Donald Trump, así como lo hizo Hitler en su momento, encarna esa misión
redentora, purificadora: su lenguaje xenofóbico, racista, ultranacionalista,
quasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una clase trabajadora golpeada
quiere oír. “¡Fuera inmigrantes!” es la consigna.
Marcelo Colussi / Especial para
Con Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
I
El sistema capitalista ha impulsado prodigiosos avances en la historia
de la Humanidad. El portentoso desarrollo científico-técnico que se viene
experimentando desde hace dos o tres siglos, que ha cambiado la fisonomía del
mundo, va de la mano de la industria moderna surgida a la luz del capitalismo. Problemas
ancestrales de los seres humanos comenzaron a resolverse con estos nuevos
aires, que desde el Renacimiento europeo en adelante se expandieron por todo el
planeta.
Pero ese monumental crecimiento tiene un alto precio: el modo de
producción capitalista sigue siendo tan pernicioso para las grandes mayorías
como lo fue el esclavismo en la antigüedad.
Para que hoy un 15% de la población
mundial goce las mieles del “progreso” y la “prosperidad” (oligarquías de todos
los países y masa trabajadora del Norte), la inmensa mayoría planetaria pasa
penurias. Con el agravante –cosa que toda la anterior historia humana no
presentó– de la catástrofe medioambiental que su insaciable afán de lucro ha
producido. No olvidar que para constituirse como sistema con mayoría de edad
debió masacrar millones de nativos americanos y africanos, produciendo así la
acumulación originaria que posibilitó la industria moderna en Europa. En
síntesis: el capitalismo es sinónimo no tanto de desarrollo y prosperidad, sino
de muerte y destrucción.
Ahora bien: ese desarrollo material fabuloso no logra repartir
equitativamente, con auténtica solidaridad, los productos de su colosal
producción: se llega al planeta Marte o se desarrolla inteligencia artificial
más inteligente que la misma inteligencia humana, pero no se puede acabar con
el hambre. Sin dudas, algo anda mal en el sistema capitalista. Y no se trata de
algún error coyuntural, alguna tuerca suelta que se pueda ajustar: el problema
es estructural, de base.
Dicho de otro modo: el sistema capitalista no puede ofrecer soluciones
reales a los problemas de toda la Humanidad. No puede, aunque quiera, pues en
su esencia misma están los límites: como se produce en función de la ganancia,
del lucro personal del dueño del capital, el bien común queda relegado. Por más
que lo intente –capitalismo de rostro humano, medidas caritativas para los más
necesitados, válvulas de escape para permitir algunas mejoras paliativas– el
sistema en su conjunto se erige 1) en contra del colectivo, al que convierte en
esclavo asalariado explotándolo en forma inmisericorde, y 2) en contra de la
naturaleza, a la que convierte en una mercadería más para consumir, obviando
así que si la destruimos nos quedamos sin casa donde vivir.
Como sistema, el capitalismo tiene momentos de expansión y de repliegue,
pues la producción no está planificada. Se supone que “la mano invisible del
mercado” la regula; pero esa “mano” no resuelve a favor de las grandes
mayorías, sino siempre en función de los capitales. Por tanto, periódicamente
se asiste a crisis sistémicas generales, que siempre terminan pagando los más
desposeídos (es decir: las mayorías populares).
Ahora, desde 2008, se cursa una de las más grandes de esas crisis,
comparable a la de 1930 en el pasado siglo. La especulación financiera sin par
llevó a un quiebre de las economías, produciendo una recesión fenomenal que
empobreció más aún a los más pobres, haciendo desaparecer enormes cantidades de
sectores medios y acabando con numerosos puestos de trabajo. El sistema no
termina de salir de su marasmo, aunque los grandes capitales en aprietos
(bancos de primer nivel, grandes empresas industriales como la General Motors)
sí reciben asistencia de sus Estados, en tanto las grandes masas de
empobrecidos tienen que ajustarse más el cinturón y resignarse. En otros
términos: las ganancias quedan siempre para el capital, las pérdidas se
socializan y las paga la clase trabajadora, el pobrerío en su conjunto.
