La actuación de Luís Alberto
Quesada durante la contienda civil española iniciada en 1936, hubiera sido digna de una crónica de la
corresponsal de guerra norteamericana Martha Gelhorn; y hasta -porqué no- del mismísimo Ernest
Hemingway a quien el conflicto le dictó “Por quién doblan las campanas”, obra
que dedicó a Gelhorn por entonces su
esposa.
Carlos Romero Sosa / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Buenos Aires, Argentina
Hipótesis aparte, y más allá incluso de comprobar al releer a
Quesada que uno de los libros de poemas
de su autoría: “El hombre colectivo”, publicado en Buenos Aires en 1974, lleva como epígrafes dos sentencias de
Antonio Machado y ninguna otra cita, no ha de ser antojadizo traer al Premio
Nobel, natural de Illinois, a colación de nuestro autor: un hispanoargentino
nacido en la bonaerense ciudad de Lomas de Zamora en 1919 de padres andaluces,
aunque se registró su llegada al mundo en el Consulado Español y fue llevado
por sus mayores a España poco después. Y no ha de serlo porque sin duda al
escribir los versos que componen aquel poemario, el ex Comisario Político y
combatiente en la Sierra de Guadarrama,
Jarama, Belchite, Teruel –donde fue herido- y en la defensa de Madrid, pese a la larga
historia de sus padecimientos verificada primero en las líneas de fuego y
después en las celdas de Porlier, de Carabanchel o de la Prisión de Alcalá de
Henares a las que lo destinó el revanchismo
de los vencedores, cuando no internado en condiciones infrahumanas en los
campos de concentración franceses, se esforzó una vez más por “habitar poéticamente el mundo” como
ansiaba Hölderlin y, en consecuencia, tendría vivo o al menos guardaría en su
inconsciente el carácter del personaje de la novela de Hemingway: Robert
Jordan, tan afirmado sobre el principio del compañerismo y la lealtad en el ideal del “ser colectivo” y dado a
verificar, en los hechos, el principio de John Donne: “Nadie es una isla,
completo en sí mismo.”
Lástima, y cuánto lo siento, no
haberlo interrogado por su libro y la posible relación con el mensaje humanista
que impregna “Por quién doblan las campanas”. Aunque concordancias reales o no
entre ambas obras, estimo que resume el espíritu de Quesada, con sentido de
impostergable programa filantrópico y hasta un dejo de positivismo aprendido en
las traducciones de Comte de su admirado Antonio Zozaya -uno de los fundadores
de Izquierda Republicana-, esta definitoria cuarteta suya: “O creamos el hombre colectivo/ o morirá el
hombre verdadero/ y morirá la vida,/ y morirá la ciencia.
En verdad, en las ocasiones que
conversé con él, principalmente en una librería de Rodríguez Peña y Viamonte
que no existe ya, abordamos otros temas como ser su conocimiento personal y el
mío epistolar de la brigadista y militante del Partido Comunista Argentino
Fanny Edelman, fallecida centenaria aquí en 2011; y de la asimismo integrante
de las Brigadas Internacionales natural de la santafecina Moisés Ville: Mika
Feldman o Mika Etchebéherè, la testimonial memorialista de “Mi guerra de
España”, al cabo radicada en París donde participó del Mayo Francés y trabó
amistad con Julio Cortazar. O hablábamos de su larga camaradería con el
escritor Marcos Ana (seudónimo del salmantino Fernando Macarro Castillo), preso
también y durante veintitrés años en las cárceles franquistas, y al día de hoy
–quizá, es de desearlo- uno de los últimos sobrevivientes con actuación en la
Guerra Civil en el bando republicano, además de militante en su adolescencia, precisamente
junto con Quesada, en la Juventudes
Socialistas Unificadas.
Su “Hacer la vida
con cosas de la muerte”
El ciclo vital de Luís Alberto Quesada se cerró el 12 de diciembre del
pasado 2015 en Buenos Aires, la ciudad que lo había declarado Ciudadano Ilustre
en 2003. Tenía noventa y seis años y jamás depuso los ideales de justicia y
libertad por los que luchó desde la adolescencia. Los conjugó sabiamente con el
de belleza y escribió prosas llenas de imaginación y versos inspirados,
límpidos, dirigidos al corazón, por momentos de
tono sapiencial y brevedad aforística: “Lo más importante del saber, es el saber pensar”.
Antes que relatar o rimar amarguras volcó en cada una de sus páginas
ilusiones y mejor aún esperanzas que son la madurez de la ilusión. Bien poetizó
en su elogio Rafael Alberti en la página final de su libro de cuentos “La saca”
(1963), colección prologada por Bernardo Canal Feijoó: “Venid todos a celebrar/ al que después de sufrir presos/ tantos años
sus pobres huesos,/ aún es capaz de caminar./ Venidle todos a cantar,/ porque
sencillo, humano, fuerte, / hoy es capaz de hacer la vida/ con tantas cosas de
la muerte.” Testimonio de ello, de
su capacidad y tenacidad por “hacer la
vida/ con tantas cosas de la muerte”, resultan
hasta los títulos de los libros de poemas de Quesada: “Ayer, hoy y mañana” (1944), “Muro y alba”
(1963), “Espigas al viento” (1986) el mencionado “El hombre colectivo” y “Hacia
el sol de la Utopía” (1999), todos prometedores de luz en tiempos de
oscuridades -Octavio Paz habló alguna vez de “Tiempo nublado”-, de
solidaridades en compensación por tantos egoísmos que impone la cruel
disciplina capitalista, de ternuras y finezas a rescatar entre el mal gusto
estético y las afrentas éticas a la condición humana, en un siglo marcado por
autoritarismos que extremaron el acto de vigilar y castigar: “Barrotes oscuros,/ oscuras cancelas,/ patios
silenciosos,/ y pequeñas celdas./ Cárcel: noria,/ permanente rueda./ Vida de
unas vidas/ que en vida están muertas.”
