La
conexión entre cultura económica de las elites y “desarrollo”, nuevamente ha
pasado a la orden del día: en América Latina la riqueza y la acumulación
privada avanzan con elites de mentalidad atrasada, que piensan exclusivamente
en su posición y creen que les rodean
las “hordas peligrosas” de pueblos a los que solo cabe someter y explotar.
Juan J. Paz y
Miño Cepeda / Firmas Selectas de Prensa Latina
Hace
17 años, la historiadora norteamericana Camilla Townsend publicó un interesante
libro titulado Tales of Two Cities (Historias de dos ciudades), que traía como
subtítulo esta sugerente frase “Race and Economic Culture in Early Republican
North and South America: Guayaquil, Ecuador, and Baltimore, Maryland” (Raza y
cultura económica en la temprana república de Norte y Sud América…).
En
esa obra, Townsend analiza el período histórico entre 1820 y 1835, cuando
Guayaquil, ciudad del Ecuador, y Baltimore, en los EE.UU., se hallaban, por
primera vez, libres de la dominación colonial europea y en capacidad de tomar
sus propias decisiones. De hecho, en 1820, fue proclamada la independencia de
Guayaquil, y en 1835 Ecuador cumplía cinco años de haberse separado de la
República de Colombia (la Gran Colombia soñada por el Libertador Simón
Bolívar), para formar un Estado soberano.
Durante
el período estudiado, mientras en los EE.UU. se cumplían las presidencias de
James Monroe (1817-1825), John Quincy Adams (1825-1829) y Andrew Jackson
(1829-1837), en Ecuador se vivían los años decisivos de la lucha
independentista, la incorporación y luego separación de la Gran Colombia
(1822-1830) y la transición entre el gobierno de Juan José Flores (1830-1834) y
el de Vicente Rocafuerte (1835-1839), mediado por la corta “revolución de los
Chihuahuas”.
Guayaquil
y Baltimore partían de condiciones comparables: eran puertos mercantiles, con
dinámico auge exportador (cacao y cereales, respectivamente) y pocas familias
propietarias de plantaciones; tenían clase media y trabajadores, aunque los
ricos guayaquileños aspiraban a la modernización, mientras en Baltimore podían
encontrarse propuestas contra las fábricas. Pero lo que marcó las diferencias
entre ambas ciudades fue la actitud de sus elites ante los trabajadores, la
población y el rol de la autoridad pública.
En
Baltimore existía preferencia por el trabajo libre, el pago de salarios, la
generalización de escuelas, la superación de la criminalidad, la importancia de
los impuestos, la expansión del mercado interno, el atractivo a los capitales
foráneos.
En
Guayaquil, las elites económicas se distinguían por la sujeción a los
trabajadores, las relaciones serviles, miserables salarios, la no difusión de
escuelas, la resistencia a los impuestos, considerar un mal gasto la construcción
de caminos y visualizar a la población pobre como una verdadera “horda
peligrosa”. El clasismo y el racismo operaron de manera distinta en las dos
ciudades, afectando a una minoría en Baltimore, pero a las mayorías en
Guayaquil.
De
este modo, las diferencias económicas en torno al trabajo y la población,
la diferente consideración de las
reformas sociales, el distinto sentido sobre las capacidades públicas y las
responsabilidades privadas; es decir, la “cultura económica” de las elites,
marcó el futuro del desarrollo de las dos ciudades, lo cual favoreció a
Baltimore frente a lo que ocurriría en Guayaquil.
La
investigación de Townsend, tomando como base un ejemplo histórico entre dos
ciudades, replantea la relación entre economía y cultura, pero además permite
observar la relación entre elites y desarrollo. Extendido y aplicado a una
consideración histórica más amplia, el estudio induce a otra comprensión: la
mentalidad de las elites y su relación con el “desarrollo” (los EE.UU.) y el
“subdesarrollo” (América Latina), para usar los términos que en la década de
1960 servían para fotografiar el cuadro de la diferenciación económica entre
Norteamérica y el resto del continente.
Desde
luego, la investigación citada no agota el tema. Durante décadas se han
acumulado los estudios históricos y ha quedado en claro que el “subdesarrollo”
(vuelvo a usar este término unicamente por su utilidad inmediata) no solo ha
tenido que ver con las relaciones de “dependencia” ( teoría que hizo furor en
la década de los 70 del pasado siglo), sino con un complejo conjunto de
condiciones, que pasan por el coloniaje, el tipo de economía
primario-exportadora largamente mantenido en América Latina; el rentismo de sus
elites económicas; la sobreexplotación de la fuerza de trabajo; la ausencia de
instituciones estatales vigorosas; las limitadas capacidades económicas del
Estado, etc.
