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sábado, 30 de septiembre de 2017

"Cultura económica" y élites latinoamericanas

La conexión entre cultura económica de las elites y “desarrollo”, nuevamente ha pasado a la orden del día: en América Latina la riqueza y la acumulación privada avanzan con elites de mentalidad atrasada, que piensan exclusivamente en su posición y creen que les  rodean las “hordas peligrosas” de pueblos a los que solo cabe someter y explotar.

Juan J. Paz y Miño Cepeda / Firmas Selectas de Prensa Latina

Hace 17 años, la historiadora norteamericana Camilla Townsend publicó un interesante libro titulado Tales of Two Cities (Historias de dos ciudades), que traía como subtítulo esta sugerente frase “Race and Economic Culture in Early Republican North and South America: Guayaquil, Ecuador, and Baltimore, Maryland” (Raza y cultura económica en la temprana república de Norte y Sud América…).

En esa obra, Townsend analiza el período histórico entre 1820 y 1835, cuando Guayaquil, ciudad del Ecuador, y Baltimore, en los EE.UU., se hallaban, por primera vez, libres de la dominación colonial europea y en capacidad de tomar sus propias decisiones. De hecho, en 1820, fue proclamada la independencia de Guayaquil, y en 1835 Ecuador cumplía cinco años de haberse separado de la República de Colombia (la Gran Colombia soñada por el Libertador Simón Bolívar), para formar un Estado soberano.

Durante el período estudiado, mientras en los EE.UU. se cumplían las presidencias de James Monroe (1817-1825), John Quincy Adams (1825-1829) y Andrew Jackson (1829-1837), en Ecuador se vivían los años decisivos de la lucha independentista, la incorporación y luego separación de la Gran Colombia (1822-1830) y la transición entre el gobierno de Juan José Flores (1830-1834) y el de Vicente Rocafuerte (1835-1839), mediado por la corta “revolución de los Chihuahuas”.

Guayaquil y Baltimore partían de condiciones comparables: eran puertos mercantiles, con dinámico auge exportador (cacao y cereales, respectivamente) y pocas familias propietarias de plantaciones; tenían clase media y trabajadores, aunque los ricos guayaquileños aspiraban a la modernización, mientras en Baltimore podían encontrarse propuestas contra las fábricas. Pero lo que marcó las diferencias entre ambas ciudades fue la actitud de sus elites ante los trabajadores, la población y el rol de la autoridad pública.

En Baltimore existía preferencia por el trabajo libre, el pago de salarios, la generalización de escuelas, la superación de la criminalidad, la importancia de los impuestos, la expansión del mercado interno, el atractivo a los capitales foráneos.

En Guayaquil, las elites económicas se distinguían por la sujeción a los trabajadores, las relaciones serviles, miserables salarios, la no difusión de escuelas, la resistencia a los impuestos, considerar un mal gasto la construcción de caminos y visualizar a la población pobre como una verdadera “horda peligrosa”. El clasismo y el racismo operaron de manera distinta en las dos ciudades, afectando a una minoría en Baltimore, pero a las mayorías en Guayaquil.

De este modo, las diferencias económicas en torno al trabajo y la población, la  diferente consideración de las reformas sociales, el distinto sentido sobre las capacidades públicas y las responsabilidades privadas; es decir, la “cultura económica” de las elites, marcó el futuro del desarrollo de las dos ciudades, lo cual favoreció a Baltimore frente a lo que ocurriría en Guayaquil.

La investigación de Townsend, tomando como base un ejemplo histórico entre dos ciudades, replantea la relación entre economía y cultura, pero además permite observar la relación entre elites y desarrollo. Extendido y aplicado a una consideración histórica más amplia, el estudio induce a otra comprensión: la mentalidad de las elites y su relación con el “desarrollo” (los EE.UU.) y el “subdesarrollo” (América Latina), para usar los términos que en la década de 1960 servían para fotografiar el cuadro de la diferenciación económica entre Norteamérica y el resto del continente.