Su humanitarismo y su visceral antifascismo lo expresó Quesada por momentos con una sencillez y una pureza más próximas a la visión adánica
del mundo que a la ingenuidad: “!Qué
bonito es el sueño/ de aquellos que piensan! De aquellos que miran la luna,/ y
aprecian su inmensa belleza.” Solo que su
mano tendida hacia los semejantes: “La
voz llamó a los hombres,/ les habló del dolor,/ de la injusticia, /de la
guerra,/ de la cárcel, del pan de cada día”, no le impedía, durante la
dictadura franquista, practicar el
sarcasmo de filiación quevediana: “Usted
es un inglés,/ ¡véngase a España!/ Y venga usted, francés,/ que lo esperamos./
Diga que es alemán,/ americano,/ noruego o finlandés./ No importa su nación,/
creencia o habla./ Si es turista holandés,/ venga a Canarias. Pero si es
español…/ Bueno,/ si es español:/ salga de España”.
No lo tentaron los vanguardismos y cantó y contó con su propia voz sin
fallarle el oído en el romance y en alguna copla de vuelo popular que le
brotaba espontánea y bullía en el linaje andaluz de sus venas. Porque la
musicalidad fue otra constante de su poética que en cambio de distraer o
distender con el ritmo fácil, hacía más nítido el mensaje: “Se va a acabar;/ porque lo pide el río/
cuando baja glorioso/ hacia los anchos mares”, postuló durante el Proceso
haciendo propia una consigna popular cada vez más audible en los corazones y en
las calles. Los compositores que
musicalizaron sus versos, como Pompeyo Camps, sabían bien de esa esencial afinación
de su lírica.
Lo mismo que Marcos Ana y otros combatientes de la Guerra Civil
incorporados luego por vocación al mundo de las letras, Quesada privilegiaba el
decir para ser comprendido por los lectores de diferentes condiciones sociales
y culturas a experimentar en el
laboratorio de la literatura para un grupo de iniciados. Sus hermanos
mayores de la Generación española del 27, en general se dieron a fusionar las dimensiones de contenido y
continente; él los admiraba, los citaba a menudo, pero no los imitaba. Lejos
del esteticismo distraído en las promesas vacías del arte por el arte, tampoco
intentó conmover con metáforas
deslumbrantes a lo Neruda, al que tanto valoraba por genio y conducta
militante. Prefería llegar con el tono menor de la propia voz sostenida sin trucos hasta donde le permitían
hacerlo sus dones para el canto. El poema “Desintegración” del libro “Espigas
al viento”, puede leerse como un manifiesto: “Se deshizo, de pronto,/ la poesía,/ en un caudal de frases
enigmáticas./ Un aroma lejano/ dejó la rosa enmascarada/ entre hojas/ de insípidas palabras./ Se deshizo, de
pronto,/ la poesía;/ y un hombre estaba muerto/ con diez disparos/ en la
espalda.”
Empero resulta difícil
encasillarlo y si en la Argentina, cronológicamente era contemporáneo de los
miembros de la Generación del Cuarenta, hay poco romanticismo y neoromanticismo
en sus páginas, más afines si se quiere por su carácter de denuncia y protesta
con las tomas de posición política de izquierda de los grupos poéticos o de las revistas y editoriales de
poesía que atravesaron con la palabra en armas los años cincuenta. Así El Pan
Duro con Juan Gelman y Héctor Negro a la cabeza, Barrilete, liderado por
Rodolfo Jorge Santoro después detenido-desaparecido, o La Rosa Blindada, una
reunión de autores promovida por la visión editora del poeta José Luís
Mangieri. Aunque la inspiración de Quesada era mucho más emotiva y plena de
vivencias que la de esos muchachos
veinteañeros o treintañeros que se iniciaban casi en la lucha por las
reivindicaciones sociales: él venía de
allí y llevaba a cuestas todo un pasado de combatiente en España, donde se le dictó una condena a muerte, e incluso peleó en la
Resistencia francesa y fue perseguido por la Gestapo.
Con su melena blanca a lo Alberti,
raleada en sus finales, era común hallarlo en actos literarios,
presentaciones de libros, conmemoraciones de la Segunda República Española y
homenajes a sus figuras políticas y sus intelectuales. Quesada, el alicantino
de actuación en Galicia Arturo Cuadrado, que prologó su cuento “Mineros”,
editado por Botella al Mar en 1970 con
ilustraciones de Luís
Seoane, y el también aquí afincado
coruñés José Blanco Amor, novelista y cronista del exilio español republicano
en la Argentina, eran infaltables en esos eventos reivindicativos de hechos y
de personas queridas y admiradas. Concluidos estos y acallados los diálogos con los asistentes que
se acercaban a conversar con Luís Alberto Quesada, un siempre solícito
interlocutor, se dirigía a su casa situada en la calle Lezica al 4407 del
barrio de Caballito. No era una sombra más en el anochecer de la ciudad: el
fuego de su espíritu chispeaba en cada vereda porteña.
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