II
En las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental,
Japón), la crisis se siente de una manera distinta a como afecta en los países
históricamente empobrecidos (el Sur, el antes llamado Tercer Mundo). El
fantasma en juego en el Norte no es, exactamente, el hambre; pero sí la
precarización de la vida, la falta de trabajo, el estancamiento económico. La
pobreza, de todos modos, siempre es pobreza. Los planes de capitalismo salvaje
de estas últimas décadas (eufemísticamente llamado neoliberalismo), además de
acumular más riquezas en los ya históricamente más ricos, pauperizaron de una
forma alarmante al conjunto de trabajadores en todas partes del mundo.
Por una combinación de causas (planes neoliberales de ajuste hacia las
masas trabajadoras, robotización creciente que prescinde de mano de obra
humana, traslado de plantas industriales desde la metrópoli hacia la periferia
buscando condiciones de mayor explotación), los trabajadores del llamado Primer
Mundo vienen sufriendo un descenso en su nivel de vida. En Estados Unidos, la
primera potencia capitalista mundial, ello es más que evidente en estas últimas
décadas.
Si bien el país no dejó de ser un gigante, la calidad de vida de sus
ciudadanos no está en franca mejoría, en expansión, como pasó por varias
décadas después de terminada la Segunda Guerra Mundial. De ser la “locomotora
de la Humanidad”, como se la consideró por largos años, la economía
estadounidense no está en sana expansión. El hiperconsumismo sin freno en que
entró llevó a un hiperendeudamiento (a nivel personal-familiar y a nivel
nacional) técnicamente impagable. El poder de Estados Unidos viene asentándose,
cada vez más, en ser “el grandote del barrio”: la discrecionalidad con que fijó
su moneda, el dólar, como patrón económico dominante a escala planetaria, y
unas faraónicas fuerzas armadas que representan, ellas solas, la mitad de todos
los gastos militares globales, son los soportes en que se apoya su actual
grandiosidad. Pero la misma no es sostenible en forma sana, genuina. En otros
términos: la principal potencia capitalista del mundo tiene, de alguna forma,
pies de barro. La interdependencia de todos los capitales que fue tomando el
sistema a nivel global permite a la clase dominante estadounidense seguir
teniendo supremacía, y su Estado funciona como gendarme del orden mundial,
ahora sin fantasma del comunismo a la vista. Pero su dependencia de capitales
de otros puntos (China, Japón) es vital.
Por otro lado, su monumentalidad se basa, en muy buena medida, en los
recursos naturales que roba en distintas latitudes (petróleo, minerales estratégicos,
agua dulce, biodiversidad), por lo que sin ese militarismo desbocado –causa de
muertes por millones, de destrucción, de avasallamiento de grupos más
vulnerables– su supremacía económica no sería tal. James Paul, en un informe del Global Policy Forum, lo dice sin ambages:
“Así como los gobiernos de los Estados
Unidos. (…) necesitan las empresas
petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra
global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar
para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las
rutas de transporte”.
Pero esa economía próspera de las décadas del 50 y del 60 del siglo
pasado se terminó. Estados Unidos, que de ningún modo ahora es un país pobre,
está en decadencia. Los homeless
(gente sin hogar) son cada vez más. Los trabajadores que han perdido sus
puestos, y con ello todos los beneficios sociales, se cuentan por millones.
Industrias florecientes de hace algunas décadas, ahora languidecen, pues para
el capital es más rentable invertir en la periferia, con salarios de hambre,
que en el propio territorio estadounidense.
