Es una situación muy triste porque somos testigos de grupos sociales
que han caído en visiones tan pero tan mercantilizadas de la naturaleza y de
las comunidades, que la destrucción ambiental, el secuestro o el asesinato,
están justificados con tal de recuperar las tasas de ganancias.
Eduardo Gudynas / ALAI
El asesinato de un viceministro y la muerte de cuatro mineros vuelven
a confirmar que los extractivismos transitan hacia mayores niveles de
violencia. No es la primera vez que esto sucede, pero en esta ocasión golpea al
gobierno de Bolivia y uno de sus más íntimos aliados políticos. Más allá de los
clásicos argumentos partidarios, este caso deja en claro que las ideologías
políticas quedaron relegadas detrás de una cruda guerra por los excedentes
económicos. Una vez más, las comunidades y la Naturaleza, lo sufren.
El conflicto entre las cooperativas mineras y el gobierno de Evo
Morales no puede ser analizado apelando a los marcos clásicos. De un lado, no
estamos frente a una gran corporación minera transnacional, sino a un
conglomerado de agentes económicos que hacen minería, y que se presentan a sí
mismos como cooperativas (y de izquierda). Del otro lado, el gobierno de Evo
Morales y el Movimiento al Socialismo, construyó una estrecha relación política
con todo ese sector, convirtiéndolo en uno de sus aliados más importantes.
El actual ciclo de conflictividad se inició a inicios de agosto con la
aprobación parlamentaria de una reforma a la ley de cooperativas propuesta por
el gobierno Morales, para permitir y proteger la sindicalización de los
trabajados. La medida fue duramente criticada por Federación Nacional de
Cooperativas Mineras (FENCOMIN), y el 10 de agosto comenzaron movilizaciones y
protestas. Se estima que existen unos 130 mil cooperativistas mineros, lo que
les convierte en actores de peso. Rápidamente se generaron bloqueos en rutas
nacionales, pedreas y declaraciones cada vez más encendidas.
Desde el gobierno los discursos también se volvieron más duros y se
desplegaron policías. Estallaron las refriegas, donde había decenas de
manifestantes detenidos y a la vez decenas de policías eran retenidos como
rehenes por los mineros, con heridos de uno y otro lado. Varios mineros son
encarcelados y se les inician procesos judiciales, lo que hace endurecer
todavía más a los cooperativistas. El 24 de agosto mueren dos mineros en esas
refriegas, y al otro día es secuestrado el viceministro del interior, Rodolfo
Illanes, quien intentaba iniciar una nueva negociación. Al menos un dirigente
minero afirmó, con toda claridad, que asesinarían a ese funcionario si moría
otro manifestante minero.
Bajo esa dinámica, ya sin control, la noticia del deceso de un nuevo
manifestante terminó en que una turba golpeara y tortura al viceministro hasta
su muerte; al poco tiempo dejaron abandonado su cadáver en una carretera (fue
recuperado el 26 de agosto). Es una triste y dolorosa situación donde, al día
de hoy, hay un total de cinco muertos.
Como muchas veces sucede en Bolivia, casi nada es lo que parece y es
necesario disecar con precaución a los actores y sus disputas. Por un lado, las
llamadas “cooperativas” mineras en realidad son más similares a empresas, y en
buena parte de ellas existen unos pocos socios cooperativistas y unos cuantos
obreros asalariados, que trabajan bajo durísimas condiciones de seguridad y
ambiente, malos sueldos, impedidos de organizarse. En algunas cooperativas
incluso se explotaba como asalariados a mujeres o niños.
Por otro lado, la propuesta de modificación del gobierno Morales se
enfocaba en los asalariados de las cooperativas de servicios, y era discutible
si afectaría a los mineros. Bajo la excusa de que esa medida volvería a sus
cooperativas ingobernables es que se lanzaron las movilizaciones. Es un tipo de
argumentos que resulta muy conservador, pero que era dicho por organizaciones,
sin duda populares, y que se presentan a sí mismas como parte de la revolución del
Movimiento al Socialismo. Recordemos que estas cooperativas han sido uno de los
socios más poderosos en ese gobierno, tanto por su poder de movilización como
por el gran número de votos que significan. Es un conglomerado que tiene muchas
caras, ya que por momentos opera como un sindicato, a veces como una cámara
empresarial y en otros casos como movimiento político (incluso tiene sus
propios legisladores y han colocado a sus integrantes en puestos
ministeriales).
Para muchos analistas y medios parecería que esto es la primera vez
que ocurre en Bolivia. Sin embargo, hay una larga lista de antecedentes. En uno
de los más recordados, en 2006 murieron 16 personas por durísimos
enfrentamientos entre mineros cooperativistas y mineros del sindicato de la
empresa estatal, para controlar unas parcelas en la localidad de Huanuni, en el
altiplano andino. Otra guerra extractivista que también escapó al control
gubernamental.
Entonces nadie puede sorprenderse del evidente aumento de la violencia
alrededor de la minería. Ya no es solo la imposición de unas empresas contra
comunidades locales, sino que en varios sitios en distintos países estallan
conflictos entre distintos tipos de mineros (tales como cooperativistas versus
trabajadores, sean de empresas estales o privadas, o legales contra ilegales),
mineros de cualquier tipo versus campesinos que todavía se dedican a la
ganadería o agricultura, o frente a pueblos indígenas. La violencia en el
extractivismo ya no expresa ocasionales accidentes, sino que es un componente
esencial y propio de ese tipo de actividades.
