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sábado, 27 de enero de 2018

Alianza para la Prosperidad en Centroamérica: ¡ninguna prosperidad!

Inversiones privadas, muy prósperas para los inversionistas, y represión garantizada ante la propuesta popular. De eso se trata, y ninguna otra cosa. La prosperidad parece que deberá seguir esperando para las grandes mayorías de a pie. Y la migración irregular –supuesta razón de la Alianza para la Prosperidad– no parece que vaya a terminar con todo este montaje.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Lo que sucede en los países del Triángulo Norte afecta directamente la seguridad y el interés económico de Estados Unidos y otros países de la región”.
Rex Tillerson, Secretario de Estado de Estados Unidos

I

Los tres países del denominado Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), presentan datos socioeconómicos indicativos de una tremenda situación para sus poblaciones (entre el 50 y 60% de sus habitantes bajo la línea de pobreza). A esa pobreza estructural y crónica se suma el hecho que los índices de violencia delincuencial reinantes (en buena medida producto de ese estado de empobrecimiento) son alarmantes. Toda la región sufrió en décadas atrás sangrientos conflictos armados (Guatemala con 245,000 víctimas, El Salvador con 75,000 muertes, Honduras sirviendo de base de operaciones a la Contra nicaragüense), lo cual potencia una cultura de violencia asumida como normal en muy buena medida, dado que los respectivos Estados no han trabajado adecuadamente las secuelas dejadas por las guerras. Esa explosiva combinación de pobreza y violencia, sumada a una corrupción e impunidad históricas por parte de los gobiernos, hacen la vida cotidiana sumamente difícil, por lo que infinidad de habitantes de la región marcha en circunstancias irregulares a los Estados Unidos en búsqueda de mejores condiciones de sobrevivencia.

Independientemente que esa migración sea un verdadero calvario (de cada tres personas que lo intentan solo una llega a destino, al “american dream”; otra es devuelta en alguna frontera, no logrando entrar a territorio estadounidense; y otra muere en la travesía), una vez llegados a Estados Unidos, los trabajadores precarios –indocumentados, siempre escondiéndose de las autoridades, denigrados por el racismo imperante– envían remesas a sus respectivos países. En Guatemala las mismas constituyen un 12% del PIB, en tanto que en Honduras y El Salvador representan el 15%. Los gobiernos, aun sabiendo el martirio que constituye el hecho de ser un “mojado”, intentan desentenderse del problema, pues esa entrada de divisas soluciona en alguna medida la precariedad de los presupuestos familiares locales.

La migración no se detiene, pese al empantanamiento de la economía estadounidense que viene arrastrándose desde la severa crisis del 2008. Tan voluminosa es, que en el 2014 se produjo una profunda crisis de niñas, niños y jóvenes migrantes no acompañados, con más de 40,000 detenidos en su intento de ingresar al país del norte. En el 2015 continuó ahondándose la crisis, encontrándose para fines de ese año 21,469 personas detenidas en la frontera sur de Estados Unidos. Ante todo ello, durante la presidencia de Barak Obama, como una pretendida solución a la explosión migratoria, Washington generó la iniciativa conocida como Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte de Centroamérica.

II

Estos tres países: Guatemala, Honduras y El Salvador, en tanto naciones dependientes y ubicadas en una zona especialmente importante para la geoestrategia de la potencia imperial de Estados Unidos, constituyen parte de lo que Washington considera su natural “patio trasero”. La frontera Sur del imperio hoy por hoy pasa por el llamado Triángulo Norte de Centroamérica; es por ello que en esa región se está bajo la hegemonía estadounidense en todo. Es por esa razón, entonces, que un principal actor de la política nacional del área –quizá el principal– sea la embajada estadounidense. “En Estados Unidos no hay golpes de Estado porque no hay embajada yanqui”, se ha dicho acertadamente. Tan es así, que el reciente candidato presidencial hondureño Salvador Nasralla pudo decir sin la menor vergüenza: (…) “Estados Unidos, que es quien decide las cosas en Centroamérica (…)”

