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sábado, 11 de agosto de 2018

Gobiernos progresistas en Latinoamérica

Los gobiernos progresistas lograron mejoras en las condiciones de vida de las poblaciones de sus países. Pero no tocaron las relaciones de propiedad; los medios de producción (tierra, fábricas, bancos) siguieron en manos de las oligarquías, y la clase trabajadora no participó efectivamente en el cambio social. La masa popular apoya a esos gobiernos, pero eso no termina de ser socialismo.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Durante la primera mitad del siglo XX las luchas obreras y campesinas fueron creciendo. Así surgieron la Revolución rusa, la china, la cubana, la nicaragüense. Pero en estas últimas décadas, el sistema capitalista reaccionó sangrientamente y el campo popular fue brutalmente castigado. La represión alcanzó niveles inconcebibles. De hecho, Guatemala fue el lugar con más víctimas en toda Latinoamérica: 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, un millón de desplazados internos, más de 600 masacres de aldeas campesinas mayas. Sus consecuencias: miedo, desmovilización, despolitización.

Con características peculiares en cada caso, siguiendo un patrón común, en toda Latinoamérica la represión funcionó de esa manera. A partir de ella se instalaron luego los planes neoliberales.

Con esas políticas se perdieron conquistas laborales y sociales históricas. La avanzada del capitalismo fue terrible. A ello contribuyó la desintegración / reversión de las primeras experiencias socialistas (Unión Soviética y China). El capitalismo gritó triunfal: “La historia terminó”.

Pero, por supuesto, ¡no terminó! Las luchas de clase siguen vigentes como siempre. La clase dirigente, a nivel global y también en Guatemala, respiró aliviada con estos planes neoliberales, recuperando la iniciativa en la lucha política. La izquierda quedó sin propuestas claras.

Entonces, por varios años hablar de izquierda, de socialismo, revolución, clase trabajadora, poder popular o imperialismo, pasó a ser casi aborrecido, un anacronismo. Por algún momento, el panorama se vio desolador para todo el campo popular. En medio de ese desconcierto, empezaron a aparecer tímidamente algunos procesos que cuestionaban al neoliberalismo.

Primeramente fue Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana en Venezuela, continuando esa obra en este momento Nicolás Maduro. Luego siguió una larga serie de gobiernos progresistas, surgidos de las urnas en todos los casos dentro de los marcos de la precaria democracia formal. Así aparecieron Michelle Bachelet en Chile, el Partido de los Trabajadores en Brasil, primero con Lula y luego con Dilma Roussef. Surgieron también Evo Morales en Bolivia, los Kirchner (Néstor y Cristina) en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Pepe Mujica en Uruguay, Fernando Lugo en Paraguay, el FMLN como partido político en El Salvador, Daniel Ortega retornando a la presidencia en Nicaragua, Manuel Zelaya en Honduras. En esa perspectiva, ahora Andrés López Obrador en México.

¿Son reales procesos de cambio estos gobiernos? En sentido estricto: no. Nunca una revolución, una auténtica transformación estructural, puede hacerse en el marco de las democracias formales del sistema capitalista. Se vio con la trágica experiencia del Partido Socialista en Chile, con Salvador Allende en los 70 del pasado siglo. Las revoluciones las hacen los trabajadores con su movilización, los obreros y campesinos, el “pobrerío” en general. Guste o no, los cambios se dan siempre a partir de una violencia política donde las clases explotadas levantan la voz y cambian el curso de la historia. Eso nunca es pacífico, porque la clase dominante no cede alegremente poder ni privilegios. Al contrario, se defiende a muerte.

No puede haber cambios sustanciales, un verdadero proyecto socialista con elecciones formales. Puede haber, eso sí, importantes avances populares. Todos estos gobiernos progresistas lograron mejoras en las condiciones de vida de las poblaciones de sus países. Pero no tocaron las relaciones de propiedad; los medios de producción (tierra, fábricas, bancos) siguieron en manos de las oligarquías, y la clase trabajadora no participó efectivamente en el cambio social. La masa popular apoya a esos gobiernos, pero eso no termina de ser socialismo.

La revolución socialista implica 1) expropiación de los medios de producción de la burguesía y 2) real y efectivo poder popular desde abajo. Si no se da eso, son procesos capitalistas “socialdemócratas”, capitalismos con rostro humano, redistributivos. Importantes, seguramente; pero no representan un cambio histórico todavía, pueden revertirse fácilmente (la prueba está en lo que está sucediendo en Latinoamérica).

¿Apoyar o no estos procesos? Seguramente sí, pero sabiendo que las transformaciones profundas no se deciden en las urnas. Las elecciones dentro del marco del sistema capitalista, esta “democracia” a la que nos tienen acostumbrados los medios de comunicación, no son sino el cambio de gerente de turno (¿capataz?) cada cierto tiempo. La democracia real no se construye en el cuarto oscuro.

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