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sábado, 27 de enero de 2018

Una reflexión del por qué el mundo se escandaliza con la mierda de Trump

Que Trump haya calificado de agujeros de mierda a países periféricos como Haití, El Salvador y los africanos ha escandalizado al mundo y es muy difícil que esa mala imagen del presidente de Estados Unidos sea borrada en lo que le queda de vida.

Luis Manuel Arce / Prensa Latina

En lenguaje coloquial la frase es irrelevante, pero el contexto en que fue pronunciada, el lugar, el auditorio y el cargo de la persona que la dijo, no dan lugar a restarle trascendencia y es lo que escandaliza y preocupa en grado superlativo no solo a los ofendidos directamente aunque no haya sido a micrófono abierto.

Como ha escrito Wolf en su reciente libro Fuego y Furia en la Casa Blanca, tal expresión abona en favor de la evaluación conferida en ese texto de ignorante, inculto, dueño de una retórica llana y superficial, trato despectivo y patriarcal, falto de experiencia, de planificación, de estrategias claras en la toma de decisiones, caótico, irrespetuoso de las leyes, del orden, los tiempos, los modos de la vida y de la actitud presidencial.

Es muy comprensible esa preocupación generalizada sobre un individuo con semejante calificación en un momento crucial de la humanidad en la que se superponen formas de vida antagónicas siempre en peligro de ser irreconciliables, como consecuencia de un cada vez más evidente cambio de época el cual nadie puede predecir si es para mejor o peor, ni cuánto va a durar, ni cómo va a transcurrir.

Lo seguro es que no hay ya vuelta atrás en el proceso de transformación del sistema político y económico mundial, pues no se trata de un simple cambio de liderazgo entre potencias que el desarrollo científico y tecnológico en todos los campos del saber impide, sino uno estructural muy profundo y complicado que afecta a todo el modo de producción capitalista y no solo los mercados comercial y financiero.

Generalmente los períodos de cambios sociales estructurales son muy prolongados y durante mucho tiempo conviven la vieja y la nueva época al extremo de que es difícil percibirlos, y algo de eso está sucediendo al menos desde la caída del muro de Berlín que muchos analistas consideran el punto de partida del postmodernismo.

Lo singular en estos momentos es que hay evidencias bastantes claras de cambios bruscos en el mercado internacional que están borrando el trazado típicamente capitalista de un comercio tutelado por el Estado y su lugar ocupado por un nuevo mercado global dominado por corporaciones transnacionales que han reemplazado el proteccionismo estatal.

La evolución ha sido más rápida que lo imaginado. El viejo monopolio clásico investigado a fondo por Lenin fue sustituido al finalizar la II Guerra Mundial por el consorcio diversificado y extremadamente expansivo, y este sucumbió a la globalización neoliberal después de la primera crisis energética de los primeros años de la década del 70 del siglo pasado que arrastró consigo un cambio en el sistema financiero internacional con la eliminación del oro como respaldo del dólar, lo cual aceleró la exportación de capitales junto a una expansión imperialista brutal.

Fue una época de subida en espiral del Estado de bienestar hasta su cenit desde donde comenzó a caer tras crear una enorme masa de pobres, precisamente por efecto de una exagerada concentración de la riqueza que limitó como nunca antes el desarrollo social, en contradicción con un poderoso avance de las fuerzas productivas en todas las ramas, pero en particular las comunicaciones y el transporte, cuyo descuido o desmanes, son culpables en gran medida del cambio climatológico que estamos experimentando.

Trump aparece en escena aparentemente de forma anómala pues lo hace como un factor ajeno a la urdimbre política. Sin embargo, al provenir de la esfera empresarial y bajo la filosofía de “Estados Unidos primero”, se proyecta en realidad como una respuesta al estancamiento del postmodernismo provocado por la globalización neoliberal con toda su carga negativa, incluida la crisis sistémica de 2008 cuyas consecuencias aún persisten.

El propio Trump, en su ignorancia total de la dialéctica histórica, percibe que él mismo es una tuerca de ese cambio estructural en el que todos ya estamos inmersos, en tanto y cuanto él no es un político nacido en las incubadoras ideológicas del establishment, sino un empresario forjado en un taller de negocios, una atalaya para detectar anomalías en el sistema.

Trump no está adiestrado para evitar derrumbar paredes de ladrillos y buscar salidas elegantes y con cierto decoro a situaciones difíciles, es la terrible realidad.

Tampoco está diseñado para encarar exitosamente pensamientos angustiosos como el de tener que admitir que el mundo no se puede gobernar desde Washington, ni que el resto del mundo es un agujero de mierda, y que en las condiciones actuales el concepto de supremacía es obsoleto, abominable y, sobre todo, un imposible histórico, militar y moral.

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