Los gobiernos progresistas lograron mejoras en las condiciones
de vida de las poblaciones de sus países. Pero no tocaron las relaciones de
propiedad; los medios de producción (tierra, fábricas, bancos) siguieron en
manos de las oligarquías, y la clase trabajadora no participó efectivamente en
el cambio social. La masa popular apoya a esos gobiernos, pero eso no termina
de ser socialismo.
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
Durante la primera
mitad del siglo XX las luchas obreras y campesinas fueron creciendo. Así
surgieron la Revolución rusa, la china, la cubana, la nicaragüense. Pero en
estas últimas décadas, el sistema capitalista reaccionó sangrientamente y el
campo popular fue brutalmente castigado. La represión alcanzó niveles
inconcebibles. De hecho, Guatemala fue el lugar con más víctimas en toda
Latinoamérica: 200,000 muertos, 45,000 desaparecidos, un millón de desplazados
internos, más de 600 masacres de aldeas campesinas mayas. Sus consecuencias:
miedo, desmovilización, despolitización.
Con características
peculiares en cada caso, siguiendo un patrón común, en toda Latinoamérica la
represión funcionó de esa manera. A partir de ella se instalaron luego los
planes neoliberales.
Con esas políticas se
perdieron conquistas laborales y sociales históricas. La avanzada del
capitalismo fue terrible. A ello contribuyó la desintegración / reversión de
las primeras experiencias socialistas (Unión Soviética y China). El capitalismo
gritó triunfal: “La historia terminó”.
Pero,
por supuesto, ¡no terminó! Las luchas de clase siguen vigentes como siempre. La
clase dirigente, a nivel global y también en Guatemala, respiró aliviada con
estos planes neoliberales, recuperando la iniciativa en la lucha política. La
izquierda quedó sin propuestas claras.
Entonces,
por varios años hablar de izquierda, de socialismo, revolución, clase
trabajadora, poder popular o imperialismo, pasó a ser casi aborrecido, un
anacronismo. Por algún momento, el panorama se vio desolador para todo el campo
popular. En medio de ese desconcierto, empezaron a aparecer tímidamente algunos
procesos que cuestionaban al neoliberalismo.
Primeramente
fue Hugo Chávez y la Revolución Bolivariana en Venezuela, continuando esa obra
en este momento Nicolás Maduro. Luego siguió una larga serie de gobiernos
progresistas, surgidos de las urnas en todos los casos dentro de los marcos de la
precaria democracia formal. Así aparecieron Michelle Bachelet en Chile, el
Partido de los Trabajadores en Brasil, primero con Lula y luego con Dilma
Roussef. Surgieron también Evo Morales en Bolivia, los Kirchner (Néstor y
Cristina) en Argentina, Rafael Correa en Ecuador, Pepe Mujica en Uruguay,
Fernando Lugo en Paraguay, el FMLN como partido político en El Salvador, Daniel
Ortega retornando a la presidencia en Nicaragua, Manuel Zelaya en Honduras. En
esa perspectiva, ahora Andrés López Obrador en México.
¿Son
reales procesos de cambio estos gobiernos? En sentido estricto: no. Nunca una
revolución, una auténtica transformación estructural, puede hacerse en el marco
de las democracias formales del sistema capitalista. Se vio con la trágica
experiencia del Partido Socialista en Chile, con Salvador Allende en los 70 del
pasado siglo. Las revoluciones las hacen los trabajadores con su movilización,
los obreros y campesinos, el “pobrerío” en general. Guste o no, los cambios se
dan siempre a partir de una violencia política donde las clases explotadas
levantan la voz y cambian el curso de la historia. Eso nunca es pacífico,
porque la clase dominante no cede alegremente poder ni privilegios. Al
contrario, se defiende a muerte.
No
puede haber cambios sustanciales, un verdadero proyecto socialista con
elecciones formales. Puede haber, eso sí, importantes avances populares. Todos
estos gobiernos progresistas lograron mejoras en las condiciones de vida de las
poblaciones de sus países. Pero no tocaron las relaciones de propiedad; los
medios de producción (tierra, fábricas, bancos) siguieron en manos de las
oligarquías, y la clase trabajadora no participó efectivamente en el cambio
social. La masa popular apoya a esos gobiernos, pero eso no termina de ser
socialismo.
La
revolución socialista implica 1) expropiación de los medios de producción de la
burguesía y 2) real y efectivo poder popular desde abajo. Si no se da eso, son
procesos capitalistas “socialdemócratas”, capitalismos con rostro humano,
redistributivos. Importantes, seguramente; pero no representan un cambio
histórico todavía, pueden revertirse fácilmente (la prueba está en lo que está sucediendo
en Latinoamérica).
¿Apoyar
o no estos procesos? Seguramente sí, pero sabiendo que las transformaciones
profundas no se deciden en las urnas. Las elecciones dentro del marco del
sistema capitalista, esta “democracia” a la que nos tienen acostumbrados los
medios de comunicación, no son sino el cambio de gerente de turno (¿capataz?)
cada cierto tiempo. La democracia real no se construye en el cuarto oscuro.
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