Las maras constituyen
un problema social con aristas múltiples. Esto ya es sabido, existiendo una
amplia bibliografía sobre el tema. Lo que se quiere resaltar ahora es la
vinculación que existe entre ellas y poderes paralelos u ocultos nacidos en la
guerra contrainsurgente de décadas pasadas, y que aún sobreviven, en muchos
casos ocultos en estructuras del Estado, detentando considerables cuotas de
poder económico y político.
Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Introducción
Las maras funcionan como
familia sustituta de numerosos jóvenes que proceden de hogares disfuncionales.
El motivo por el que un joven, o un niño –dado lo prematuro de las edades con
que se hace el pasaje de incorporación– ingresa a una mara, denota una
sumatoria de causas: hay un trasfondo de pobreza estructural e histórica sobre
el que se articula una cultura de violencia dominante, impuesta ya como norma
en la historia del país, fortalecida con un conflicto armado que alcanzó
ribetes de crueldad indecibles y que sigue sirviendo como pedagogía del terror,
a lo que se suman impunidad, debilidad o ausencia de políticas públicas por
parte del Estado, diferencias económicas irritantes entre los sectores más
favorecidos y la gran masa de pobres y excluidos, ruptura de los tejidos
sociales producto de la guerra interna, de la masiva movilidad del campo hacia
la ciudad y de la salida desesperada hacia el extranjero como vía de escape a
la pobreza crónica con la repatriación forzada de muchas de esas personas en
condiciones que agravan la ya precaria situación nacional.
Todo esto ya es sabido
suficientemente. La academia lo ha venido estudiando desde hace un buen tiempo
disponiéndose de mucho conocimiento al respecto, lo cual, lamentablemente, no
se traduce en respuestas efectivas por parte del Estado con la implementación
de políticas sostenibles y de largo alcance. Las maras, por tanto, siguen
siendo criminalizadas y vistas como causa, no como consecuencia.
Dichas maras han venido
cambiando su perfil en el tiempo, aumentando su agresividad, tornándose mucho
más crueles que en los momentos de su aparición en la década de los 80 del
siglo pasado. Ello responde a una transformación nada azarosa. Los llamados
grupos de poderes paralelos enquistados en diversas estructuras que siguen
operando con lógicas contrainsurgentes, aprovechan a estos jóvenes para sus
operaciones delictivas. Pero más aún: en un proyecto semi-clandestino, desde
ciertas cuotas de poder que esos grupos detentan, las maras constituyen un
brazo operativo y funcional que sirve a sus intereses de proyección
político-económica en tanto grupos de poder, disputándole terreno incluso a
fuerzas sociales tradicionales.
En tal sentido, las maras
operan en función de un mensaje de control social que estos poderes ocultos
envían al colectivo. La violencia generalizada que campea sobre el país,
fundamentalmente sobre determinadas zonas urbanas, tiene una lógica propia,
pero al mismo tiempo responde a la implementación de planes trazados por determinados
centros de poder donde las maras se han convertido en nuevo “demonio”, supuesta
causa de todos los problemas.
Las maras están
sobredimensionadas. Los medios masivos de comunicación han hecho de ellas un
problema de seguridad nacional –no siéndolo, claro está– con lo que se alimenta
un clima de zozobra donde esos poderes ocultos, semi-clandestinos, navegan
perfectamente, aprovechándose de la situación. El miedo, el terror a las maras
que se ha ido creando, es funcional a un proyecto de inmovilización social, de
control contrainsurgente que guarda vínculos con lo vivido años atrás durante
el conflicto armado interno en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional y
combate al enemigo interno. Podría describirse la dinámica como: “de la casa al trabajo y del trabajo a la
casa. Cero organización comunitaria, generalizada desconfianza del otro, clima
de paranoia social”.
Contextualizando el problema
Las maras existen en
Guatemala desde hace ya más de tres décadas. En ese lapso de tiempo fueron
evolucionando grandemente, y las primeras experiencias de los años 80 del siglo
pasado, cuando grupos de muchachos defendían a puño limpio sus territorios en
las colonias populares, ya no tienen nada que ver con su perfil actual.
Hoy por hoy, estos grupos
juveniles pasaron a ser un enemigo público de proporciones gigantes. Y
justamente ahí viene la pregunta que motiva el presente texto: ¿son realmente
las maras el problema a vencer en nuestra empobrecida sociedad post guerra, o
hay ahí ocultas agendas mediático-políticas?
La insistente prédica de los
medios masivos de comunicación ya desde hace años nos convenció que la
violencia (identificada sin más con delincuencia) nos tiene de rodillas. De esa
cuenta, sin análisis crítico de la cuestión, las maras se han venido
presentando en forma creciente como uno de los grandes problemas nacionales.
Por cierto, eso está sobredimensionado. Una simple lectura de los hechos indica
que, en todo caso, el problema de fondo no son estos jóvenes en sí mismos sino
las causas por las que se convierten en transgresores. De hecho, nadie sabe a
ciencia cierta cuántos mareros hay. Llamativo, sin dudas. Las estimaciones van
desde 3,000 hasta 200,000. Si de un problema de tal magnitud nacional se trata,
¿cómo sería posible que nadie tenga datos ciertos?
Efectivamente es cierto que,
hoy por hoy, sus actos constituyen a veces demostraciones de la más espantosa
crueldad y falta de solidaridad: matan, violan, descuartizan a sus víctimas,
extorsionan. Ahora bien: ¿por qué se fue dando ese paso de grupo barrial
juvenil a “demonio” temido, problema de seguridad nacional, con valor casi de
nueva plaga bíblica?
