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sábado, 4 de febrero de 2017

En las puertas del nazismo

Donald Trump, así como lo hizo Hitler en su momento, encarna esa misión redentora, purificadora: su lenguaje xenofóbico, racista, ultranacionalista, quasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una clase trabajadora golpeada quiere oír. “¡Fuera inmigrantes!” es la consigna.

Marcelo Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

I

El sistema capitalista ha impulsado prodigiosos avances en la historia de la Humanidad. El portentoso desarrollo científico-técnico que se viene experimentando desde hace dos o tres siglos, que ha cambiado la fisonomía del mundo, va de la mano de la industria moderna surgida a la luz del capitalismo. Problemas ancestrales de los seres humanos comenzaron a resolverse con estos nuevos aires, que desde el Renacimiento europeo en adelante se expandieron por todo el planeta.

Pero ese monumental crecimiento tiene un alto precio: el modo de producción capitalista sigue siendo tan pernicioso para las grandes mayorías como lo fue el esclavismo en la antigüedad.

Para que hoy un 15% de la población mundial goce las mieles del “progreso” y la “prosperidad” (oligarquías de todos los países y masa trabajadora del Norte), la inmensa mayoría planetaria pasa penurias. Con el agravante –cosa que toda la anterior historia humana no presentó– de la catástrofe medioambiental que su insaciable afán de lucro ha producido. No olvidar que para constituirse como sistema con mayoría de edad debió masacrar millones de nativos americanos y africanos, produciendo así la acumulación originaria que posibilitó la industria moderna en Europa. En síntesis: el capitalismo es sinónimo no tanto de desarrollo y prosperidad, sino de muerte y destrucción.

Ahora bien: ese desarrollo material fabuloso no logra repartir equitativamente, con auténtica solidaridad, los productos de su colosal producción: se llega al planeta Marte o se desarrolla inteligencia artificial más inteligente que la misma inteligencia humana, pero no se puede acabar con el hambre. Sin dudas, algo anda mal en el sistema capitalista. Y no se trata de algún error coyuntural, alguna tuerca suelta que se pueda ajustar: el problema es estructural, de base.

Dicho de otro modo: el sistema capitalista no puede ofrecer soluciones reales a los problemas de toda la Humanidad. No puede, aunque quiera, pues en su esencia misma están los límites: como se produce en función de la ganancia, del lucro personal del dueño del capital, el bien común queda relegado. Por más que lo intente –capitalismo de rostro humano, medidas caritativas para los más necesitados, válvulas de escape para permitir algunas mejoras paliativas– el sistema en su conjunto se erige 1) en contra del colectivo, al que convierte en esclavo asalariado explotándolo en forma inmisericorde, y 2) en contra de la naturaleza, a la que convierte en una mercadería más para consumir, obviando así que si la destruimos nos quedamos sin casa donde vivir.

Como sistema, el capitalismo tiene momentos de expansión y de repliegue, pues la producción no está planificada. Se supone que “la mano invisible del mercado” la regula; pero esa “mano” no resuelve a favor de las grandes mayorías, sino siempre en función de los capitales. Por tanto, periódicamente se asiste a crisis sistémicas generales, que siempre terminan pagando los más desposeídos (es decir: las mayorías populares).

Ahora, desde 2008, se cursa una de las más grandes de esas crisis, comparable a la de 1930 en el pasado siglo. La especulación financiera sin par llevó a un quiebre de las economías, produciendo una recesión fenomenal que empobreció más aún a los más pobres, haciendo desaparecer enormes cantidades de sectores medios y acabando con numerosos puestos de trabajo. El sistema no termina de salir de su marasmo, aunque los grandes capitales en aprietos (bancos de primer nivel, grandes empresas industriales como la General Motors) sí reciben asistencia de sus Estados, en tanto las grandes masas de empobrecidos tienen que ajustarse más el cinturón y resignarse. En otros términos: las ganancias quedan siempre para el capital, las pérdidas se socializan y las paga la clase trabajadora, el pobrerío en su conjunto.

II

En las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), la crisis se siente de una manera distinta a como afecta en los países históricamente empobrecidos (el Sur, el antes llamado Tercer Mundo). El fantasma en juego en el Norte no es, exactamente, el hambre; pero sí la precarización de la vida, la falta de trabajo, el estancamiento económico. La pobreza, de todos modos, siempre es pobreza. Los planes de capitalismo salvaje de estas últimas décadas (eufemísticamente llamado neoliberalismo), además de acumular más riquezas en los ya históricamente más ricos, pauperizaron de una forma alarmante al conjunto de trabajadores en todas partes del mundo.

Por una combinación de causas (planes neoliberales de ajuste hacia las masas trabajadoras, robotización creciente que prescinde de mano de obra humana, traslado de plantas industriales desde la metrópoli hacia la periferia buscando condiciones de mayor explotación), los trabajadores del llamado Primer Mundo vienen sufriendo un descenso en su nivel de vida. En Estados Unidos, la primera potencia capitalista mundial, ello es más que evidente en estas últimas décadas.

