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sábado, 3 de septiembre de 2016

Guerras extractivistas en Bolivia

Es una situación muy triste porque somos testigos de grupos sociales que han caído en visiones tan pero tan mercantilizadas de la naturaleza y de las comunidades, que la destrucción ambiental, el secuestro o el asesinato, están justificados con tal de recuperar las tasas de ganancias.

Eduardo Gudynas / ALAI

El asesinato de un viceministro y la muerte de cuatro mineros vuelven a confirmar que los extractivismos transitan hacia mayores niveles de violencia. No es la primera vez que esto sucede, pero en esta ocasión golpea al gobierno de Bolivia y uno de sus más íntimos aliados políticos. Más allá de los clásicos argumentos partidarios, este caso deja en claro que las ideologías políticas quedaron relegadas detrás de una cruda guerra por los excedentes económicos. Una vez más, las comunidades y la Naturaleza, lo sufren.

El conflicto entre las cooperativas mineras y el gobierno de Evo Morales no puede ser analizado apelando a los marcos clásicos. De un lado, no estamos frente a una gran corporación minera transnacional, sino a un conglomerado de agentes económicos que hacen minería, y que se presentan a sí mismos como cooperativas (y de izquierda). Del otro lado, el gobierno de Evo Morales y el Movimiento al Socialismo, construyó una estrecha relación política con todo ese sector, convirtiéndolo en uno de sus aliados más importantes.

El actual ciclo de conflictividad se inició a inicios de agosto con la aprobación parlamentaria de una reforma a la ley de cooperativas propuesta por el gobierno Morales, para permitir y proteger la sindicalización de los trabajados. La medida fue duramente criticada por Federación Nacional de Cooperativas Mineras (FENCOMIN), y el 10 de agosto comenzaron movilizaciones y protestas. Se estima que existen unos 130 mil cooperativistas mineros, lo que les convierte en actores de peso. Rápidamente se generaron bloqueos en rutas nacionales, pedreas y declaraciones cada vez más encendidas.

Desde el gobierno los discursos también se volvieron más duros y se desplegaron policías. Estallaron las refriegas, donde había decenas de manifestantes detenidos y a la vez decenas de policías eran retenidos como rehenes por los mineros, con heridos de uno y otro lado. Varios mineros son encarcelados y se les inician procesos judiciales, lo que hace endurecer todavía más a los cooperativistas. El 24 de agosto mueren dos mineros en esas refriegas, y al otro día es secuestrado el viceministro del interior, Rodolfo Illanes, quien intentaba iniciar una nueva negociación. Al menos un dirigente minero afirmó, con toda claridad, que asesinarían a ese funcionario si moría otro manifestante minero.

Bajo esa dinámica, ya sin control, la noticia del deceso de un nuevo manifestante terminó en que una turba golpeara y tortura al viceministro hasta su muerte; al poco tiempo dejaron abandonado su cadáver en una carretera (fue recuperado el 26 de agosto). Es una triste y dolorosa situación donde, al día de hoy, hay un total de cinco muertos.

Como muchas veces sucede en Bolivia, casi nada es lo que parece y es necesario disecar con precaución a los actores y sus disputas. Por un lado, las llamadas “cooperativas” mineras en realidad son más similares a empresas, y en buena parte de ellas existen unos pocos socios cooperativistas y unos cuantos obreros asalariados, que trabajan bajo durísimas condiciones de seguridad y ambiente, malos sueldos, impedidos de organizarse. En algunas cooperativas incluso se explotaba como asalariados a mujeres o niños.

Por otro lado, la propuesta de modificación del gobierno Morales se enfocaba en los asalariados de las cooperativas de servicios, y era discutible si afectaría a los mineros. Bajo la excusa de que esa medida volvería a sus cooperativas ingobernables es que se lanzaron las movilizaciones. Es un tipo de argumentos que resulta muy conservador, pero que era dicho por organizaciones, sin duda populares, y que se presentan a sí mismas como parte de la revolución del Movimiento al Socialismo. Recordemos que estas cooperativas han sido uno de los socios más poderosos en ese gobierno, tanto por su poder de movilización como por el gran número de votos que significan. Es un conglomerado que tiene muchas caras, ya que por momentos opera como un sindicato, a veces como una cámara empresarial y en otros casos como movimiento político (incluso tiene sus propios legisladores y han colocado a sus integrantes en puestos ministeriales).

Para muchos analistas y medios parecería que esto es la primera vez que ocurre en Bolivia. Sin embargo, hay una larga lista de antecedentes. En uno de los más recordados, en 2006 murieron 16 personas por durísimos enfrentamientos entre mineros cooperativistas y mineros del sindicato de la empresa estatal, para controlar unas parcelas en la localidad de Huanuni, en el altiplano andino. Otra guerra extractivista que también escapó al control gubernamental.

Entonces nadie puede sorprenderse del evidente aumento de la violencia alrededor de la minería. Ya no es solo la imposición de unas empresas contra comunidades locales, sino que en varios sitios en distintos países estallan conflictos entre distintos tipos de mineros (tales como cooperativistas versus trabajadores, sean de empresas estales o privadas, o legales contra ilegales), mineros de cualquier tipo versus campesinos que todavía se dedican a la ganadería o agricultura, o frente a pueblos indígenas. La violencia en el extractivismo ya no expresa ocasionales accidentes, sino que es un componente esencial y propio de ese tipo de actividades.

