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sábado, 5 de marzo de 2016

Nostalgias del combatiente poeta

La  actuación de Luís Alberto Quesada durante la contienda civil española iniciada en 1936,  hubiera sido digna de una crónica de la corresponsal de guerra norteamericana Martha Gelhorn;  y hasta -porqué no- del mismísimo Ernest Hemingway a quien el conflicto le dictó “Por quién doblan las campanas”, obra que dedicó a Gelhorn  por entonces su esposa.

Carlos Romero Sosa / Especial para Con Nuestra América
Desde Buenos Aires, Argentina

Hipótesis aparte, y más allá incluso de comprobar al releer a Quesada  que uno de los libros de poemas de su autoría: “El hombre colectivo”, publicado en Buenos Aires en 1974,  lleva como epígrafes dos sentencias de Antonio Machado y ninguna otra cita, no ha de ser antojadizo traer al Premio Nobel, natural de Illinois, a colación de nuestro autor: un hispanoargentino nacido en la bonaerense ciudad de Lomas de Zamora en 1919 de padres andaluces, aunque se registró su llegada al mundo en el Consulado Español y fue llevado por sus mayores a España poco después. Y no ha de serlo porque sin duda al escribir los versos que componen aquel poemario, el ex Comisario Político y combatiente en la Sierra de Guadarrama,  Jarama, Belchite, Teruel –donde fue herido-  y en la defensa de Madrid, pese a la larga historia de sus padecimientos verificada primero en las líneas de fuego y después en las celdas de Porlier, de Carabanchel o de la Prisión de Alcalá de Henares a las que  lo destinó el revanchismo de los vencedores, cuando no internado en condiciones infrahumanas en los campos de concentración franceses, se esforzó una vez más  por “habitar poéticamente el mundo” como ansiaba Hölderlin y, en consecuencia, tendría vivo o al menos guardaría en su inconsciente el carácter del personaje de la novela de Hemingway: Robert Jordan, tan afirmado sobre el principio del compañerismo y la lealtad en  el ideal del “ser colectivo” y dado a verificar, en los hechos, el principio de John Donne: “Nadie es una isla, completo en sí mismo.”

Lástima, y cuánto lo siento,  no haberlo interrogado por su libro y la posible relación con el mensaje humanista que impregna “Por quién doblan las campanas”. Aunque concordancias reales o no entre ambas obras, estimo que resume el espíritu de Quesada, con sentido de impostergable programa filantrópico y hasta un dejo de positivismo aprendido en las traducciones de Comte de su admirado Antonio Zozaya -uno de los fundadores de Izquierda Republicana-, esta definitoria cuarteta suya: “O creamos el hombre colectivo/ o morirá el hombre verdadero/ y morirá la vida,/ y morirá la ciencia.

En verdad,  en las ocasiones que conversé con él, principalmente en una librería de Rodríguez Peña y Viamonte que no existe ya, abordamos otros temas como ser su conocimiento personal y el mío epistolar de la brigadista y militante del Partido Comunista Argentino Fanny Edelman, fallecida centenaria aquí en 2011; y de la asimismo integrante de las Brigadas Internacionales natural de la santafecina Moisés Ville: Mika Feldman o Mika Etchebéherè, la testimonial memorialista de “Mi guerra de España”, al cabo radicada en París donde participó del Mayo Francés y trabó amistad con Julio Cortazar. O hablábamos de su larga camaradería con el escritor Marcos Ana (seudónimo del salmantino Fernando Macarro Castillo), preso también y durante veintitrés años en las cárceles franquistas, y al día de hoy –quizá, es de desearlo- uno de los últimos sobrevivientes con actuación en la Guerra Civil en el bando republicano, además de militante en su adolescencia, precisamente junto con  Quesada, en la Juventudes Socialistas Unificadas.
                                        
Su “Hacer la vida con cosas de la muerte”

El ciclo vital de Luís Alberto Quesada se cerró el 12 de diciembre del pasado 2015 en Buenos Aires, la ciudad que lo había declarado Ciudadano Ilustre en 2003. Tenía noventa y seis años y jamás depuso los ideales de justicia y libertad por los que luchó desde la adolescencia. Los conjugó sabiamente con el de belleza y escribió prosas llenas de imaginación y versos inspirados, límpidos, dirigidos al corazón, por momentos de  tono sapiencial y brevedad aforística: “Lo más importante del saber, es el saber pensar”.

Antes que relatar o rimar amarguras volcó en cada una de sus páginas ilusiones y mejor aún esperanzas que son la madurez de la ilusión. Bien poetizó en su elogio Rafael Alberti en la página final de su libro de cuentos “La saca” (1963), colección prologada por Bernardo Canal Feijoó: “Venid todos a celebrar/ al que después de sufrir presos/ tantos años sus pobres huesos,/ aún es capaz de caminar./ Venidle todos a cantar,/ porque sencillo, humano, fuerte, / hoy es capaz de hacer la vida/ con tantas cosas de la muerte.”   Testimonio de ello, de su capacidad y tenacidad por  “hacer la vida/ con tantas cosas de la muerte”, resultan  hasta los títulos de los libros de poemas de Quesada:  “Ayer, hoy y mañana” (1944), “Muro y alba” (1963), “Espigas al viento” (1986) el mencionado “El hombre colectivo” y “Hacia el sol de la Utopía” (1999), todos prometedores de luz en tiempos de oscuridades -Octavio Paz habló alguna vez de “Tiempo nublado”-, de solidaridades en compensación por tantos egoísmos que impone la cruel disciplina capitalista, de ternuras y finezas a rescatar entre el mal gusto estético y las afrentas éticas a la condición humana, en un siglo marcado por autoritarismos que extremaron el acto de vigilar y castigar: “Barrotes oscuros,/ oscuras cancelas,/ patios silenciosos,/ y pequeñas celdas./ Cárcel: noria,/ permanente rueda./ Vida de unas vidas/ que en vida están muertas.”  