Para ejemplo icónico de todo esto: la ciudad de Detroit. La que algunas
décadas atrás fuera el centro mundial de la producción de automóviles, que
nucleaba todas las grandes empresas de capital netamente norteamericano con
casi tres millones de habitantes, ahora es una ciudad fantasma, con apenas
trescientos mil pobladores, con fábricas cerradas, entre pandillas y calles sin
luz. ¿Por qué? Porque lisa y llanamente el capital no tiene patria, no tiene
nacionalismos sentimentales. Si los accionistas de la General Motors, la Ford
Company o la Chrysler encuentran que les es más lucrativo montar sus plantas
industriales en cualquier enclave del Tercer Mundo dejando en la calle a sus
propios trabajadores estadounidenses, no tienen ningún reparo en hacerlo. Y de
hecho, eso es lo que han hecho.
Esa es la situación que viene dándose en Estados Unidos, y también en
otros países de Europa Occidental: los trabajadores van empobreciéndose. Es por
ello que votaron a favor de la salida de la Unión Europea por parte de los
británicos (así como quieren hacerlo también en Francia y en Holanda), o a
favor de un ultraderechista como Donald Trump en Estados Unidos. El motivo para
esa creciente derechización es el deterioro de la economía que, por supuesto,
afecta a la clase desposeída y no a las oligarquías.
III
Aquí es donde entra a jugar un agravante extremadamente pernicioso: la
ideología dominante, por supuesto de derecha y conservadora. De acuerdo a esta
tendenciosa visión de las cosas, se omite la verdadera causa de esta creciente
pauperización, buscándose un “chivo expiatorio”. El mismo está dado por los
“extranjeros”, aquellos que, según esa deleznable ideología, “van al Primer
Mundo a robar puestos de trabajo y a aprovecharse de la seguridad social”.
En otros términos: un otro distinto, proveniente de fuera del colectivo
dominante, es puesto como causa de los males. Se está ahí ante el inicio del
nazismo.
En la Alemania de la post guerra del 1918, ante su derrota y humillación
a manos de las otras potencias europeas que le ganaron en la carrera por el
reparto de las colonias africanas, fue apareciendo un espíritu revanchista.
Adolf Hitler, independientemente de su posible psicopatología, encarnó ese
ideal. El Führer decía lo que buena
parte de la población alemana quería escuchar; él, como ninguno, supo levantar
el ultrajado nacionalismo pangermánico, llevando el ideal teutón de “raza
superior” como estandarte privilegiado. Para el caso, los judíos ocuparon el
lugar de chivo expiatorio.
No puede decirse que los movimientos nazi en Alemania, o fascista en
Italia, con Mussolini a la cabeza, sean atribuibles solo a la personalidad
desequilibrada de líderes carismáticos; eso puede ser un elemento, pero
definitivamente ellos representaban el ideal de buena parte de la población.
Los alemanes querían recuperar el tiempo perdido, la moral pisoteada en la
derrota de la Primera Guerra Mundial: ahí apareció entonces esa loca idea de la
eugenesia, y de un blanco al que atacar, supuesto fundamento de todos los males
y desgracias. Los campos de concentración atestados de judíos fueron el
resultado de ello.
En los Estados Unidos actuales (y en buena parte de Europa Occidental
que no termina de salir de la crisis financiera iniciada en el 2008) está
sucediendo algo similar: una clase trabajadora golpeada, en camino de
empobrecimiento paulatino, necesita encontrar una razón de sus males. El
sistema, a través de los fabulosos medios de manipulación que dispone (medios
masivos de comunicación, aparatos ideológicos del Estado, iglesias varias)
impide ver las causas reales de la situación, poniendo a esos extranjeros en el
lugar de los demonios que atacan. De esa forma, los inmigrantes indocumentados
de Latinoamérica y el Caribe en Estados Unidos, o los africanos llegados en las
infernales pateras a través del Mediterráneo, así como musulmanes y gente del
Medio Oriente, se van transformando en el elemento satanizado que representa la
supuesta fuente de todas las desventuras.
