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sábado, 16 de abril de 2016

El mundo al revés

Es hora de batallar contra el lucro insaciable y a favor de la solidaridad. Para descifrar esa realidad, aprendamos a colocarnos por un instante en la piel de esos otros, nuestros semejantes, hombres y mujeres del mundo subdesarrollado, víctimas del colonialismo y el neocolonialismo. Somos pequeños liliputienses, pero somos muchos.

Graziella Pogolotti / Cubadebate

La Tierra descansaba sobre el cielo. Pero fue contaminando el cielo. Entonces, los dioses nos colocaron bajo el cielo. Todo, inclusive la historia, empezó a contarse al revés. Con esa fábula, Eduardo Galeano dio sentido a las viñetas que componen Espejos. Divertido y transgresor, el libro logra reconquistar la sabiduría implícita en la aparente ingenuidad de los porqués fundamentales para comprometernos en el empeño colectivo por volver a colocar las cosas en su lugar y reconocer lo que somos desde el sur del planeta. La metáfora se convierte en instrumento para aprender a leer la realidad, también prédica última del recientemente fallecido Umberto Eco.

Las computadoras han sido diseñadas para cumplir funciones semejantes a las del cerebro humano. Almacenan datos y cruzan información. Aun cuando la robótica avance a pasos agigantados y logre producir cierto grado de inteligencia artificial, habrá dispositivos de difícil incorporación. Son los mecanismos asociativos que, metafóricamente, se le atribuyen al corazón y en verdad residen en algún recodo laberíntico de nuestro sistema nervioso.

Corresponden a la zona difusa de las emociones, de la sensibilidad y de los recuerdos depositados en las sensaciones táctiles, olfativas, visuales y sonoras. Para un célebre escritor francés, el sabor de un pastelillo disuelto en un sorbo de té, despertó la evocación tangible de la infancia sobre la que construyó una de las grandes novelas del siglo XX.

La experiencia magnificada por la obra de Marcel Proust anima también a los simples mortales. Una noche, al escuchar las noticias sobre la invasión de Iraq, sentí un estremecimiento. Concentrada en el brutal acontecimiento, no había reparado en el nombre de los ríos que atraviesan el país. De repente, la evocación del Tigris y del Éufrates me trasladó a las maravillas de la antigua Mesopotamia, con los jardines colgantes de Babilonia, el Código de Hammurabi y la escritura cuneiforme, grabada sobre ladrillos. La audacia de la arquitectura, el amanecer de la jurisprudencia y la escritura me remitían a los orígenes de la llamada civilización occidental. Mientras tanto, el mundo, impávido, contemplaba, aparejada a la masacre, a la violación de los derechos fundamentales, la desaparición de los testimonios de nuestras raíces originales.

Imparable, una vez abierta la caja de Pandora, el afán depredador se multiplica, alentado por el fundamentalismo y por el afán de acumular riquezas improductivas que no saciarán el hambre y la sed de los muchos y nos privarán del disfrute del inmenso Museo Imaginario edificado por la humanidad. Costos y ganancias se miden en las sumas de papeles cotizados en las bolsas, multiplicados o reducidos a polvo en un abrir y cerrar de ojos.

La Tierra ocupará su sitio en reposo sobre el cielo cuando volvamos a contar historias verdaderas o con mirada lúcida leamos las señales de la realidad, liberados del efecto hipnótico de las imágenes que obnubilan la inteligencia y los sentimientos, cuando descartemos construcciones ideológicas metafísicas, abstractas, situadas al margen de los contextos y la historia. En nombre de modelos civilizatorios modernizadores se han demonizado culturas, mientras se agiganta el espectáculo de un Oriente Medio sacudido por la violencia. Olvidamos que la conquista de América se inició a partir de la expulsión de los árabes de España, cultivadores de olivares, creadores de espléndidos monumentos arquitectónicos, introductores del cero en Europa, tolerantes en materia religiosa, asesores jurídicos de Alfonso X el Sabio. Preservaron el legado de la antigüedad e incorporaron a nuestra lengua buena parte de su léxico. Cuando el planeta está amenazado por el gasto desenfrenado de sus recursos, soslayamos la sabiduría de los pueblos originarios de nuestra América con su filosofía del buen vivir.

La arrogancia tecnocrática descarta por inútil el pensar filosófico y el estudio de la evolución histórica de la ciencia. Son enseñanzas que evidencian, entre otras cosas, que no puede haber investigación en este terreno sin tener en cuenta la fundamental razón ética. La aplicación de algunos descubrimientos concebidos para favorecer el desarrollo humano puede convertirse en armas letales que, como la bomba atómica, asesinan a millones y dejan su huella mortífera en generaciones que no habían nacido cuando los engendros cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki.

Para romper el hechizo de las historias mal contadas, hay que apelar a todo aquello que las computadoras no alcanzan a tener: inteligencia autónoma, memoria asociativa e imaginación. La Unión Europea padece las consecuencias de la incontenible emigración. A veces nos conmueven los cadáveres de los niños ahogados en el mar. Es la visión trágica de la inocencia tronchada. Pero son muchos otros los que padecen dolor, desgarramiento y desolación.

Evoquemos a los ancianos que no podrán dejar los huesos en la tierra de sus mayores; a los hombres y mujeres que abandonan cuanto lograron edificar, que sufren el derrumbe de sueños y de proyectos de vida; a los pocos que, más afortunados, encontrarán empleo para seguir siendo ciudadanos de segunda clase, discriminados por el color de la piel, por sus creencias religiosas, por su cultura y sus costumbres. Porque en estas circunstancias renacen vigorosos el racismo, la xenofobia y la intolerancia. Es hora de batallar contra el lucro insaciable y a favor de la solidaridad. Para descifrar esa realidad, aprendamos a colocarnos por un instante en la piel de esos otros, nuestros semejantes, hombres y mujeres del mundo subdesarrollado, víctimas del colonialismo y el neocolonialismo. Somos pequeños liliputienses, pero somos muchos. Para recolocar la Tierra en su sitio no se requieren los músculos del Atlas mitológico. Basta con la voluntad de millones de bracitos.

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