Estados Unidos, en tanto primordial potencia capitalista mundial, no está en la misma condición de absoluto liderazgo como cuando terminara la Segunda Guerra Mundial en 1945, siendo ella sola la creadora del 52% del producto bruto global, con una moneda incuestionable y con supremacía militar sobre el resto del planeta, único país detentador del arma atómica en ese entonces. Pero si bien hoy día su economía no se muestra en franco ascenso, lejos está de ser un imperio en decadencia. Es cierto que en la arena internacional compite con otros polos, fundamentalmente en lo económico, como es el caso de la Unión Europea o Japón; pero más aún, con las economías ascendentes –también con enorme influencia política y militar– de China y Rusia.

Esas pugnas hacen que en esta zona, considerada como su “propiedad privada”, resguarde a muerte sus intereses. De ahí que la aparición china y rusa en la región enciende sus alarmas. De hecho, la República Popular China está presente en Nicaragua a través de la construcción del canal interoceánico, llevado adelante por la empresa de Hong Kong HK Nicaragua Canal Development, y la Federación Rusa se expande por medio de sus inversiones mineras. Además, en ambos casos, de una presencia comercial y cultural crecientes.

Pese a que la economía estadounidense no es la misma locomotora de seis o siete décadas atrás, de todos modos la hegemonía de Washington sigue imponiéndose en el mundo, y mucho más aún en la región latinoamericana, en cuenta Centroamérica. Su poder militar es enorme, concentrando la mitad de los gastos bélicos de todo el planeta. Su economía en muy buena medida se basa en la industria de guerra: un 5% de su PBI proviene del complejo militar-industrial, lo que hace que haya guerras por todo el mundo (se deben renovar los inventarios, naturalmente). Pese a cierta ralentización, sigue siendo, de todos modos, líder en ciencia y tecnología, aunque ahora compitiendo de igual a igual con estos nuevos actores. Las industrias de punta, tales como las comunicaciones y todo lo que tiene que ver con las tecnologías digitales, son controladas en muy buena medida por el imperio. Es cierto que el dólar va dejando de ser paulatinamente la divisa internacional por excelencia; pero aún el sistema financiero globalizado depende en buen grado de la economía estadounidense. Y no obstante que su hegemonía global está hoy matizada/amenazada por la presencia china y rusa, América Latina continúa actuando como su reaseguro.

El continente al sur del Río Bravo sigue siendo su área de dominio, por lo que pone especial interés en mantenerla bajo su hegemonía. Para ello cuenta con más de 70 bases militares con tecnología bélica de punta que controlan el territorio (tierra, agua, aire, ciberespacio). Es de esta región de donde obtiene una muy buena parte de recursos para su economía, la que es considerada como reserva estratégica para su proyecto de hegemonía global en el presente siglo. Aquí encuentra petróleo, agua dulce, minerales estratégicos y biodiversidad de las selvas tropicales. Los países del Triángulo Norte centroamericano, para su propia desgracia, tienen mucho de esos recursos.

Si bien Centroamérica no representa un gran mercado para la economía estadounidense (apenas el 1% de su comercio exterior), tiene un valor estratégico tanto como reserva de recursos como en lo político-militar. Por eso no la descuida. Esto puede explicar, por ejemplo, la forma en que buscó a toda costa cerrarle el paso al candidato presidencial Manuel Baldizón en Guatemala en las últimas elecciones, pues éste, aun siendo un acaudalado empresario, claramente de derecha en términos ideológico-políticos, abría la puerta a las inversiones mineras rusas. O explica también cómo apoyó el virtual golpe de Estado recientemente en Honduras, ayudando a establecer un monumental fraude electoral para cerrarle el paso a un candidato socialdemócrata opositor como Salvador Nasralla, aupando a un neoliberal en la presidencia –Juan Orlando Hernández–, personaje que garantiza la continuidad de políticas pro-Washington, incluso apoyando una abierta represión para el caso.