Si bien el país no dejó de ser un gigante, la calidad de vida de sus ciudadanos no está en franca mejoría, en expansión, como pasó por varias décadas después de terminada la Segunda Guerra Mundial. De ser la “locomotora de la Humanidad”, como se la consideró por largos años, la economía estadounidense no está en sana expansión. El hiperconsumismo sin freno en que entró llevó a un hiperendeudamiento (a nivel personal-familiar y a nivel nacional) técnicamente impagable. El poder de Estados Unidos viene asentándose, cada vez más, en ser “el grandote del barrio”: la discrecionalidad con que fijó su moneda, el dólar, como patrón económico dominante a escala planetaria, y unas faraónicas fuerzas armadas que representan, ellas solas, la mitad de todos los gastos militares globales, son los soportes en que se apoya su actual grandiosidad. Pero la misma no es sostenible en forma sana, genuina. En otros términos: la principal potencia capitalista del mundo tiene, de alguna forma, pies de barro. La interdependencia de todos los capitales que fue tomando el sistema a nivel global permite a la clase dominante estadounidense seguir teniendo supremacía, y su Estado funciona como gendarme del orden mundial, ahora sin fantasma del comunismo a la vista. Pero su dependencia de capitales de otros puntos (China, Japón) es vital.

Por otro lado, su monumentalidad se basa, en muy buena medida, en los recursos naturales que roba en distintas latitudes (petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad), por lo que sin ese militarismo desbocado –causa de muertes por millones, de destrucción, de avasallamiento de grupos más vulnerables– su supremacía económica no sería tal. James Paul, en un informe del Global Policy Forum, lo dice sin ambages: “Así como los gobiernos de los Estados Unidos. (…) necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”.

Pero esa economía próspera de las décadas del 50 y del 60 del siglo pasado se terminó. Estados Unidos, que de ningún modo ahora es un país pobre, está en decadencia. Los homeless (gente sin hogar) son cada vez más. Los trabajadores que han perdido sus puestos, y con ello todos los beneficios sociales, se cuentan por millones. Industrias florecientes de hace algunas décadas, ahora languidecen, pues para el capital es más rentable invertir en la periferia, con salarios de hambre, que en el propio territorio estadounidense.

Para ejemplo icónico de todo esto: la ciudad de Detroit. La que algunas décadas atrás fuera el centro mundial de la producción de automóviles, que nucleaba todas las grandes empresas de capital netamente norteamericano con casi tres millones de habitantes, ahora es una ciudad fantasma, con apenas trescientos mil pobladores, con fábricas cerradas, entre pandillas y calles sin luz. ¿Por qué? Porque lisa y llanamente el capital no tiene patria, no tiene nacionalismos sentimentales. Si los accionistas de la General Motors, la Ford Company o la Chrysler encuentran que les es más lucrativo montar sus plantas industriales en cualquier enclave del Tercer Mundo dejando en la calle a sus propios trabajadores estadounidenses, no tienen ningún reparo en hacerlo. Y de hecho, eso es lo que han hecho.

Esa es la situación que viene dándose en Estados Unidos, y también en otros países de Europa Occidental: los trabajadores van empobreciéndose. Es por ello que votaron a favor de la salida de la Unión Europea por parte de los británicos (así como quieren hacerlo también en Francia y en Holanda), o a favor de un ultraderechista como Donald Trump en Estados Unidos. El motivo para esa creciente derechización es el deterioro de la economía que, por supuesto, afecta a la clase desposeída y no a las oligarquías.

III

Aquí es donde entra a jugar un agravante extremadamente pernicioso: la ideología dominante, por supuesto de derecha y conservadora. De acuerdo a esta tendenciosa visión de las cosas, se omite la verdadera causa de esta creciente pauperización, buscándose un “chivo expiatorio”. El mismo está dado por los “extranjeros”, aquellos que, según esa deleznable ideología, “van al Primer Mundo a robar puestos de trabajo y a aprovecharse de la seguridad social”.

En otros términos: un otro distinto, proveniente de fuera del colectivo dominante, es puesto como causa de los males. Se está ahí ante el inicio del nazismo.

En la Alemania de la post guerra del 1918, ante su derrota y humillación a manos de las otras potencias europeas que le ganaron en la carrera por el reparto de las colonias africanas, fue apareciendo un espíritu revanchista. Adolf Hitler, independientemente de su posible psicopatología, encarnó ese ideal. El Führer decía lo que buena parte de la población alemana quería escuchar; él, como ninguno, supo levantar el ultrajado nacionalismo pangermánico, llevando el ideal teutón de “raza superior” como estandarte privilegiado. Para el caso, los judíos ocuparon el lugar de chivo expiatorio.