Es
decir, el tardío y limitado avance capitalista de América Latina, comparado con
otras regiones como los EE.UU. o Europa, respondió no solo a un factor
determinado, sino a una multiplicidad de situaciones históricas. Sin embargo, a
la par de lo señalado, no hay duda que la mentalidad de las elites económicas
dominantes de América Latina también ha sido un factor que explica la diferente
dialéctica que impero en la región con respecto a los países de capitalismo
central y “desarrollado”. Un factor que ha vuelto a evidenciarse en la América
Latina contemporánea.
Los
regímenes oligárquicos en esta región se extendieron hasta bien entrado el
siglo XX. Los “populismos” de los años 30, así como el “desarrollismo” de las
décadas de 1960 y 1970, pusieron fin al régimen oligárquico y coadyuvaron a la
modernización definitivamente capitalista. Pero también lograron impulsarse
políticas sociales y reformas estructurales que mejoraron la calidad de la vida
y el trabajo de amplios sectores sociales otrora sujetos a las peores
condiciones de la miseria y la explotación.
En
esos procesos cíclicos de cambio y reforma durante el siglo XX, en América
Latina se definieron tres ejes constantemente recurrentes para la acción
histórica de carácter progresista, democrático y nacionalista:
1. El
Estado, utilizado como instrumento y aparato de poder social para imponer
transformaciones a las elites dominantes, es un poderoso dinamizador de la
economía y la extensión de servicios
públicos, obras y beneficios sociales; 2. Los fuertes y altos impuestos a las
capas ricas, son mecanismos que aceleran la redistribución de la riqueza y que
imponen responsabilidades sociales a las elites resistentes; 3. La imposición
de políticas sociales y laborales, que defiendan derechos y afirmen la atención
y mejora a las condiciones de vida y trabajo de la población, no solo reducen
las inequidades, sino que contrarrestan las mentalidades simplemente rentistas
y explotadoras de las elites sobre los trabajadores.
Durante
las décadas de 1980 y 1990, las consignas contra el Estado, contra los
impuestos y por la flexibilidad del trabajo, que fueron admitidas como las
nuevas recetas de la modernización y el progreso, solo agravaron las
condiciones de vida y de trabajo de las enormes mayorías populares de América
Latina. Esas condiciones fueron revertidas por los gobiernos democráticos y
progresistas de la región, que se extendieron en Sudamérica desde el inicio del
nuevo milenio.
Pero,
en el presente, la fuerza que han logrado retomar las élites económicas de la
región, les ha permitido volver a la carga. Y, aprovechando de la debilidad o
“fin” del ciclo progresista latinoamericano, una vez más se lanzan contra el
Estado, los impuestos y por la flexibilidad laboral.
Siguiendo
la línea investigativa sugerida por Townsend, nuevamente se evidencia la
“cultura económica” de las elites latinoamericanas, que remarcan su diferencia
con las elites de los EE.UU. o Europa: las burguesías latinoamericanas no han
podido crear sistemas en los cuales prime la atención social, la promoción
laboral, la institucionalidad nacional. Se contentan, una y otra vez más, con
retomar el camino fácil de la acumulación, a través del ahorcamiento a las
finanzas públicas, la supresión o debilitamiento de los impuestos y la
persistente búsqueda de una amplia y definitiva flexibilidad laboral.
Los
ejemplos más visibles de semejante situación provienen de Argentina y Brasil,
donde el camino “neoliberal” del presente ha arrasado con las posibilidades de
crear condiciones históricas favorables a una sociedad de Buen Vivir. Renace un
capitalismo “salvaje”, que se creía superado en el siglo XX, porque se asemeja
más a lo que ocurría en el siglo XIX.
La
conexión entre cultura económica de las elites y “desarrollo”, nuevamente ha
pasado a la orden del día: en América Latina la riqueza y la acumulación
privada avanzan con elites de mentalidad atrasada, que piensan exclusivamente
en su posición y creen que les rodean
las “hordas peligrosas” de pueblos a los que solo cabe someter y explotar.
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