¿Cómo es posible que un
número no determinado, siempre impreciso de jóvenes marginalizados,
subalimentados, con escasa o nula educación formal, provenientes de barriadas pobres,
viviendo siempre en situaciones de aguda carencia, de precariedad extrema, pobremente
equipados en términos comparativos con las fuerzas armadas regulares, sin
ningún proyecto real de transformación político-social, tengan en vilo a toda
una sociedad? ¿No es posible, si se trata de un problema de seguridad, que las
fuerzas armadas oficiales den cuenta del fenómeno, que puedan controlar esa
expresión de violencia desbordada? Cuesta creer que un grupo de jóvenes
rebeldes constituya un problema tan serio.
Ello fue lo que motivó poner
en marcha las preguntas que aquí compartimos, y que sin dudas podrían generar
una investigación mucho más exhaustiva, realizada con el rigor de un estudio de
ciencias sociales metodológicamente encarado.
Pero hay una intuición que complejiza
las cosas: Guatemala aún está intentado salir –sin saberse con exactitud cuánto
tiempo durará eso– de un clima post bélico que pareciera tender a perpetuarse.
En concreto, hace ya cerca de dos décadas que se firmó formalmente la paz entre
los grupos militarmente enfrentados: el movimiento revolucionario armado y el
ejército nacional. Sin embargo el clima de militarización y de guerra continúa.
Las maras se inscriben en esa lógica.
Ahora bien: distintos
indicios (por ejemplo, esa transformación que han ido teniendo en el tiempo, su
papel hiperdimensionado en los medios de comunicación como nuevo demonio –lo
que ayer era el guerrillero, el “delincuente subversivo”, hoy lo es el marero:
la afrenta a la sociedad pacífica–, ciertas coincidencias llamativas en la
esfera política) llevan a pensar que hay algo más que un grupo de jóvenes
transgresores.
Las maras, si bien tienen una
lógica de funcionamiento propia, no son precisamente autónomas. Responden a
patrones que van más allá de sus integrantes, jóvenes cada vez más jóvenes, con
dudosa capacidad gerencial y estratégico-militar como para mantener en vilo a
todo un país. ¿Están manejadas por otros actores? ¿Quién se beneficia de estos
circuitos delincuenciales tan violentos? ¿Cuántos mareros existen en el país?
Si tanto dinero manejan ¿por qué los mareros continúan viviendo en la
marginalidad y la pobreza?
Viendo que todos esos datos
faltan, la intuición llevó a pensar que allí debía haber algo más que “jóvenes
en conflicto con la ley penal”. Las piezas del rompecabezas están sueltas, y
una investigación rigurosa nos permitiría unirlas. Pero allí surgen los
problemas.
El tema en cuestión es
delicado, álgido, particularmente espinoso. Al estudiar las maras se rozan
poderes que funcionan en la clandestinidad, que se sabe que existen pero no dan
la cara, que siguen moviéndose con la lógica de la contrainsurgencia que dominó
al país por décadas durante la guerra interna. Y esos poderes, de un modo
siempre difícil de demostrar, se ligan con las maras. En otros términos: las
maras terminan siendo brazo operativo de mecanismos semi-clandestinos que se
ocultan en los pliegues de la estructura de Estado, que gozan de impunidad, que
detentan considerables cuotas de poder, y que por nada del mundo quieren ser
sacados a la luz pública. De ahí la peligrosidad de intentar develar esas
relaciones.
A ello se suma, como
otra dificultad para llevar adelante una investigación rigurosa, la complejidad
de poder investigar pertinentemente el objeto en cuestión. Visto que se trata
de relaciones bastante, o muy, ocultas, poder develarlas no es nada sencillo.
Nadie quiere/puede prestarse a dar mayor información. La información está allí,
pero quien la detenta realmente no la va a dar. O, al menos, no la dará sino
bajo circunstancias muy particulares. De ahí que el trabajo al respecto tiene
algo de detectivesco, de orfebre rehaciendo una pieza quebrada. En este caso,
el investigador se debería dedicar a recoger indicios para intentar unirlos,
haciendo cruces entre ellos para sacar conclusiones bastante sustentadas.
Obtener información válida en
un campo donde se sabe poco, hay poco o nada investigado y donde casi nadie
está dispuesto a hablar, se torna un enorme problema metodológico. Un obstáculo
más que se sumaría en la posible investigación está dado por la fiabilidad de
los datos que podrían recogerse y por la posibilidad de demostrar fehacientemente,
con pruebas contundentes en las manos, las hipótesis en juego. Sabido es que en
ciencias sociales los esquemas epistemológicos son distintos a los de las
ciencias exactas, las llamadas “ciencias duras”. Si más arriba se pudo hablar
de “intuición” en un marco académico, es porque las ciencias sociales lo
posibilitan. O más aún: lo requieren. De todos modos, eso siempre constituye un
problema a vencer: cómo demostrar que las conclusiones obtenidas son válidas.
Un posible mapa conceptual sobre el asunto
¿Quién
se beneficia de las maras?
Desde hace ya unos años, y en forma siempre creciente,
el fenómeno de las pandillas juveniles violentas ha pasado a ser un tema de
relevancia nacional.
Se trata de un fenómeno urbano, pero que tiene raíces
en la exclusión social del campo, en la huida desesperada de grandes masas
rurales de la pobreza crónica de aquellas áreas, que se articula a su vez con
la violencia de la guerra interna que asoló al país años atrás y que dio como
consecuencia: 1) una cultura de violencia e impunidad que se extendió por toda
la sociedad y aún persiste, ya vuelta “normal”, y 2) la salida del país de
innumerable cantidad de población que, tanto por la guerra interna como por la
situación de pobreza crónica, marchó a Estados Unidos, de donde muchos jóvenes
regresaron deportados portando los valores de una nueva cultura pandilleril,
desconocida años atrás en Guatemala.
Según el manipulado e insistente bombardeo mediático,
son estos grupos las principal causa de inestabilidad y angustia de nuestra
sociedad post conflicto, ya de por sí fragmentada, sufrida, siempre en crisis.