No puede decirse que los movimientos nazi en Alemania, o fascista en Italia, con Mussolini a la cabeza, sean atribuibles solo a la personalidad desequilibrada de líderes carismáticos; eso puede ser un elemento, pero definitivamente ellos representaban el ideal de buena parte de la población. Los alemanes querían recuperar el tiempo perdido, la moral pisoteada en la derrota de la Primera Guerra Mundial: ahí apareció entonces esa loca idea de la eugenesia, y de un blanco al que atacar, supuesto fundamento de todos los males y desgracias. Los campos de concentración atestados de judíos fueron el resultado de ello.

En los Estados Unidos actuales (y en buena parte de Europa Occidental que no termina de salir de la crisis financiera iniciada en el 2008) está sucediendo algo similar: una clase trabajadora golpeada, en camino de empobrecimiento paulatino, necesita encontrar una razón de sus males. El sistema, a través de los fabulosos medios de manipulación que dispone (medios masivos de comunicación, aparatos ideológicos del Estado, iglesias varias) impide ver las causas reales de la situación, poniendo a esos extranjeros en el lugar de los demonios que atacan. De esa forma, los inmigrantes indocumentados de Latinoamérica y el Caribe en Estados Unidos, o los africanos llegados en las infernales pateras a través del Mediterráneo, así como musulmanes y gente del Medio Oriente, se van transformando en el elemento satanizado que representa la supuesta fuente de todas las desventuras.

Hoy día no hay campos de concentración, ni en Europa ni en Estados Unidos; pero poco falta para ello. De alguna manera, esa exclusión de corte nazi ya comenzó. Donald Trump, así como lo hizo Hitler en su momento, encarna esa misión redentora, purificadora: su lenguaje xenofóbico, racista, ultranacionalista, quasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una clase trabajadora golpeada quiere oír. “¡Fuera inmigrantes!” es la consigna.

El mundo de la opulencia del Norte va tornándose cada vez más hostil y refractario a los inmigrantes del Sur. No solo no quiere “hispanos”, “negros” o “musulmanes”; procede a deshacerse de ellos. El presidente Trump está empezando a poner en práctica esos valores, institucionalizándolos. Sus primeras medidas como mandatario de la Casa Blanca lo evidencian. La promesa del muro fronterizo con México, más allá de una bravuconada pirotécnica de campaña, pareciera querer concretarse en la realidad. La negativa de permitir ingresar “indeseables” musulmanes a suelo estadounidense se inscribe en esa línea.

En esa misma línea, también comienzan a darse, cada vez con mayor frecuencia y virulencia, actos de corte nazi en Europa. Como expresión sintetizada de esto, lo recientemente ocurrido en los canales de Venecia, donde un joven negro de origen africano se ahogó ante la mirada impávida de europeos que, incluso en algún caso, le proferían insultos racistas.

Todo esto bien pudiera ser el preámbulo a nuevos Auschwitz o Buchenwald. Los chivos expiatorios –la Psicología Social nos lo enseña con claridad meridiana– sirven justamente como elemento unificador para el grupo excluyente, que reafirma así su identidad supremacista excluyendo a los “inferiores” no deseables, satanizados como plaga bíblica.

El Brexit en Gran Bretaña, o Donald Trump en Estados Unidos, expresan ese encono visceral (fascista) contra el otro distinto, “malo de la película” que funciona como causa de todas las penurias, escamoteando las verdaderas causas del problema: el sistema capitalista.

Más allá que Trump pueda ser un megalomaníaco con profundas desequilibrios psicológicos, él representa lo que muchos ciudadanos estadounidenses comunes piensan, sienten, anhelan: volver a los tiempos dorados de su economía de 50 o 60 años atrás, presuntamente arruinada por los inmigrantes ilegales. Se olvida así que Estados Unidos es, ante todo, un país hecho por inmigrantes (ver aleccionador video al respecto). Y, fundamentalmente, se omite el verdadero problema en cuestión: el empobrecimiento de los trabajadores no es por culpa de esos “indeseables” extranjeros, sino producto de un sistema que no ofrece salidas.

El nazismo inició así en los años 30 en Alemania, cuando un cabo del ejército, probablemente desequilibrado en términos psicológicos (eyaculaba solo dando sus discursos, emocionado como estaba), pudo ser el representante de lo que una mayoría empobrecida quería hacer: renacer como “raza superior”. Donald Trump sigue ese camino: representa el ideal supremacista de los wasp (white, anglosaxon and protestant –blanco, anglosajón y protestante–). El Ku Kux Klan supremacista (equivalente a los campos de concentración nazi y las cámaras de gas para judíos) se siente ahora dueño de la situación.

La llegada de Trump puede marcar un punto de inflexión en Estados Unidos. No está claro todavía cómo y para dónde seguirán las cosas. Como mínimo, queda más que evidente que para el campo popular no vienen los mejores tiempos. Es por eso que tenemos que estar extremadamente alertas a lo que siga, y prepararnos para enfrentar la locura en ciernes.

El capitalismo no tiene salida, y el nazismo, expresión afiebrada de un capitalismo enloquecido, es más pernicioso aún, porque hace del racismo su motor primordial. ¡Preparemos para enfrentar la tormenta que se viene!


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