El celo del imperio es muy grande, y su presencia sigue siendo determinante en la dinámica política de estos tres países.

III

Esta injerencia histórica de Estados Unidos en la región, haciendo de estos pequeños países virtuales protectorados, se ha expresado también en el asesoramiento, financiamiento y hasta conducción de las estrategias contrainsurgentes y genocidas durante las guerras libradas décadas atrás –presentes aún en sus efectos– en el marco de la Guerra Fría, haciendo del área una de las zonas más calientes del planeta.

La presencia del imperialismo en ese Triángulo Norte se manifiesta abiertamente en su política injerencista, evidenciada en la ocupación militar que mantiene –con cuatro bases en Honduras, una de ellas en Palmerola, con alta tecnología capaz de facilitar ataques a Cuba y Venezuela, y con la presencia continua de asesores y misiones militares–, en las imposiciones comerciales y de tratados (como el CAFTA), en la sobredeterminación de las políticas económicas que establecen organismos como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo, todos afines a la geoestrategia de Washington. O en la imposición de iniciativas como el reciente plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte.

Este plan, al menos teóricamente, constituye un esfuerzo del gobierno de Estados Unidos para mejorar las condiciones internas de los países del Triángulo Norte de Centroamérica, para evitar así el aluvión de población migrante, lo cual le representa un problema social y político en su propia casa. En los papeles –veremos que en la realidad es otra cosa– se centra básicamente en abordar los factores estructurales que impulsan el continuado éxodo de población centroamericana, dejando de centrarse en iniciativas de contención y seguridad, históricamente con un carácter más punitivo que de fomento al desarrollo. En esa perspectiva hasta podría creerse que este plan es un avance significativo, pues podría ayudar a paliar en algo la pobreza crónica de la región centroamericana.

Originalmente, cuando fue aprobado por el presidente Obama, el plan preveía una asistencia de 1,000 millones de dólares para el área, durante cinco años, a distribuirse equitativamente entre Guatemala, Honduras y El Salvador. Pero rápidamente vinieron los cambios. El Congreso estadounidense aprobó durante la anterior administración demócrata apenas 750 millones de los 1,000 solicitados, reduciendo así la cifra inicial. Esta ayuda constituiría solo el 20% de los recursos necesarios para implementar el Plan; el resto lo deberán poner los Estados del Triángulo Norte con fondos propios e inversiones privadas, más préstamos que otorgarán el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo. Pero ya con la presidencia del republicano Donald Trump el fondo aportado por Estados Unidos se redujo a 460 millones de dólares, cantidad que aún debe ser aprobada por el Congreso para el presupuesto 2018.

La propuesta establece cuatro líneas estratégicas: 1) el estímulo al sector productivo para crear oportunidades económicas que mejoren la situación de la población; 2) el desarrollo de oportunidades de crecimiento integral; 3) la mejora de la seguridad pública y 4) el mejoramiento del acceso al sistema legal con el fortalecimiento de las instituciones gubernamentales para aumentar la confianza de la gente en el Estado.

Supuestamente la iniciativa busca la revitalización de la economía regional, lo que traería la prosperidad al crearse un buen clima para el desarrollo de negocios. Esa bonanza serviría para hacer que la población, más “próspera” entonces, no salga en torrentes como migrante en búsqueda de mejores condiciones. Para la implementación del plan se busca la atracción de la inversión privada (en buena medida extranjera, dado que los capitales nacionales no tendrían la suficiente capacidad para promover el desarrollo anhelado), el lanzamiento de proyectos de modernización de infraestructuras a gran escala, la reducción de costos de energía y la promoción de sectores como el textil (maquilas), el turismo, y la agroindustria. Los programas sociales ocupan un lugar secundario.