Hoy día no hay campos de concentración, ni en Europa ni en Estados
Unidos; pero poco falta para ello. De alguna manera, esa exclusión de corte
nazi ya comenzó. Donald Trump, así como lo hizo Hitler en su momento, encarna
esa misión redentora, purificadora: su lenguaje xenofóbico, racista,
ultranacionalista, quasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una clase
trabajadora golpeada quiere oír. “¡Fuera inmigrantes!” es la consigna.
El mundo de la opulencia del Norte va tornándose cada vez más hostil y
refractario a los inmigrantes del Sur. No solo no quiere “hispanos”, “negros” o
“musulmanes”; procede a deshacerse de ellos. El presidente Trump está empezando
a poner en práctica esos valores, institucionalizándolos. Sus primeras medidas
como mandatario de la Casa Blanca lo evidencian. La promesa del muro fronterizo
con México, más allá de una bravuconada pirotécnica de campaña, pareciera
querer concretarse en la realidad. La negativa de permitir ingresar
“indeseables” musulmanes a suelo estadounidense se inscribe en esa línea.
En esa misma línea, también comienzan a darse, cada vez con mayor
frecuencia y virulencia, actos de corte nazi en Europa. Como expresión
sintetizada de esto, lo recientemente ocurrido en los canales de Venecia, donde
un joven negro de origen africano se ahogó ante la mirada impávida de europeos
que, incluso en algún caso, le proferían insultos racistas.
Todo esto bien pudiera ser el preámbulo a nuevos Auschwitz o Buchenwald.
Los chivos expiatorios –la Psicología Social nos lo enseña con claridad
meridiana– sirven justamente como elemento unificador para el grupo excluyente,
que reafirma así su identidad supremacista excluyendo a los “inferiores” no
deseables, satanizados como plaga bíblica.
El Brexit en Gran Bretaña, o Donald Trump en Estados Unidos, expresan
ese encono visceral (fascista) contra el otro distinto, “malo de la película”
que funciona como causa de todas las penurias, escamoteando las verdaderas
causas del problema: el sistema capitalista.
Más allá que Trump pueda ser un megalomaníaco con profundas
desequilibrios psicológicos, él representa lo que muchos ciudadanos
estadounidenses comunes piensan, sienten, anhelan: volver a los tiempos dorados
de su economía de 50 o 60 años atrás, presuntamente arruinada por los
inmigrantes ilegales. Se olvida así que Estados Unidos es, ante todo, un país
hecho por inmigrantes (ver aleccionador video al respecto). Y, fundamentalmente, se omite el verdadero problema en cuestión: el
empobrecimiento de los trabajadores no es por culpa de esos “indeseables”
extranjeros, sino producto de un sistema que no ofrece salidas.
El nazismo inició así en los años 30 en Alemania, cuando un cabo del
ejército, probablemente desequilibrado en términos psicológicos (eyaculaba solo
dando sus discursos, emocionado como estaba), pudo ser el representante de lo
que una mayoría empobrecida quería hacer: renacer como “raza superior”. Donald
Trump sigue ese camino: representa el ideal supremacista de los wasp (white, anglosaxon and
protestant –blanco, anglosajón y protestante–). El Ku Kux Klan supremacista
(equivalente a los campos de concentración nazi y las cámaras de gas para
judíos) se siente ahora dueño de la situación.
La llegada de Trump puede marcar un punto de inflexión en Estados
Unidos. No está claro todavía cómo y para dónde seguirán las cosas. Como
mínimo, queda más que evidente que para el campo popular no vienen los mejores
tiempos. Es por eso que tenemos que estar extremadamente alertas a lo que siga,
y prepararnos para enfrentar la locura en ciernes.
El capitalismo no tiene salida, y el nazismo, expresión afiebrada de un
capitalismo enloquecido, es más pernicioso aún, porque hace del racismo su
motor primordial. ¡Preparemos para enfrentar la tormenta que se viene!
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