De esa cuenta, es frecuente escuchar la machacona prédica que “las maras tienen de rodilla a la
ciudadanía”.
El problema, por cierto, es muy complejo;
categorizaciones esquemáticas no sirven para abordarlo, por ser incompletas,
parciales y simplificantes. Entender, y eventualmente actuar, en relación a
fenómenos como éste, implica relacionar un sinnúmero de elementos y verlos en
su articulación y dinámica globales. Comprender a cabalidad de qué se habla
cuando nos referimos a las maras no puede desconocer que se trata de algo que
surge donde se conjugan muchas causas interactuantes: son los países más pobres
del continente, con estructuras económico-sociales de un capitalismo periférico
que resiste a modernizarse, viniendo todos ellos de terribles procesos de
guerras civiles cruentas en estas últimas décadas, con pérdidas
inconmensurables tanto en vidas humanas como en infraestructura, las cuales
hipotecan su futuro. A lo cual se suman, como elementos que retroalimentan lo
anterior: la enorme desigualdad económico-social de sus poblaciones, la
debilidad del Estado, la destrucción del tejido social a causa de los
conflictos y la emigración-deportación, más la herencia y la cultura de la
impunidad dominantes. La pobreza, en tal sentido, es un telón de fondo que
posibilita toda esa sumatoria de procesos, pero debe quedar claro que no es ni
la única ni la principal causa del surgimiento de las pandillas, pues si no se
la estaría criminalizando peligrosamente.
O, en todo caso, surgen en los sectores más
empobrecidos (inmigrantes latinos, poblaciones afrodescendientes) de una gran
economía como es Estados Unidos, lugar desde donde la cultura pandilleril se
difunde hacia los países más carenciados del continente, en buena medida por
las deportaciones que realiza el gobierno federal de aquella nación.
Las maras en Guatemala, de esa forma, son una
expresión patéticamente violenta de una sociedad ya de por sí producto de una
larga historia de violencia, hija de una cultura de la impunidad de siglos de
arrastre, de un país donde el Estado no es un verdadero regulador de la vida social
y donde el desprecio por la vida no es infrecuente.
Empiezan a surgir para la década de los 80 del siglo
pasado, aún con la guerra interna en curso. En un primer momento fueron grupos
de jóvenes de sectores urbanos pobres, en muchos casos deportados desde Estados
Unidos, que se unían ante su estructural desprotección. Hoy, ya varias décadas
después, son mucho más que grupos juveniles: son, según lo que podría
parodiarse del discurso mediático que invade todo el espacio: “la representación misma del mal, el nuevo
demonio violento que asola el orden social, los responsables del malestar en
toda la región”…, al menos según las versiones oficiales, incorporadas ya
como imaginario colectivo en la ciudadanía de a pie, repetido hasta el hartazgo
por los medios masivos de comunicación.
El análisis objetivo de la situación permite comprobar
que se ha venido operando una profunda transformación en la composición y el
papel social jugado por las maras. De grupos de defensa territorial, más
cercanos a “salvaguardar el honor” de su barrio, han ido evolucionando a brazo
indispensable del crimen organizado. En estos momentos, existen sobrados
argumentos que demuestran que ya no son sólo grupos juveniles delincuenciales
que entran en conflicto con la ley penal en función de satisfacer algunas de
sus necesidades (drogas, alcohol, recreación, teléfonos celulares de moda,
vestuario, etc.). Por el contrario, terminan funcionando como apéndice de
poderes paralelos que los utilizan con fines políticos. En definitiva: control
social.
Los mareros, cada vez
más, deciden menos sobre sus planes, y en forma creciente se limitan a cumplir
órdenes que “llegan de arriba”. El sicariato, cada vez más extendido, está
pasando a ser una de sus principales actividades. Valga al respecto la
declaración de un joven vinculado a una pandilla*: “Decían en Pavón estos días los chavos mareros, ahora detenidos, que
están contentos porque el año que viene, año electoral, van a tener mucho
trabajo. Eso quiere decir que se los va a usar para crear zozobra, para
infundir miedo. Y por supuesto, hay estructuras ahí atrás que son las que dan
las órdenes y les dicen a la mara qué hacer”.
No cabe ninguna duda que las maras son violentas;
negarlo sería absurdo. Más aún: son llamativamente violentas, a veces con
grados de sadismo que sorprende. No hay que perder de vista que la juventud es
un momento difícil en la vida de todos los seres humanos, nunca falto de
problemas. El paso de la niñez a la adultez, en ninguna cultura y en ningún
momento histórico, es tarea fácil. Pero en sí mismo, ese momento al que llamamos
adolescencia no se liga por fuerza a la violencia. ¿Por qué habría de ligarse?
La violencia es una posibilidad de la especie humana en cualquier cultura, en
cualquier posición social, en cualquier edad. No es, en absoluto, patrimonio de
los jóvenes. Quienes deciden la guerra, la expresión máxima de la violencia (y
se aprovechan de ella, por cierto), no son jóvenes precisamente. Eso nunca hay
que olvidarlo.
De todos modos, algo ha ido sucediendo en los
imaginarios colectivos en estos últimos años, puesto que hoy, al menos en la
noción popularmente extendida que ronda en nuestro país, ser joven –según el
discurso oficial dominante– es muy fácilmente sinónimo de ser violento. Y ser
joven de barriadas pobres es ya un estigma que condena: según el difundido prejuicio
que circula, provenir de allí es ya equivalente de violencia. La pobreza, en
vez de abordarse como problema que toca a todos, como verdadera calamidad
nacional que debería enfrentarse, se criminaliza. Si algo falta hoy en los
planes de gobierno, son abordajes preventivos.
