América Latina es
centro de una lucha de clases a la que no se le llama por su nombre quizás por
prejuicios filosóficos o de época, aunque se habla de disturbios, represión,
huelgas, asesinatos, desapariciones o golpes de Estado blandos.
Luis Manuel Arce Isaac / Prensa Latina
En la región se activan
desvencijadas instituciones como la Organización de Estados Americanos (OEA) y
su tinglado de resortes para derribar gobiernos constituidos, como la Carta
Democrática o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La prensa neoliberal,
como parte de una cartografía imperial posmodernista que se niega a ser
rebasada por el tiempo y por la vida, tergiversa conceptos ideológicos con el
objetivo de retrotraer a Latinoamérica a la época del arcabuz y los perros
mudos, del Maine o del Destino Manifiesto.
Hay convulsión en todas
partes, política, económica y social, y no solamente en las calles de Caracas,
Sao Paulo, Río de Janeiro, Buenos Aires o numerosas ciudades de México, como
respuesta a las agresiones que reciben las clases sociales mayoritarias.
Esa lucha de clases lo
mismo discurre a golpes descompasados del tambor que el secretario general Luis
Almagro toca en la OEA contra Venezuela, o de presidentes usurpadores del poder
como ocurre en Brasil donde sí se ha roto el orden constitucional al sacar a
Dilma Rousseff de la presidencia.
Cuando hay rebelión
popular como en Venezuela para salvar su revolución bolivariana, o los
argentinos salen a las calles para defender los puestos de trabajo que les han
arrebatado, y los indígenas bolivianos regresan al campo de batalla para
defender el Estado multiétnico ganado con Evo Morales, la lucha de clases es
evidente.
Y también es indudable
en la vía contraria cuando el lodo cae por toneladas sobre las cabezas de
gobernantes con antecedentes dudosos como Mauricio Macri, según los papeles de
Panamá, pero se niegan a renunciar como si estuvieran atornillados al cargo.
Es el caso de Temer y
un Cunha en Brasil -picapiedras de la política vernácula comidos por la
corrupción-, que siguen libres cuando deberían estar presos, u otros vecinos
del sur que quieren hacer añicos los mecanismos de integración real para borrar
todo vestigio de progresismo regional.
Está claro que en
América Latina hay ofensiva y contraofensiva de una y otra parte, y cada cual
entraña un nivel muy alto en esa lucha de clases cuyo final es muy difícil de
predecir.
No hay que olvidar que
los gobiernos progresistas de Suramérica aparecieron con Hugo Chávez sobre las
ruinas del Siglo XX y el polvo levantado por la caída del neoliberalismo con el
ALCA como su muro de Berlín, todavía no se despeja y oculta las luces.
Tampoco se puede obviar
que el neoliberalismo presentó desde el primer instante una tenaz resistencia y
no reparó en fronteras a la hora de contraatacar con acciones como el frustrado
golpe de Estado contra Chávez en 2002 y planes de magnicidio.
O la violencia
callejera que dejó 43 muertos como en los viejos tiempos del expresidente
Carlos Andrés Pérez y el brutal caracazo con miles de muertos del que Henry
Ramos Allup fue uno de los protagonistas y hoy es presidente de la Asamblea
Nacional.
Indudablemente el
progresismo ganó mucho terreno en estos primeros 15 años del nuevo siglo, pero
ha trabajado sobre la piedra de esmeril de un capitalismo salvaje que ha
provocado desgaste y retrocesos de importancia.
Las flaquezas e
insuficiencias de un movimiento nuevo que no logró derribar barreras de una
burguesía enquistada como la cultural y educativa y su destructivo consumismo
que ha generado procesos de corrupción imperdonables, han sido aprovechadas al
máximo por los ideólogos neoliberales que han mantenido en sus manos los medios
de comunicación.
Los gobiernos
progresistas tampoco lograron derribar el poder económico y no les quedó más
alternativa que construir el nuevo Estado sobre las viejas bases de un régimen
de propiedad que restringe la capacidad soberana y arrincona todo esfuerzo de
desarrollo.
En general, y en
especial el caso de Venezuela con el petróleo, los gobiernos progresistas
quedaron a merced de los deprimidos precios de las materias primas y la
volatilidad financiera ante la impotencia de revertir las tendencias de los
mercados dominados por sus adversarios.
No obstante, el
neoliberalismo no ha ganado la batalla ni el progresismo ha escrito aún su
epitafio como quieren hacer ver los teóricos del fin de las ideologías y de la
historia.
Es imprescindible
desmentir a la derecha intelectual en su afirmación de que el ciclo de los
gobiernos progresistas ha concluido, pues en realidad apenas si está empezando.
En cambio, el que sí
languidece es el capitalismo salvaje lo cual no necesariamente significa que
esté debilitado ni que puede desaparecer mañana. Pero por el principio de la
regla simple de tres es fácil coincidir con quienes así lo creen. Es un
esquematismo que deja de serlo cuando se estudia el papel de Estados Unidos en
los conflictos de alta o baja intensidad que han tenido lugar después de la
Segunda Guerra Mundial, la fuerte dependencia del exterior de su sistema de
producción en decadencia y las crisis económicas que han dejado de ser cíclicas
para convertirse en sistémicas.
Dentro de esa ecuación
la constante es, sin dudas, la lucha de clases, cuya batalla se libra en el
terreno de las ideas.
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