimientos sociales que reivindican derechos puntuales, por ejemplo: luchas de los pueblos originarios, movilización contra las industrias exctractivas (minería a cielo abierto, hidroeléctricas, monoproducción de agrocarburantes), organizaciones populares de base que propugnan reforma agraria. Todas esas expresiones no son toleradas por el sistema dominante, de ahí su represión. Las maras, por el contrario, si bien son perseguidas judicialmente en tanto delincuentes, no dejan de ser aprovechadas por una lógica de mantenimiento sistémico, haciéndolas funcionar como mecanismo de continuidad del todo a través de sutiles (y muy perversas) agendas de manipulación social.

La delincuencia acrecentada a niveles intolerables que torna la vida cotidiana casi un infierno, que condena –en el área urbana– a ir de la casa al puesto de trabajo y viceversa sin detenerse ni convivir en el espacio público (la calle se volvió terriblemente peligrosa), pareciera un mecanismo ampliamente difundido por toda Latinoamérica y no sólo exclusivo de las maras en Guatemala, o en la región centroamericana. Todo el tema de la mara se ha inflado mucho por los medios de comunicación; ellos tienen mucho que ver en este asunto, porque lo sobredimensionan. En realidad, la situación no es tan absolutamente caótica como se dice. Se puede caminar por la calle, pero el mensaje es que si caminás, fijo te asaltan. Por tanto: mejor quedarse quietecito en la casa”, sentenciaba un líder comunitario de “zonas rojas” con quien se tuvo contacto analizando el fenómeno. Ello puede llevar a concluir que la actual explosión de violencia delincuencial que se vive en la región –que hace identificar sin más y en modo casi mecánico “violencia” con “delincuencia”– podría obedecer a planes estratégicos. En tal sentido, las maras, en tanto nuevo “demonio” mediático, estarían en definitiva al servicio de estrategias contrainsurgentes de control político y mantenimiento del orden social.
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* Todas las citas que seguirán a continuación (de jóvenes vinculados a maras, policías, abogados, líderes comunitarios), por motivos de seguridad se harán manteniendo el anonimato de los declarantes. Es preciso dejar claro que los autores del presente texto tuvieron varios contactos con distintos informantes claves en vista a la redacción de este material, de los que se obtuvieron invaluables informaciones que aquí se presentan con su correspondiente análisis.
[1] Proyecto REMHI, ODHAG, Guatemala, 1998.
[2] Fontes, A. (2013) “Asesinando por control: la evolución de la extorsión de las pandillas”. En “Sembrando utopía”, disponible en versión digital en http://www.albedrio.org/htm/documentos/vvaaSembrandoutopia.pdf
[3] “Las sociedades latinoamericanas tienen múltiples expresiones de la violencia; las ‘maras’ son una de ellas”, entrevista a Rodolfo Kepfer. Disponible en: http://www.argenpress.info/2010/05/entrevista-rodolfo-kepfer-las.html, 2010.
[4] Peacock, S. y Beltrán, A. (2006) “Poderes ocultos. Grupos ilegales armados en la Guatemala post conflicto y las fuerzas detrás de ellos”. Washington: WOLA.
[5] Robles Montoya, J. (2002) El ‘Poder Oculto’”. Guatemala: Fundación Myrna Mack.

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