Dando otro paso en la particularidad boliviana, los reclamos de las cooperativas mineras iban mucho más allá de resistirse a la sindicalización. Sus exigencias son mucho más amplias, incluyendo poder efectuar contratos directamente con empresas transnacionales, esquivar el control parlamentario en ese tipo de comercialización, aumentar las áreas de explotación minera, incluyendo el acceso a tierras forestales y áreas protegidas, recibir todavía más ayudas financieras (por ejemplo, que regalías mineras fueran reinvertidas en proyectos mineros de las cooperativas), y subordinar los controles ambientales.

Por lo que puede verse estos son reclamos que serían un sueño para las grandes corporaciones transnacionales, pero que aquí son exigidas violentamente por grupos populares que se consideran parte del progresismo y eran socios íntimos del gobierno. Es que justamente otra particularidad de esta situación es que las cooperativas mineras tienen ese enorme poder y el desparpajo de hacer ese tipo de reclamos gracias a las sucesivas concesiones y beneficios que le ha dado el gobierno de Evo Morales. La más reciente fue la nueva ley de minería No 235, aprobada en 2014, que consolida su status privilegiado, le otorga grandes beneficios económicos, y hasta declaraba que sería ilegal cualquier actividad que impidiera la minería (entre ellas, la huelga, por supuesto).

Este caso boliviano también muestra la necesidad de miradas conceptualmente rigurosas sobre los extractivismos. Es que no son pocas las definiciones de extractivismos mineros que, aún en la crítica, lo conciben solamente como una expresión propia de las grandes corporaciones del norte. Esas conceptualizaciones son casi siempre compartibles, pero al caer en unas narraciones metafóricas, no siempre sirven para entender otros extractivismos, tales como el cooperativismo minero boliviano o la ilegalidad / informalidad de los mineros de oro en la Amazonia. Por ello, una definición más precisa subraya que los extractivismos son un tipo de apropiación intensiva y de grandes volúmenes de los recursos naturales que puede darse bajo distintos regímenes de propiedad (privada, estatal, mixta, cooperativa, etc.). De esta manera, la rigurosidad en entender los extractivismos no es una manía académica, sino que es indispensable para abordar sus distintas conflictividades.

A lo largo de los últimos años, mientras que cooperativistas y gobierno eran aliados dentro de gobierno, no ha habido muchos análisis independientes, ya que se protegían mutuamente. Los pocos que lo hicieron, como ocurrió con algunos analistas, militantes y unas pocas ONGs en Bolivia, alertaron sobre las exageradas concesiones que el gobierno otorgaba a esas cooperativas mineras, y difundieron las denuncias que partían desde las comunidades locales. Los estudios de esas ONGs, especialmente los de CEDIB (Centro de Documentación e Información de Bolivia), fueron duramente cuestionados desde el poder y sus seguidores entre los medios y otras ONGs, presentándolos como un obstáculo para explotar los recursos naturales. Ahora es evidente que ellos estaban en lo cierto, y a la vez queda en evidencia la fragilidad de los analistas que apenas son un eco gubernamental.

Las acusaciones entre los distintos actores en este conflicto se cruzan aunque en un plano todavía superficial. Los cooperativistas y sindicatos exigen responsabilidades políticas al gobierno por haber permitido que escalara la violencia, y en especial identificar a quienes asesinaron a los manifestantes. A su vez, el gobierno avanza sobre las cooperativas, se iniciaron procesos judiciales contra quienes dieron muerte al viceministro, pero sorpresivamente parece exculpar a las bases, ya que otra vez insiste en que todo el asunto es parte de un complot de la derecha partidaria.

Lo sorprendente en una discusión de ese tipo es que no se analiza la esencia del conflicto: una violenta disputada por los excedentes de los extractivismos. Sin duda que estamos ante una disputa político partidaria convencional, y para nada menor, en tanto se rompe la alianza del gobierno de Morales con uno de sus principales aliados. Pero esa no es la causa de todo este drama, sino que es una consecuencia de una contradicción mucho más profunda.

De un lado el gobierno y del otro los mineros, se están peleando por controlar los excedentes que provienen de explotar los recursos naturales, para asegurarse la mayor tajada posible de su rentabilidad económica. Ni ellos ni los analistas o medios convencionales están debatiendo, por ejemplo, si es apropiado seguir con ese tipo de minería, ni sobre sus costos sociales y ambientales o su real beneficio económico, ni tampoco sobre su inherente violencia.

Es una situación muy triste porque somos testigos de grupos sociales que han caído en visiones tan pero tan mercantilizadas de la naturaleza y de las comunidades, que la destrucción ambiental, el secuestro o el asesinato, están justificados con tal de recuperar las tasas de ganancias. Son este tipo de condiciones, que tienen raíces más profundas, las que alimentan una y otra vez las guerras extractivistas. En ellas, las víctimas que siempre se repiten siguen siendo las comunidades locales y la Naturaleza.

Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología Social (CLAES). Seguimiento en twitter: @EGudynas

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