Dando otro paso en la particularidad boliviana, los reclamos de las
cooperativas mineras iban mucho más allá de resistirse a la sindicalización.
Sus exigencias son mucho más amplias, incluyendo poder efectuar contratos
directamente con empresas transnacionales, esquivar el control parlamentario en
ese tipo de comercialización, aumentar las áreas de explotación minera,
incluyendo el acceso a tierras forestales y áreas protegidas, recibir todavía
más ayudas financieras (por ejemplo, que regalías mineras fueran reinvertidas
en proyectos mineros de las cooperativas), y subordinar los controles
ambientales.
Por lo que puede verse estos son reclamos que serían un sueño para las
grandes corporaciones transnacionales, pero que aquí son exigidas violentamente
por grupos populares que se consideran parte del progresismo y eran socios
íntimos del gobierno. Es que justamente otra particularidad de esta situación
es que las cooperativas mineras tienen ese enorme poder y el desparpajo de
hacer ese tipo de reclamos gracias a las sucesivas concesiones y beneficios que
le ha dado el gobierno de Evo Morales. La más reciente fue la nueva ley de
minería No 235, aprobada en 2014, que consolida su status privilegiado, le
otorga grandes beneficios económicos, y hasta declaraba que sería ilegal
cualquier actividad que impidiera la minería (entre ellas, la huelga, por
supuesto).
Este caso boliviano también muestra la necesidad de miradas
conceptualmente rigurosas sobre los extractivismos. Es que no son pocas las
definiciones de extractivismos mineros que, aún en la crítica, lo conciben
solamente como una expresión propia de las grandes corporaciones del norte.
Esas conceptualizaciones son casi siempre compartibles, pero al caer en unas
narraciones metafóricas, no siempre sirven para entender otros extractivismos,
tales como el cooperativismo minero boliviano o la ilegalidad / informalidad de
los mineros de oro en la Amazonia. Por ello, una definición más precisa subraya
que los extractivismos son un tipo de apropiación intensiva y de grandes
volúmenes de los recursos naturales que puede darse bajo distintos regímenes de
propiedad (privada, estatal, mixta, cooperativa, etc.). De esta manera, la
rigurosidad en entender los extractivismos no es una manía académica, sino que
es indispensable para abordar sus distintas conflictividades.
A lo largo de los últimos años, mientras que cooperativistas y
gobierno eran aliados dentro de gobierno, no ha habido muchos análisis
independientes, ya que se protegían mutuamente. Los pocos que lo hicieron, como
ocurrió con algunos analistas, militantes y unas pocas ONGs en Bolivia,
alertaron sobre las exageradas concesiones que el gobierno otorgaba a esas
cooperativas mineras, y difundieron las denuncias que partían desde las
comunidades locales. Los estudios de esas ONGs, especialmente los de CEDIB
(Centro de Documentación e Información de Bolivia), fueron duramente
cuestionados desde el poder y sus seguidores entre los medios y otras ONGs,
presentándolos como un obstáculo para explotar los recursos naturales. Ahora es
evidente que ellos estaban en lo cierto, y a la vez queda en evidencia la
fragilidad de los analistas que apenas son un eco gubernamental.
Las acusaciones entre los distintos actores en este conflicto se
cruzan aunque en un plano todavía superficial. Los cooperativistas y sindicatos
exigen responsabilidades políticas al gobierno por haber permitido que escalara
la violencia, y en especial identificar a quienes asesinaron a los manifestantes.
A su vez, el gobierno avanza sobre las cooperativas, se iniciaron procesos
judiciales contra quienes dieron muerte al viceministro, pero sorpresivamente
parece exculpar a las bases, ya que otra vez insiste en que todo el asunto es
parte de un complot de la derecha partidaria.
Lo sorprendente en una discusión de ese tipo es que no se analiza la
esencia del conflicto: una violenta disputada por los excedentes de los
extractivismos. Sin duda que estamos ante una disputa político partidaria
convencional, y para nada menor, en tanto se rompe la alianza del gobierno de
Morales con uno de sus principales aliados. Pero esa no es la causa de todo
este drama, sino que es una consecuencia de una contradicción mucho más
profunda.
De un lado el gobierno y del otro los mineros, se están peleando por
controlar los excedentes que provienen de explotar los recursos naturales, para
asegurarse la mayor tajada posible de su rentabilidad económica. Ni ellos ni
los analistas o medios convencionales están debatiendo, por ejemplo, si es
apropiado seguir con ese tipo de minería, ni sobre sus costos sociales y
ambientales o su real beneficio económico, ni tampoco sobre su inherente
violencia.
Es una situación muy triste porque somos testigos de grupos sociales
que han caído en visiones tan pero tan mercantilizadas de la naturaleza y de
las comunidades, que la destrucción ambiental, el secuestro o el asesinato,
están justificados con tal de recuperar las tasas de ganancias. Son este tipo
de condiciones, que tienen raíces más profundas, las que alimentan una y otra
vez las guerras extractivistas. En ellas, las víctimas que siempre se repiten
siguen siendo las comunidades locales y la Naturaleza.
Eduardo Gudynas es analista en el Centro Latino Americano de Ecología
Social (CLAES). Seguimiento en twitter: @EGudynas
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