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sábado, 18 de noviembre de 2017

Perú: jugar en el nombre del otro. Hacia la teoría de la otredad desde una disciplina deportiva

Cuánta falta nos hace ponernos la camiseta del otro lejos de mezquinos y baratos egos; infantiles necesidades afectivas y precarias de figurar y corretear detrás de fugaces y personalistas éxitos.

José Toledo Alcalde / Especial para Con Nuestra América

Yo soy peruano es un sentimiento, no puedo parar, es una locura si no lo entiendes no sé cómo te puedo describir gane o pierda siempre te vamos amar…
Hinchada peruana

Pasan las horas y aún sigo en shock. No recuerdo la alegría del ‘82 cuando el Perú fue al mundial. Mi padre no hacía mucho había partido, a jugarse un pichanguita más allá de este, nuestro transitorio estadio. En aquella época, no podía gritar con la alegría que hubiese deseado. Ahora, treinta seis años después, la historia nos permite gritarlo GOLLLLL!!! y alegrarnos inconmensurablemente. Un estado de éxtasis colectivo nos arropa. Un sentimiento, increíblemente placentero, nos engrandece y no nos empequeñece como tantas otras innombrables, por ahora, experiencias, que desde el panorama nacional e internacional, nos agobian. Y, todo esto a través de un deporte que se eleva a dimensiones teológicas en donde la esperanza como fuerza redentora de los pueblos nos tira a los aires y sumerge a las profundidades de la Pacha Mama desde la amargura de las vísceras de una cadena de derrotas que en este 15-N perdió toda hegemonía.

Quizá se pueda argumentar sobre la industrial especulación económica detrás del deporte. Millones ingresan a las arcas de megas corporaciones que lucran con un deporte que antes que instrumento de enriquecimiento debería ser el derecho a la alegría de los pueblos. Quizá se pueda argumentar, como lo hicimos en reflexiones anteriores, que el futbol fue usado como opio de enajenación en manos de los monstruos de la democracia de una América latina que lloró, antes que de alegría, por la persecución y asesinato de sus sueños y esperanzas.  Se podría hablar de esto y mucho más pero hoy, como peruano, siento ganas de hablar desde el corazón de un sentimiento compartido por millones de hermanas y hermanos, como asumo debería ser siempre. Hablar por quienes por diferentes razones no lo pueden hacer.

Cuantas situaciones buenas para nuestro pueblo queremos vivir antes del último suspiro. Cuantas cosas buenas deseamos que pasaran tan solo con un abrir y cerrar de ojos, por ahora, todo esto no se puede como quisiéramos que sea. Pero intentaré ser consciente, aunque sea por esta vez. No se puede gozar de todas las bondades esperadas en un mismo instante, aunque pareciera que hace unas horas se pudo hacer. En este bendito 15-N, pareció que en una breve fracción de tiempo todas las posibilidades concentradas de placer y bienestar deseado se aglomeraron a un solo grito en noventa minutos de nuestras vidas. Quizá ha sido el orgasmo más grande en tiempo y dimensión que podríamos haber deseado tener.  Disculpen, lo escribo, lo siento y no lo creo. Perú clasificó al mundial de futbol Rusia 2018 después de tres décadas de decepciones de un pueblo y torcidos torneos financieros de autoridades que antepusieron  mezquinos interés personales sobre la búsqueda de la excelencia del carácter y la disciplina deportiva.

Por alguna razón, más allá de teorías conspiratorias, en la historia, se crean oportunidades en donde la matriz solidaria y creadora de los pueblos encuentran la posibilidad de ser materializadas y, por medio de la siempre inmaterial ciencia de las matemáticas, llegar a convertirse en monumentos poéticos escritos en uno de los más bellos pergaminos de la historia, el corazón del pueblo. Y, para muestra un botón de la enseñanza de lo vivido.

Gran lección, no solo deportiva, sino humana y social nos impregnó el triunfo peruano el pasado 15-N. ¿Quién de las llamadas estrellas del futbol mundial atribuye su triunfo a estelares del firmamento del balón que por alguna fortuita razón no pueden brillar como quisieran hacerlo?

Por lo menos no tenemos información sobre algo parecido pero en este glorioso encuentro, que nos abre las posibilidades al carnaval futbolístico mundial, un grande del balompié nacional, Jefferson Agustín Farfán Guadalupe, dejó de lado las tentaciones de eternizarse en el mítico #10 y pasar al Olimpo de divinidades como Teófilo Cubillas, Edson Arantes do Nascimento “Pele” y nuestro “el Pelusa “Maradona. La “foquita” Farfán se despojó de la histórica y fugaz gloria del #10 visibilizando al #9, quien no estaba, José Paolo Guerrero Gonzáles, el “Depredador”, nuestro gran capitán, el #9. Bajaste al #10 de la cumbre de la montaña glorificando al menor, al #9.

Y, he allí la trascendencia de eventos, para muchos banales, como el futbol. ¿Quién en la cima de la gloria y el éxito, cuando todo puede obnubilar, dice ser quien no es? ¿Quién, más allá de formales y retoricas dedicatorias, se pone, literalmente, la camiseta del otro, excluido e invisibilizado? 

Todo lo contrario, lo que se convirtió en cultura es usar, valerse del otro para llegar a efímeras cimas y fantasmagóricas alegrías, por medio de estafas y geniales encantamientos de serpientes. Ahora, hace tan solo unas horas no fue así. Hace tan solo en una fracción de tiempo, un equipo de guerreros jugó en el nombre de quien no estuvo en la cancha pero si en los corazones de millones de personas que antes de perder la memoria, la ennoblecieron.  Farfán hizo algo que muy pocos se atreven hacer, jugársela por el otro. Porque “la foquita” sabía que o se perdía o se ganaba, no había término medio y si se puso el #9. Podía perder en nombre del otro, pero el jugó a ganar y así lo hizo. 

Cuánta falta nos hace ponernos la camiseta del otro lejos de mezquinos y baratos egos; infantiles necesidades afectivas y precarias de figurar y corretear detrás de fugaces y personalistas éxitos. Que este merecido triunfo de la selección peruana resaltado bajo la batuta del profesor Ricardo Gareca se convierta en el prolegómeno de una historia reescrita desde un nuevo decálogo de valores y principios donde trascendamos de lo anecdótico a lo históricamente relevante. Farfán venia del fango de banales debilidades y antes de aprovecharse de la magnífica oportunidad de levantarse a nombre propio glorificó en cuerpo a quien la historia lo excluyó temporariamente. Fortaleció al débil, visibilizó al invisibilizado, hizo del separado una oportunidad de reencuentro y satisfacción hermanadamente colectiva.

Ahora el brillo que le diste a Guerrero te ilumina a ti también, “foquita”. Profe Gareca, equipo de asesores y todos los muchachos de nuestra blanquiroja sigan haciéndola bonita como la hicieron.  ¡Viva el Perú carajo!

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