Desde luego, la investigación citada no agota el tema. Durante décadas se han acumulado los estudios históricos y ha quedado en claro que el “subdesarrollo” (vuelvo a usar este término unicamente por su utilidad inmediata) no solo ha tenido que ver con las relaciones de “dependencia” ( teoría que hizo furor en la década de los 70 del pasado siglo), sino con un complejo conjunto de condiciones, que pasan por el coloniaje, el tipo de economía primario-exportadora largamente mantenido en América Latina; el rentismo de sus elites económicas; la sobreexplotación de la fuerza de trabajo; la ausencia de instituciones estatales vigorosas; las limitadas capacidades económicas del Estado, etc.

Es decir, el tardío y limitado avance capitalista de América Latina, comparado con otras regiones como los EE.UU. o Europa, respondió no solo a un factor determinado, sino a una multiplicidad de situaciones históricas. Sin embargo, a la par de lo señalado, no hay duda que la mentalidad de las elites económicas dominantes de América Latina también ha sido un factor que explica la diferente dialéctica que impero en la región con respecto a los países de capitalismo central y “desarrollado”. Un factor que ha vuelto a evidenciarse en la América Latina contemporánea.

Los regímenes oligárquicos en esta región se extendieron hasta bien entrado el siglo XX. Los “populismos” de los años 30, así como el “desarrollismo” de las décadas de 1960 y 1970, pusieron fin al régimen oligárquico y coadyuvaron a la modernización definitivamente capitalista. Pero también lograron impulsarse políticas sociales y reformas estructurales que mejoraron la calidad de la vida y el trabajo de amplios sectores sociales otrora sujetos a las peores condiciones de la miseria y la explotación.

En esos procesos cíclicos de cambio y reforma durante el siglo XX, en América Latina se definieron tres ejes constantemente recurrentes para la acción histórica de carácter progresista, democrático y nacionalista:

1. El Estado, utilizado como instrumento y aparato de poder social para imponer transformaciones a las elites dominantes, es un poderoso dinamizador de la economía y  la extensión de servicios públicos, obras y beneficios sociales; 2. Los fuertes y altos impuestos a las capas ricas, son mecanismos que aceleran la redistribución de la riqueza y que imponen responsabilidades sociales a las elites resistentes; 3. La imposición de políticas sociales y laborales, que defiendan derechos y afirmen la atención y mejora a las condiciones de vida y trabajo de la población, no solo reducen las inequidades, sino que contrarrestan las mentalidades simplemente rentistas y explotadoras de las elites sobre los trabajadores.

Durante las décadas de 1980 y 1990, las consignas contra el Estado, contra los impuestos y por la flexibilidad del trabajo, que fueron admitidas como las nuevas recetas de la modernización y el progreso, solo agravaron las condiciones de vida y de trabajo de las enormes mayorías populares de América Latina. Esas condiciones fueron revertidas por los gobiernos democráticos y progresistas de la región, que se extendieron en Sudamérica desde el inicio del nuevo milenio.

Pero, en el presente, la fuerza que han logrado retomar las élites económicas de la región, les ha permitido volver a la carga. Y, aprovechando de la debilidad o “fin” del ciclo progresista latinoamericano, una vez más se lanzan contra el Estado, los impuestos y por la flexibilidad laboral.

Siguiendo la línea investigativa sugerida por Townsend, nuevamente se evidencia la “cultura económica” de las elites latinoamericanas, que remarcan su diferencia con las elites de los EE.UU. o Europa: las burguesías latinoamericanas no han podido crear sistemas en los cuales prime la atención social, la promoción laboral, la institucionalidad nacional. Se contentan, una y otra vez más, con retomar el camino fácil de la acumulación, a través del ahorcamiento a las finanzas públicas, la supresión o debilitamiento de los impuestos y la persistente búsqueda de una amplia y definitiva flexibilidad laboral.

Los ejemplos más visibles de semejante situación provienen de Argentina y Brasil, donde el camino “neoliberal” del presente ha arrasado con las posibilidades de crear condiciones históricas favorables a una sociedad de Buen Vivir. Renace un capitalismo “salvaje”, que se creía superado en el siglo XX, porque se asemeja más a lo que ocurría en el siglo XIX.

La conexión entre cultura económica de las elites y “desarrollo”, nuevamente ha pasado a la orden del día: en América Latina la riqueza y la acumulación privada avanzan con elites de mentalidad atrasada, que piensan exclusivamente en su posición y creen que les  rodean las “hordas peligrosas” de pueblos a los que solo cabe someter y explotar.

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