A esta visión apocalíptica de la pobreza como
potencialmente sospechosa se une una violencia real por parte de las maras que
no puede desconocerse, a veces con niveles increíbles de crueldad, por lo que
la combinación de ambos elementos da un resultado fatal. De esa forma la mara
pasó a estar profundamente satanizada: la mara devino así, al menos en la
relación que se fue estableciendo, una de las causas principales del malestar
social actual. La mara –¡y no la pobreza ni la impunidad crónica!– aparece como
el “gran problema nacional” a resolver.
Se presentifican ahí agendas calculadas, distractores
sociales, cortinas de humo: ¿pueden ser las pandillas juveniles violentas –que,
a no dudarlo, son violentas, eso está fuera de discusión– el gran problema a
resolver en un país con altos niveles de desigualdad y en post guerra, en vez
de enormes cantidades de poblaciones por debajo de la línea de pobreza? (más de
la mitad de la población guatemalteca: 50.9%, se encuentra por debajo de la
línea de pobreza que establece Naciones Unidas, es decir: vive con un ingreso
de dos (2) dólares diarios). ¿Pueden ser estos grupos juveniles violentos la
causa de la impunidad reinante (“los
derechos humanos defienden a los delincuentes”, suele escucharse), o son
ellos, en todo caso, su consecuencia? El problema es infinitamente complejo, y
respuestas simples y maniqueas (“buenos” versus “malos”) no ayudan a
resolverlo.
Si fue posible desarticular movimientos
revolucionarios armados apelando a guerras contrainsurgentes que no temieron
arrasar poblados enteros, torturar, violar y masacrar para obtener una victoria
en el plano militar, ¿es posible que realmente no se puedan desarticular estas
maras desde el punto de vista estrictamente policíaco-militar? ¿O acaso conviene
que haya maras? Pero, cui bono?, ¿a
quién podría convenirle?
Consecuencia
y no causa
En
la génesis de cualquier pandilla se encuentra una sumatoria de elementos:
necesidad de pertenencia a un grupo de sostén que otorgue identidad, la dificultad
en su acceso a los códigos del mundo adulto; en el caso de los grupos pobres de
esas populosas barriadas de donde provienen, se suma la falta de proyecto vital
a largo plazo. Por supuesto, por razones bastante obvias, esta falta de
proyecto de largo aliento es más fácil encontrarlo en los sectores pobres que
en los acomodados: jóvenes que no hallan su inserción en el mundo adulto, que
no ven perspectivas, que se sienten sin posibilidades para el día de mañana,
que a duras penas sobreviven el hoy, jóvenes que desde temprana edad viven un
proceso de maduración forzada, trabajando en lo que puedan en la mayoría de los
casos, sin mayores estímulos ni expectativas de mejoramiento a futuro, pueden
entrar muy fácilmente en la lógica de la violencia pandilleril, que
supuestamente otorga bondades, “dinero fácil”, reconocimiento social.
“Bondades”, por supuesto, que encierran una carga mortal. Una vez establecidos
en ese ámbito, por una sumatoria de motivos, se va tornando cada vez más
difícil salir.
Lo que suele suceder
con estos grupos es que, en vez de ser abordados en la lógica de poblaciones en
situación de riesgo, son criminalizados. Tan grande es esa criminalización, que
eso puede llevar a pensar que allí se juega algo más que un discurso
adultocéntrico represivo y moralista sobre jóvenes en conflicto con la ley
penal. ¿Por qué las maras son el nuevo demonio? Porque, definitivamente, no lo
son. Al respecto, valgan las palabras de un inspector de la Policía Nacional
Civil con el que se habló del tema: “A
veces no es la mara la que comete los hechos delictivos, pero se le echa la
culpa. Conviene tenerla como lo más temible, porque con eso se tiene atemorizada
a la población. Y mucha gente realmente queda aterrorizada con todo lo que se
dice y se cuenta de las maras. No todos los delitos que se cometen los hacen
las maras. Hay muchos delincuentes que actúan por su cuenta, pero los medios se
encargan de echarle siempre la responsabilidad a las maras (…) Hay una gran gama de delincuentes:
robacarros, asaltabuses, narcotraficantes, robafurgones, personas individuales
que delinquen y roban en un semáforo, y también maras. Hay de todo, no sólo
mareros”.
¿Hay
algo más tras esa continua prédica? Cuando un fenómeno determinado pasa a tener
un valor cultural (mediático en este caso) desproporcionado con lo que
representa en la realidad, por tan “llamativo”, justamente, puede estar
indicando algo. ¿Es creíble acaso que grupos de jóvenes con relativamente
escaso armamento (comparado con lo que dispone el Estado) y sin un proyecto
político alternativo (porque definitivamente no lo tienen, no intentan
subvertir ningún orden social) se constituyan en un problema de seguridad
nacional en varios países al mismo tiempo, que puedan movilizar incluso los
planes geoestratégicos de potencias militares extra-regionales? De hecho
Estados Unidos en innumerables ocasiones se refirió a las maras como un
problema de seguridad que afecta la gobernabilidad y la estabilidad democrática
de la región y preocupa a su gobierno central en Washington. ¿Qué lógica hay
allí?
Un ex pandillero con el
que trabamos contacto decía al respecto: “Las
pandillas funcionan como un distractor dentro del sistema: mientras pasa
cualquier cosa a nivel político, se utiliza la mara como chivo expiatorio, y
los titulares de la prensa o de la televisión no deja de remarcarlas como el
gran problema”.