Está claro que la prosperidad de la que se habla se concibe desde una lógica neoliberal. Léase entonces: “teoría del derrame”. La inversión privada generaría buenos negocios, y el crecimiento de la economía traería, por derrame, el beneficio de las grandes mayorías populares. ¡Monumental engaño!, pues está más que demostrado que eso nunca funciona así. O, al menos en los países periféricos, los llamados del Tercer Mundo, donde se invierte porque la mano de obra es sumamente barata comparada con la de los países desarrollados y donde los Estados nacionales garantizan situaciones de abierta explotación, esa teoría del derrame es una pura falacia. Quien se beneficiará serán los grandes capitales nacionales y, fundamentalmente, las inversiones estadounidenses. La actual industria extractivista (minería a gran escala, hidroeléctricas, monocultivos extensivos para la agroexportación) evidencian por dónde va la prosperidad: para la clase trabajadora no hay nada de eso.

En otros términos: habrá prosperidad para los inversionistas (nacionales y extranjeros), a costa de las grandes mayorías populares (salarios bajos y en malas condiciones –véase lo que son las maquilas–), con el agravante de un ataque directo al medio ambiente, pues la mayoría de proyectos se darán en el marco del exctractivismo más descarnado.

IV

Pero hay algo igualmente preocupante, o más preocupante aún, junto a este expolio disfrazado de “prosperidad”. De los actuales 460 millones de dólares asignados al Plan, 348,5 millones, es decir casi el 46% del total de los fondos de la Alianza para la Prosperidad, están destinados a la Iniciativa de Seguridad Regional Centroamericana (CARSI, según la sigla en inglés).

Uno de los puntales de la iniciativa, la mejora de la seguridad pública, pasa a ser entonces tan importante como la inversión privada que aprovecha lo bajo de los salarios locales. En realidad, la seguridad es el complemento de la inversión, del “buen clima de negocios” que deben garantizar los gobiernos de la región. En otros términos: se potencian los mecanismos represivos de los Estados nacionales, militarizando más aún las sociedades, preparando las condiciones de represión en caso la olla a presión social pueda estallar. Seguridad pública aquí debe entenderse como “seguridad para los inversionistas”.

El CARSI es una derivado de la Iniciativa Mérida, instancia militar diseñada para, idealmente, combatir el tráfico de drogas en México y el área centroamericana. Pero solo ver el costo que ha tenido en el país azteca esa guerra contra el narcotráfico, con un baño de sangre que dejó más de 100,000 muertos, espanta. Esas supuestas cruzadas contra “demonios” como los carteles de la droga, tal como fue el Plan Colombia, luego rebautizado Plan Patriota (100,000 colombianos muertos, 10,000 millones de dólares pagados a la industria armamentista de Estados Unidos), no traen el más mínimo beneficio a la población común. Son, en todo caso, monumentales operativos de control social, que engrosan las arcas del complejo militar-industrial norteamericano y, al mismo tiempo, desbaratan cualquier intento de organización popular en los países donde operan. El CARSI se inscribe en esa lógica, en esa historia. Es un descendiente del Plan Colombia.

Teóricamente esta iniciativa de seguridad, que acompaña a la Alianza para la Prosperidad, tiene cinco objetivos: 1) crear calles seguras para los ciudadanos de la región; 2) desbaratar el movimiento de criminales y el contrabando en y entre los países centroamericanos; 3) apoyar el desarrollo de los gobiernos guatemalteco, hondureño y salvadoreño como fuertes, capaces y responsables; 4) restablecer la presencia efectiva del Estado, los servicios y la seguridad en las comunidades en situación de peligro y 5) fomentar mayores niveles de coordinación y cooperación entre los países de la región, otros socios internacionales y los donantes, a fin de combatir las amenazas a la seguridad regional.

Ni siquiera se puede decir que cabe aquí aquello del “beneficio de la duda”. Inversiones privadas, muy prósperas para los inversionistas, y represión garantizada ante la propuesta popular. De eso se trata, y ninguna otra cosa. La prosperidad parece que deberá seguir esperando para las grandes mayorías de a pie. Y la migración irregular –supuesta razón de la Alianza para la Prosperidad– no parece que vaya a terminar con todo este montaje.

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