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sábado, 25 de junio de 2016

La lucha de clases en América Latina

América Latina es centro de una lucha de clases a la que no se le llama por su nombre quizás por prejuicios filosóficos o de época, aunque se habla de disturbios, represión, huelgas, asesinatos, desapariciones o golpes de Estado blandos.

Luis Manuel Arce Isaac / Prensa Latina

En la región se activan desvencijadas instituciones como la Organización de Estados Americanos (OEA) y su tinglado de resortes para derribar gobiernos constituidos, como la Carta Democrática o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.

La prensa neoliberal, como parte de una cartografía imperial posmodernista que se niega a ser rebasada por el tiempo y por la vida, tergiversa conceptos ideológicos con el objetivo de retrotraer a Latinoamérica a la época del arcabuz y los perros mudos, del Maine o del Destino Manifiesto.

Hay convulsión en todas partes, política, económica y social, y no solamente en las calles de Caracas, Sao Paulo, Río de Janeiro, Buenos Aires o numerosas ciudades de México, como respuesta a las agresiones que reciben las clases sociales mayoritarias.

Esa lucha de clases lo mismo discurre a golpes descompasados del tambor que el secretario general Luis Almagro toca en la OEA contra Venezuela, o de presidentes usurpadores del poder como ocurre en Brasil donde sí se ha roto el orden constitucional al sacar a Dilma Rousseff de la presidencia.

Cuando hay rebelión popular como en Venezuela para salvar su revolución bolivariana, o los argentinos salen a las calles para defender los puestos de trabajo que les han arrebatado, y los indígenas bolivianos regresan al campo de batalla para defender el Estado multiétnico ganado con Evo Morales, la lucha de clases es evidente.

Y también es indudable en la vía contraria cuando el lodo cae por toneladas sobre las cabezas de gobernantes con antecedentes dudosos como Mauricio Macri, según los papeles de Panamá, pero se niegan a renunciar como si estuvieran atornillados al cargo.

Es el caso de Temer y un Cunha en Brasil -picapiedras de la política vernácula comidos por la corrupción-, que siguen libres cuando deberían estar presos, u otros vecinos del sur que quieren hacer añicos los mecanismos de integración real para borrar todo vestigio de progresismo regional.

Está claro que en América Latina hay ofensiva y contraofensiva de una y otra parte, y cada cual entraña un nivel muy alto en esa lucha de clases cuyo final es muy difícil de predecir.

No hay que olvidar que los gobiernos progresistas de Suramérica aparecieron con Hugo Chávez sobre las ruinas del Siglo XX y el polvo levantado por la caída del neoliberalismo con el ALCA como su muro de Berlín, todavía no se despeja y oculta las luces.

Tampoco se puede obviar que el neoliberalismo presentó desde el primer instante una tenaz resistencia y no reparó en fronteras a la hora de contraatacar con acciones como el frustrado golpe de Estado contra Chávez en 2002 y planes de magnicidio.

O la violencia callejera que dejó 43 muertos como en los viejos tiempos del expresidente Carlos Andrés Pérez y el brutal caracazo con miles de muertos del que Henry Ramos Allup fue uno de los protagonistas y hoy es presidente de la Asamblea Nacional.

Indudablemente el progresismo ganó mucho terreno en estos primeros 15 años del nuevo siglo, pero ha trabajado sobre la piedra de esmeril de un capitalismo salvaje que ha provocado desgaste y retrocesos de importancia.

Las flaquezas e insuficiencias de un movimiento nuevo que no logró derribar barreras de una burguesía enquistada como la cultural y educativa y su destructivo consumismo que ha generado procesos de corrupción imperdonables, han sido aprovechadas al máximo por los ideólogos neoliberales que han mantenido en sus manos los medios de comunicación.

Los gobiernos progresistas tampoco lograron derribar el poder económico y no les quedó más alternativa que construir el nuevo Estado sobre las viejas bases de un régimen de propiedad que restringe la capacidad soberana y arrincona todo esfuerzo de desarrollo.

En general, y en especial el caso de Venezuela con el petróleo, los gobiernos progresistas quedaron a merced de los deprimidos precios de las materias primas y la volatilidad financiera ante la impotencia de revertir las tendencias de los mercados dominados por sus adversarios.

No obstante, el neoliberalismo no ha ganado la batalla ni el progresismo ha escrito aún su epitafio como quieren hacer ver los teóricos del fin de las ideologías y de la historia.

Es imprescindible desmentir a la derecha intelectual en su afirmación de que el ciclo de los gobiernos progresistas ha concluido, pues en realidad apenas si está empezando.

En cambio, el que sí languidece es el capitalismo salvaje lo cual no necesariamente significa que esté debilitado ni que puede desaparecer mañana. Pero por el principio de la regla simple de tres es fácil coincidir con quienes así lo creen. Es un esquematismo que deja de serlo cuando se estudia el papel de Estados Unidos en los conflictos de alta o baja intensidad que han tenido lugar después de la Segunda Guerra Mundial, la fuerte dependencia del exterior de su sistema de producción en decadencia y las crisis económicas que han dejado de ser cíclicas para convertirse en sistémicas.

Dentro de esa ecuación la constante es, sin dudas, la lucha de clases, cuya batalla se libra en el terreno de las ideas.

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