Todo
lo anterior plantea las siguientes reflexiones:
· Las maras no son una
alternativa/afrenta/contrapropuesta a los poderes constituidos, al Estado, a
las fuerzas conservadoras de las sociedades. No son subversivas, no subvierten
nada, no proponen ningún cambio de nada. Quizá no sean funcionales en forma
directa a la iniciativa privada, a los grandes grupos de poder económico, pero
sí son funcionales para ciertos poderes (poderes ocultos, paralelos, grupos de
poder que se mueven en las sombras) que –así lo indica la experiencia– las
utilizan. En definitiva, son funcionales para el mantenimiento sistémico como
un todo, por lo que esos grandes poderes económicos, si bien no se benefician
en modo directo, terminan aprovechando la misión final que cumplen las maras,
que no es otro que el mantenimiento del statu
quo. Pero esto hay que matizarlo: no son los poderes tradicionales quienes
las utilizan (la cúpula económica tradicional, la aristocracia histórica ligada
a la agroexportación, los grandes detentadores de las fortunas más abultadas)
sino los nuevos poderes ligados a estructuras estatales y que continúan
subrepticiamente con el Estado contrainsurgente creado durante el conflicto
armado interno, en general vinculados a negocios fuera de la ley (contrabando,
trata de personas, narcoactividad, crimen organizado). Es decir, aquello que
son llamados “poderes paralelos u ocultos”.
· Las maras no son
delincuencia común. Es decir: aunque delinquen igual que cualquier delincuente
violando las normativas legales existentes, todo indica que responderían a
patrones calculadamente trazados que van más allá de las maras mismas. No sólo
delinquen sino que, esto es lo fundamental, constituyen un mensaje para las
poblaciones. Esto lleva a pensar que hay planes derivados de las perversiones o
“patologías sociales” a las que da lugar la contrainsurgencia y los poderes
paralelos cuando se quiere seguir utilizando los mecanismos ilegales e impunes
que le son propios en el marco de gobiernos democráticos.
· Si bien son un flagelo
–porque, sin dudas, lo son–, no afectan la funcionalidad general del sistema
económico-social. En todo caso, son un flagelo para los sectores más pobres de
la sociedad, donde se mueven como su espacio natural: barriadas pobres de las
grandes urbes. Es decir: golpean en los sectores que potencialmente más podrían
alguna vez levantar protestas contra la estructura general de la sociedad. Sin
presentarse así, por supuesto, cumplen un papel político. El mensaje, por
tanto, sería una advertencia, un llamado a “estarse quieto”.
· No sólo desarrollan
actividades delictivas sino que, básicamente, se constituyen como mecanismos de
terror que sirven para mantener desorganizadas, silenciadas y en perpetuo
estado de zozobra a las grandes mayorías populares urbanas. En ese sentido,
funcionan como un virtual “ejército de ocupación”. Un abogado entrevistado, que
defiende mareros, afirmaba: “La mara
sirve a los poderes en tanto sistema, porque no cuestionan nada de fondo sino
que ayudan a mantenerlo. Por ejemplo: ayudan a desmotivar organización
sindical. O a veces se infiltran en las manifestaciones para provocar, todo lo
cual beneficia, en definitiva, al mantenimiento del sistema en su conjunto”.
Y una investigadora del tema afirmó: “En
muchas colonias populares ya no se ve gente por la calle, porque es más seguro
estar encerrado en la casa. Ya no hay convivencia social: hay puro temor. (…)
Todo indicaría que esto está bien
pensado, que no es tan causal. La mara nunca es solidaria con la población del
barrio. Al contrario: la perjudica en todo, cobrando extorsión, y hasta
obstaculizándola en su locomoción”.
· Disponen de
organización y logística (armamento) que resulta un tanto llamativa para
jovencitos de corta edad; las estructuras jerárquicas con que se mueven tienen
una estudiada lógica de corte militar-empresarial, todo lo cual lleva a pensar
que habría grupos interesados en ese grado de operatividad. Es altamente
llamativo que jovencitos semi-analfabetas, sin ideología de transformación de
nada, movidos por un superficial e inmediatista hedonismo simplista, dispongan
de todo ese saber gerencial y ese poder de movilización. Al respecto relató uno
de los entrevistados, un ex pandillero: “En
este momento ya casi no están lideradas por jóvenes. No son jóvenes los que dan
las órdenes. En otros tiempos se hacían reuniones con chavos de todas las
colonias donde se tomaban decisiones, y eran todos menores de 30 años. Hoy ya
no es así. Ya no se hacen esas reuniones, que eran como asambleas, y hay viejos
liderando. Ahora las órdenes son anónimas. Hay números de teléfono y correos
electrónicos que dan las órdenes a jefes de clica, pero no se sabe bien de
quién son. Te llega un correo, por ejemplo, con una orden, una foto y un pago
adelantado de Q. 10,000, y ya está. Así se maneja hoy. (…) A veces el mismo guardia de la prisión llega
con el marero y le da un teléfono, todo bajo de agua, diciéndole que en 5
minutos lo van a llamar. Tal vez el mismo guardia ni sabe quién va a llamar, ni
para qué. Eso denota que ahí hay una estructura muy bien organizada: no va a
llegar un guardia del aire y te va a dar un teléfono al que luego te llaman, y
una voz que no conocés te da una indicación y te dice que hay Q. 15,000 para
eso. Ahí hay algo grueso, por supuesto”. Por lo visto, puede apreciarse que
no son sólo jóvenes, cada vez más jóvenes, los que la organizan con ese tan
alto grado de eficiencia. Una abogada defensora de pandillas entrevistada
expresó: “Antes no tenían esa disciplina,
ese grado de organización. Ahora sí, lo que lleva a deducir que algunos
factores externos están influyendo ahí. Esa organización sin dudas está
diseñada. Constituyen una estructura de poder, y hay gente preparada que la
dirige”.