Su humanitarismo y su visceral antifascismo lo expresó Quesada  por momentos con una sencillez  y una pureza más próximas a la visión adánica del mundo que a la ingenuidad: “!Qué bonito es el sueño/ de aquellos que piensan! De aquellos que miran la luna,/ y aprecian su inmensa belleza.” Solo que su  mano tendida hacia los semejantes: “La voz llamó a los hombres,/ les habló del dolor,/ de la injusticia, /de la guerra,/ de la cárcel, del pan de cada día”, no le impedía, durante la dictadura franquista,  practicar el sarcasmo de filiación quevediana: “Usted es un inglés,/ ¡véngase a España!/ Y venga usted, francés,/ que lo esperamos./ Diga que es alemán,/ americano,/ noruego o finlandés./ No importa su nación,/ creencia o habla./ Si es turista holandés,/ venga a Canarias. Pero si es español…/ Bueno,/ si es español:/ salga de España”.  

No lo tentaron los vanguardismos y cantó y contó con su propia voz sin fallarle el oído en el romance y en alguna copla de vuelo popular que le brotaba espontánea y bullía en el linaje andaluz de sus venas. Porque la musicalidad fue otra constante de su poética que en cambio de distraer o distender con el ritmo fácil, hacía más nítido el mensaje: “Se va a acabar;/ porque lo pide el río/ cuando baja glorioso/ hacia los anchos mares”, postuló durante el Proceso haciendo propia una consigna popular cada vez más audible en los corazones y en las calles.  Los compositores que musicalizaron sus versos, como Pompeyo Camps, sabían bien de esa esencial afinación de su lírica.

Lo mismo que Marcos Ana y otros combatientes de la Guerra Civil incorporados luego por vocación al mundo de las letras, Quesada privilegiaba el decir para ser comprendido por los lectores de diferentes condiciones sociales y culturas a experimentar en el  laboratorio de la literatura para un grupo de iniciados. Sus hermanos mayores de la Generación española del 27, en general se dieron a  fusionar las dimensiones de contenido y continente; él los admiraba, los citaba a menudo, pero no los imitaba. Lejos del esteticismo distraído en las promesas vacías del arte por el arte, tampoco intentó   conmover con metáforas deslumbrantes a lo Neruda, al que tanto valoraba por genio y conducta militante. Prefería llegar con el tono menor de la propia voz  sostenida sin trucos hasta donde le permitían hacerlo sus dones para el canto. El poema “Desintegración” del libro “Espigas al viento”, puede leerse como un manifiesto: “Se deshizo, de pronto,/ la poesía,/ en un caudal de frases enigmáticas./ Un aroma lejano/ dejó la rosa enmascarada/ entre  hojas/ de insípidas palabras./ Se deshizo, de pronto,/ la poesía;/ y un hombre estaba muerto/ con diez disparos/ en la espalda.”

Empero resulta difícil encasillarlo y si en la Argentina, cronológicamente era contemporáneo de los miembros de la Generación del Cuarenta, hay poco romanticismo y neoromanticismo en sus páginas, más afines si se quiere por su carácter de denuncia y protesta con las tomas de posición política de izquierda de los grupos  poéticos o de las revistas y editoriales de poesía que atravesaron con la palabra en armas los años cincuenta. Así El Pan Duro con Juan Gelman y Héctor Negro a la cabeza, Barrilete, liderado por Rodolfo Jorge Santoro después detenido-desaparecido, o La Rosa Blindada, una reunión de autores promovida por la visión editora del poeta José Luís Mangieri.  Aunque la inspiración  de Quesada era mucho más emotiva y plena de vivencias  que la de esos muchachos veinteañeros o treintañeros que se iniciaban casi en la lucha por las reivindicaciones sociales: él  venía de allí y llevaba a cuestas todo un pasado de combatiente  en España, donde se le dictó  una condena a muerte, e incluso peleó en la Resistencia francesa y fue perseguido por la Gestapo.   

Con su melena blanca a lo Alberti,  raleada en sus finales, era común hallarlo en actos literarios, presentaciones de libros, conmemoraciones de la Segunda República Española y homenajes a sus figuras políticas y sus intelectuales. Quesada, el alicantino de actuación en Galicia Arturo Cuadrado, que prologó su cuento “Mineros”, editado por Botella al Mar en 1970 con  ilustraciones de  Luís Seoane,  y el también aquí afincado coruñés José Blanco Amor, novelista y cronista del exilio español republicano en la Argentina, eran infaltables en esos eventos reivindicativos de hechos y de personas queridas y admiradas. Concluidos estos y  acallados los diálogos con los asistentes que se acercaban a conversar con Luís Alberto Quesada, un siempre solícito interlocutor, se dirigía a su casa situada en la calle Lezica al 4407 del barrio de Caballito. No era una sombra más en el anochecer de la ciudad: el fuego de su espíritu chispeaba en cada vereda porteña.

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