Que Trump haya
calificado de agujeros de mierda a países periféricos como Haití, El Salvador y
los africanos ha escandalizado al mundo y es muy difícil que esa mala imagen
del presidente de Estados Unidos sea borrada en lo que le queda de vida.
En lenguaje
coloquial la frase es irrelevante, pero el contexto en que fue pronunciada, el
lugar, el auditorio y el cargo de la persona que la dijo, no dan lugar a
restarle trascendencia y es lo que escandaliza y preocupa en grado superlativo
no solo a los ofendidos directamente aunque no haya sido a micrófono abierto.
Como ha
escrito Wolf en su reciente libro Fuego y Furia en la Casa Blanca, tal
expresión abona en favor de la evaluación conferida en ese texto de ignorante,
inculto, dueño de una retórica llana y superficial, trato despectivo y
patriarcal, falto de experiencia, de planificación, de estrategias claras en la
toma de decisiones, caótico, irrespetuoso de las leyes, del orden, los tiempos,
los modos de la vida y de la actitud presidencial.
Es muy
comprensible esa preocupación generalizada sobre un individuo con semejante
calificación en un momento crucial de la humanidad en la que se superponen
formas de vida antagónicas siempre en peligro de ser irreconciliables, como
consecuencia de un cada vez más evidente cambio de época el cual nadie puede
predecir si es para mejor o peor, ni cuánto va a durar, ni cómo va a
transcurrir.
Lo seguro es
que no hay ya vuelta atrás en el proceso de transformación del sistema político
y económico mundial, pues no se trata de un simple cambio de liderazgo entre
potencias que el desarrollo científico y tecnológico en todos los campos del
saber impide, sino uno estructural muy profundo y complicado que afecta a todo
el modo de producción capitalista y no solo los mercados comercial y
financiero.
Generalmente
los períodos de cambios sociales estructurales son muy prolongados y durante
mucho tiempo conviven la vieja y la nueva época al extremo de que es difícil
percibirlos, y algo de eso está sucediendo al menos desde la caída del muro de
Berlín que muchos analistas consideran el punto de partida del postmodernismo.
Lo singular en
estos momentos es que hay evidencias bastantes claras de cambios bruscos en el
mercado internacional que están borrando el trazado típicamente capitalista de
un comercio tutelado por el Estado y su lugar ocupado por un nuevo mercado
global dominado por corporaciones transnacionales que han reemplazado el
proteccionismo estatal.
La evolución
ha sido más rápida que lo imaginado. El viejo monopolio clásico investigado a
fondo por Lenin fue sustituido al finalizar la II Guerra Mundial por el
consorcio diversificado y extremadamente expansivo, y este sucumbió a la
globalización neoliberal después de la primera crisis energética de los
primeros años de la década del 70 del siglo pasado que arrastró consigo un
cambio en el sistema financiero internacional con la eliminación del oro como
respaldo del dólar, lo cual aceleró la exportación de capitales junto a una
expansión imperialista brutal.
Fue una época
de subida en espiral del Estado de bienestar hasta su cenit desde donde comenzó
a caer tras crear una enorme masa de pobres, precisamente por efecto de una
exagerada concentración de la riqueza que limitó como nunca antes el desarrollo
social, en contradicción con un poderoso avance de las fuerzas productivas en
todas las ramas, pero en particular las comunicaciones y el transporte, cuyo
descuido o desmanes, son culpables en gran medida del cambio climatológico que
estamos experimentando.
Trump aparece
en escena aparentemente de forma anómala pues lo hace como un factor ajeno a la
urdimbre política. Sin embargo, al provenir de la esfera empresarial y bajo la
filosofía de “Estados Unidos primero”, se proyecta en realidad como una
respuesta al estancamiento del postmodernismo provocado por la globalización
neoliberal con toda su carga negativa, incluida la crisis sistémica de 2008
cuyas consecuencias aún persisten.
El propio
Trump, en su ignorancia total de la dialéctica histórica, percibe que él mismo
es una tuerca de ese cambio estructural en el que todos ya estamos inmersos, en
tanto y cuanto él no es un político nacido en las incubadoras ideológicas del
establishment, sino un empresario forjado en un taller de negocios, una atalaya
para detectar anomalías en el sistema.
Trump no está
adiestrado para evitar derrumbar paredes de ladrillos y buscar salidas
elegantes y con cierto decoro a situaciones difíciles, es la terrible realidad.
Tampoco está
diseñado para encarar exitosamente pensamientos angustiosos como el de tener
que admitir que el mundo no se puede gobernar desde Washington, ni que el resto
del mundo es un agujero de mierda, y que en las condiciones actuales el
concepto de supremacía es obsoleto, abominable y, sobre todo, un imposible
histórico, militar y moral.
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