A lo anterior se suma como una problemática de orden nacional el hecho
de haber ido desapareciendo, o reduciéndose sustancialmente, de la agenda
gubernamental programas de corte preventivo como eran, por ejemplo, “Escuelas
Abiertas” y el Servicio Cívico. Sin ningún lugar a dudas, las pandillas
juveniles deben ser enfocadas como un problema social de múltiples aristas, y
en vez de abordárselas desde un carácter represivo, debería abrirse una mirada
más integradora y preventiva sobre el asunto. Intentar iluminar la relación que
existe entre ellas y los poderes ocultos (crimen organizado, narcoactividad,
mafias varias que se sirven de ellas) puede ayudar a definir políticas públicas
sobre la juventud, y en particular sobre la juventud en situación de alto riesgo,
que contribuyan a darle una respuesta positiva y consistente al problema. E
igualmente, puede contribuir a golpear sobre la cultura de corrupción e
impunidad que siguen campeando.
No quedan dudas que la sociedad guatemalteca en su conjunto se ve hoy envuelta
en una cultura de corrupción e impunidad sin parangón. Si ello es histórico
hundiendo sus raíces en la Colonia de siglos atrás, la situación actual
presenta un grado de descomposición social notorio: las leyes son absolutamente
eludidas como cosa común, el sistema de justicia se ve rebasado y los órganos
de seguridad no aportan la más mínima sensación de tranquilidad y orden social.
Para muestra, véase lo que sucede con el gremio de abogados. Decían algunos
jóvenes entrevistados: “También hay vínculos
con abogados bien conectados que ayudan a la mara, que les facilita las cosas.
En realidad, no es una ayuda sino que son servicios, porque todo eso se paga. Y
se paga muy bien. Hay licenciados que hacen mucho pisto con eso. (…) Cuando uno está metido, por supuesto que
tiene buenos contactos que lo van a defender, que lo van a sacar de clavos.
Pero eso cuesta. Digamos no menos de 20,000. No hablamos con el juez, sino con
abogados que nos arreglan las cosas”. La corrupción e impunidad dominan el
panorama. La mara no es sino una expresión –sangrienta y exagerada– de eso.
La mara como “fuerza política de choque”
En varias ocasiones distintos investigadores y/o académicos han intuido
que hay algo más que un mero grupo juvenil delincuencial en todo esto. Como
ejemplo, véase lo dicho ya años atrás en la obra “Guatemala: nunca más”.
Informe REMHI, en su Tomo II (“Los mecanismos del horror”), Sub-tema: La
infiltración.
“El engaño de la muerte
El caso de los
Estudiantes del 89
En el mes de agosto de 1989 varios
dirigentes estudiantiles de la AEU fueron secuestrados y desaparecidos o
asesinados en la ciudad de Guatemala. Los intentos de reorganizar el movimiento
estudiantil, que estaba prácticamente desarticulado, se vieron así nuevamente
golpeados por la acción contrainsurgente. Las sospechas iniciales de
infiltración por parte de la inteligencia militar (EMP) se vieron
posteriormente confirmadas por varios testimonios. (…) Se invitó a un grupo de estudiantes que se habían contactado para
viajar a México, a un Encuentro de Estudiantes que se organizaba en Puebla.
Contactaron a Willy Ligorría, que era presidente de la Asociación de
Estudiantes de Derecho (…). Ligorría
fue posteriormente investigado por un estudiante quien informó sobre sus
fuertes vínculos con una 'mara' de la zona 18, cuyos miembros andaban armados;
siempre se sospechó que estas maras habían sido formadas por el ejército”.[1]
O
también lo expresado por un investigador de la Universidad de Berkeley, Anthony
W. Fontes, que dedicó dos años al estudio del tema y publicó luego, además de
su tesis de doctorado, un breve material que sintetiza su trabajo sobre esta
faceta no muy dicha en relación a las maras, traducido al español y publicado
en versión digital, “Asesinando por control: la
evolución de la extorsión de las pandillas”, contenido en el libro
“Sembrando utopía” (2013), divulgado en versión digital:
“La
autoridad que acumulan a través de su poder para matar o dejar vivir está
desprovista de cualquier tipo de plataforma política, más allá de la acumulación
de riqueza, haciendo de las pandillas unas entidades completamente
neoliberales. Las pandillas extorsionistas son la máxima expresión de este
dominio, donde la Mara Salvatrucha y la Mara 18 han construido un modelo de
negocios exitoso, fuera de su poder sobre la vida y la muerte. Sin embargo, el
control brutal de su espacio urbano y la riqueza que se deriva de este control,
no sería posible sin la colusión del gobierno guatemalteco, instituciones
bancarias y otras facetas estatales y de la sociedad civil.
(…) A pesar del hecho que las pandillas
tienden a emplear violencia –disimulada o abiertamente– para convencer a sus
clientes de realizar los pagos, las comparaciones entre las prácticas de
extorsión enormemente exitosas que utilizan y la floreciente industria de
seguridad privada en Guatemala da algunas visiones muy perturbadoras, pero
quizá útiles. Mientras que las pandillas y otras organizaciones criminales
involucradas en la extorsión obtienen beneficios considerables, esto no es nada
comparado a aquellos cosechados por la seguridad privada”.[2]
A
lo que podría sumarse la visión de un especialista en el tema, Rodolfo Kepfer,
quien trabajó como médico por años con estos jóvenes en situación de privación
de libertad: “La mara no es autónoma; hay poderes
detrás de la mara. Dentro de ellas hay un complejo sistema de mandos, de
subordinaciones y jerarquías. Eso se ve en su vida diaria, cuando actúan en las
calles, pero más aún se ve en las prisiones. Hay un sistema de jerarquías bien
establecido. Lo que voy a decir no lo puedo afirmar categóricamente con pruebas
en la mano, pero después de trabajar varios años con ellos todo lleva a pensar
que hay lógicas que las mueven que no se agotan en las maras mismas. Por
ejemplo, hay períodos en que caen presos sólo miembros de una mara y no de
otra, o que una mara en un momento determinado se dedica sólo a un tipo de
delitos mientras que otra mara se especializa en otros. Todo eso hace pensar en
qué lógicas hay ahí detrás, que hay planes maestros, que hay gente que piensa
cómo hacer las cosas, hacia dónde deben dirigirse las acciones, cómo y cuándo
hacerlas. Y todo ese “plan maestro”, permítasenos llamarlo así, no está
elaborado por los muchachitos que integran las maras, estos en algunos casos
niños, que son los operativos, los sicarios que van a matar (hay niños de 10
años que ya han matado)”.[3]
Definitivamente, debe
irse más allá de la idea criminalizadora que ve en las maras solamente una
expresión de violencia casi satánica para conocer qué otros hilos se mueven
ahí, conocer qué vasos comunicantes las unen con poderes paralelos.
Dado que
insistentemente venimos hablando de estos poderes paralelos u ocultos, es
necesario puntualizar exactamente qué entender por ellos. Al respecto se
citarán dos conceptualizaciones de investigaciones que han ahondado en el tema,
1) de la organización de origen estadounidense WOLA, y 2) de la Fundación Myrna
Mack.
“La expresión poderes ocultos hace referencia a una red informal y amorfa de
individuos poderosos de Guatemala que se sirven de sus posiciones y contactos
en los sectores público y privado para enriquecerse a través de actividades
ilegales y protegerse ante la persecución de los delitos que cometen. Esto
representa una situación no ortodoxa en la que las autoridades legales del
estado tienen todavía formalmente el poder pero, de hecho, son los miembros de
la red informal quienes controlan el poder real en el país. Aunque su poder
esté oculto, la influencia de la red es suficiente como para maniatar a los que
amenazan sus intereses, incluidos los agentes del Estado”[4].
O
igualmente: “Fuerzas ilegales que han
existido por décadas enteras y siempre, a veces más a veces menos, han ejercido
el poder real en forma paralela, a la sombra del poder formal del Estado”[5].
La
composición político-social de Guatemala es compleja. El Estado nunca
representó a las grandes mayorías. Sin llegar a decir que es un Estado fallido
(concepto discutible, que puede tener un valor descriptivo pero que debe ser
manejado con extremo cuidado por sus connotaciones ideológicas), es evidente
que sus funciones como regulador de la vida social de toda la población que
habita el territorio guatemalteco está muy lejos de ser una realidad.
Históricamente
no ha funcionado para solventar la calidad de vida de todos sus ciudadanos; por
el contrario, siempre de espaldas al interior indígena, centrado en la
agroexportación y en distintos negocios para una minoría capitalina, su perfil
dominante ha estado dado por la corrupción y la inoperancia, por la precariedad
o inexistencia de servicios básicos. De todos modos, cuando tuvo que reaccionar
para salvaguardar a la clase dominante ante el embate que representaba un
movimiento revolucionario armado y un proceso de movilización política y social
que amenazaba con cuestionar la estructura de base durante las décadas del 70 y
del 80 del pasado siglo, funcionó. Y funcionó muy bien, al menos desde la
lógica de la clase dirigente. La “amenaza comunista” fue destruida.
Fue
ahí que, en el marco de la Guerra Fría que marcaba al mundo y de la Doctrina de
Seguridad Nacional que trazaba el rumbo de los países latinoamericanos fijado
por Washington, el Estado guatemalteco se tornó absolutamente represivo y
contrainsurgente. Los militares se hicieron cargo de su conducción política,
mostrando una cara anticomunista que signó la historia del país por varias
décadas. Las clases dominantes, la gran cúpula económica a quien ese Estado
deficiente siempre había favorecido, dejaron hacer. De esa cuenta, los
militares fueron constituyéndose en un nuevo poder con cierto valor autónomo.
Ciertos negocios ilegales aparecieron rápidamente en escena.
Durante
los años más álgidos del conflicto armado interno a inicios de los 80 del siglo
pasado, y posteriormente luego de firmada la Paz Firme y Duradera en 1996,
quienes condujeron ese Estado contrainsurgente pasaron a constituirse en un
nuevo poder económico y político que comenzó a disputarle ciertos espacios a la
aristocracia tradicional. La historia de estas últimas tres décadas es la
historia de esa pugna. En este período de tiempo, desde el retorno formal de la
democracia en 1986, el Estado ha sido ocupado por diversas administraciones,
ligadas a la gran cúpula empresarial en algún caso o a los nuevos sectores
emergentes en otros.
De
todos modos, esos poderes “paralelos” u “ocultos” que se fueron enquistando en
la estructura estatal, no han desaparecido, ni parece que fueran a hacerlo en
el corto plazo. Se mueven con una lógica castrense aprendida en los oscuros
años de la guerra antisubversiva y dominan a la perfección los ámbitos y
métodos de la inteligencia militar. Su espacio natural es la secretividad, la
táctica del espionaje, la guerra psicológica y de baja intensidad (guerra
asimétrica, como le llaman los estrategas, guerra desde las sombras, guerra
clandestina).
Todo
eso puesto al servicio de proyectos económicos de manejo de negocios reñidos
con la ley, lo cual los fue constituyendo en una suerte de “mafia”, de grupo
encubierto que nunca pasó a la clandestinidad formalmente dicha, pero que se
maneja con esos criterios. Está claro que si hay una lógica militar en juego,
ello no significa que se trata de militares en activo, de un proyecto
institucional del ejército. En todo caso, los actores implicados han guardado o
guardan vínculos diversos con la institución armada, pero no la representan
oficialmente.
En ese ámbito es que
aparecen lazos con las maras. Las pandillas juveniles, violentas,
transgresoras, con una simple aspiración de pura sobrevivencia mientras se
pueda, y centradas en un hedonismo bastante simplista (superar los 21 años es
ya “ser viejo” en su subcultura) pueden servir perfectamente como brazo
operativo para un proyecto con bastante carga de secreto, contrainsurgente, de
algún modo: paralelo. Paralelo, entiéndase bien esto, al Estado formal y a los
grandes poderes económicos tradicionales. Valga esta reflexión surgida de una
entrevista, dicho por una persona que investiga el tema: “Alguien que se beneficia especialmente con la presencia de las maras
son las agencias de seguridad. No se dan unas sin las otras. Es decir que se
necesita un clima de violencia para que el negocio de las policías privadas
funcione”.
Si
bien en estos momentos, con la información de que se dispone es bastante (o
muy) difícil presentar una prueba contundente a nivel jurídico, efectivamente
puede ir deduciéndose que sí existen nexos de las maras con estos poderes
paralelos. Por ejemplo, por lo dicho por un investigador y director de un
proyecto de reinserción social de mareros: “Por supuesto que hay vínculos con poderes ocultos. Alguna
vez, cuando habíamos logrado sacar una buena cantidad de muchachos de las
maras, se acercó a mí alguien bien vestido, no como pandillero, y me dijo:
“tenga cuidado; Licenciado, me está sacando mis muchachos”.
En un futuro debería
profundizarse ese estudio para conocer más en detalle esos nexos, dando algunas
pistas para ver por dónde se podría caminar para remediar la situación actual.
A modo de conclusión
En una lectura global del fenómeno, si bien es cierto que las maras
constituyen un problema de seguridad ciudadana, puede constatarse que no existe
una preocupación en tanto proyecto de nación de las clases dirigentes de
abordar ese pretendido asunto de “ingobernabilidad” que producirían estos
grupos juveniles. Se les persigue penalmente, pero al mismo tiempo el sistema
en su conjunto se aprovecha el fenómeno: 1) como mano de obra siempre
disponible para ciertos trabajos ligados a la arista más “mafiosa” de la
práctica política (sicariato, por ejemplo; generación de zozobra social,
desarticulación de organización sindical), y 2) como “demonio” con el que
mantener aterrorizada a la población a través de un bombardeo mediático
constante, evitando así la organización y posible movilización en pro de
mejoras de sus condiciones de vida de las grandes mayorías.
Si bien es cierto que las maras son un grupo desestabilizador en
alguna manera, por cuanto rompen el orden social y la tranquilidad pública de
la ciudadanía de a pie, no “duelen” al sistema en su conjunto como ocurrió
décadas atrás con propuestas de transformación, y no sólo de desestabilización,
tal como pueden haber sido los grupos políticos revolucionarios, en muchos
casos alzados en armas, que confrontaron con el Estado y con el sistema en su
conjunto. Y tampoco conllevan la carga de resistencia al sistema económico
imperante como lo pueden ser los actuales movimientos sociales que reivindican
derechos puntuales, por ejemplo: luchas de los pueblos originarios,
movilización contra las industrias exctractivas (minería a cielo abierto,
hidroeléctricas, monoproducción de agrocarburantes), organizaciones populares
de base que propugnan reforma agraria. Todas esas expresiones no son toleradas
por el sistema dominante, de ahí su represión. Las maras, por el contrario, si
bien son perseguidas judicialmente en tanto delincuentes, no dejan de ser
aprovechadas por una lógica de mantenimiento sistémico, haciéndolas funcionar
como mecanismo de continuidad del todo a través de sutiles (y muy perversas)
agendas de manipulación social.
La delincuencia acrecentada a niveles intolerables que torna la vida
cotidiana casi un infierno, que condena –en el área urbana– a ir de la casa al
puesto de trabajo y viceversa sin detenerse ni convivir en el espacio público
(la calle se volvió terriblemente peligrosa), pareciera un mecanismo
ampliamente difundido por toda Latinoamérica y no sólo exclusivo de las maras
en Guatemala, o en la región centroamericana. “Todo el tema de la mara se ha
inflado mucho por los medios de comunicación; ellos tienen mucho que ver en
este asunto, porque lo sobredimensionan. En realidad, la situación no es tan
absolutamente caótica como se dice. Se puede caminar por la calle, pero el
mensaje es que si caminás, fijo te asaltan. Por tanto: mejor quedarse quietecito
en la casa”, sentenciaba un líder comunitario de “zonas rojas” con quien se tuvo
contacto analizando el fenómeno. Ello puede llevar a concluir que la actual explosión de violencia
delincuencial que se vive en la región –que hace identificar sin más y en modo
casi mecánico “violencia” con “delincuencia”– podría obedecer a planes
estratégicos. En tal sentido, las maras, en tanto nuevo “demonio” mediático,
estarían en definitiva al servicio de estrategias contrainsurgentes de control
político y mantenimiento del orden social.
____________
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Revista PASOS 142/ Marzo-Abril/ Segunda época. San José: DEI.
* Todas las citas que seguirán a continuación
(de jóvenes vinculados a maras, policías, abogados, líderes comunitarios), por
motivos de seguridad se harán manteniendo el anonimato de los declarantes. Es
preciso dejar claro que los autores del presente texto tuvieron varios
contactos con distintos informantes claves en vista a la redacción de este
material, de los que se obtuvieron invaluables informaciones que aquí se presentan
con su correspondiente análisis.
[1] Proyecto
REMHI, ODHAG, Guatemala, 1998.
[2] Fontes, A. (2013) “Asesinando
por control: la evolución de la extorsión de las pandillas”. En “Sembrando utopía”, disponible en versión
digital en http://www.albedrio.org/htm/documentos/vvaaSembrandoutopia.pdf
[3] “Las sociedades latinoamericanas tienen
múltiples expresiones de la violencia; las ‘maras’ son una de ellas”,
entrevista a Rodolfo Kepfer. Disponible
en: http://www.argenpress.info/2010/05/entrevista-rodolfo-kepfer-las.html,
2010.
[4] Peacock, S. y
Beltrán, A. (2006) “Poderes ocultos. Grupos ilegales armados en la Guatemala post conflicto y las fuerzas
detrás de ellos”.
Washington: WOLA.
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