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sábado, 15 de septiembre de 2018

Luces de José Martí para el socialismo

Tras la historia de errores, deficiencias y traiciones que echaron abajo al socialismo que, tenido en Europa por real —sinónimo a la vez de verdadero y de monárquico—, puso en quiebra, hasta llevarlas a la derrota, las dignas aspiraciones socialistas originarias, adquieren renovado valor las luces aportadas por Martí.

Luis Toledo Sande / Cubadebate

Textos de interés directo para el tema planteado en el título escribió José Martí desde su estancia en México (1875-1876), donde —inicio de un camino en el cual experimentó una rica evolución— se relacionó activamente con la prensa obrera y organizaciones de ese carácter. Pero los presentes apuntes, ni con mucho exhaustivos, se basan centralmente en páginas posteriores, distanciadas entre sí por una década, pero unidas por el tema abordado: una reseña, en la revista neoyorquina La América de abril de 1884, sobre “La futura esclavitud”, del británico Herbert Spencer, y una carta de mayo de 1894 a su compatriota y amigo Fermín Valdés Domínguez. Las dos contienen reflexiones sobre lo que en ambas Martí llama “la idea socialista”, y lo publicado en la revista parece prolongarse en la intimidad epistolar. No hay que asombrarse por ello: nexos similares aparecen entre numerosos textos de la obra martiana, signada por la coherencia y la organicidad.

Desde el inicio de la reseña brota la diferencia de perspectivas entre Spencer y Martí, quien afirma que aquel pensaba “a manera de ciudadano griego que contaba para poco con la gente baja”. Y esto de “la gente baja” se comprende tanto mejor según se aprecie que en la reseña, más que citar, el periodista parafrasea al autor de la obra comentada, que ubica en contexto y linaje: “Todavía se conserva empinada y como en ropas de lord la literatura inglesa; y este desdén y señorío, que le dan originalidad y carácter, la privan, en cambio, de aquella más deseable influencia universal a que por la profundidad de su pensamiento y melodiosa forma tuviera derecho”. Y enseguida se siente la voz de Martí: “Quien no comulga en el altar de los hombres, es justamente desconocido por ellos”.

No sugiere que Spencer fallaba en todo; pero le reprueba su perspectiva aristocrática, asociada al individualismo y al positivismo. En los límites de este último “la ciencia, insecteando por lo concreto, no ve más que el detalle”, se lee en el elogio que dos años antes había hecho Martí a la integradora espiritualidad del pensador estadounidense Ralph Waldo Emerson. Sin embargo, cabe estimar que el cubano compartía con el británico el deseo de que “el alivio de los pobres” no se trocara en “fomento de los holgazanes”, solo que, entre las motivaciones por las cuales el positivista escribió “La futura esclavitud”, estuvo su rechazo a la construcción, por vía estatal, de viviendas para los menesterosos, rechazo que Martí no compartía.

Spencer, identificado con un evolucionismo que engullía los valiosos aportes de Charles Darwin para ponerlos al servicio de los más fuertes económicamente en la urdimbre de las clases sociales, temía a la burocracia, peligro presente en la organización moderna de la sociedad, tanto más cuanto mayor sea la centralización que la rija. Glosando esa parte del tratado spenceriano, Martí comenta: “Con cada nueva función, vendrá una nueva casta de funcionarios. Ya en Inglaterra, como en casi todas partes, se gusta demasiado de ocupar puestos públicos, tenidos como más distinguidos que cualesquiera otros, y en los cuales se logra remuneración amplia y cierta por un trabajo relativamente escaso: con lo cual claro está que el nervio nacional se pierde”.

Por la aceptación que enfatiza, y hasta por el tono, la conclusión que sigue a esas palabras puede atribuirse al propio Martí: “¡Mal va un pueblo de gente oficinista!” La advertencia sigue siendo válida, dado el peligro que revela; pero en otras circunstancias el trabajo de naturaleza social, o contratado y remunerado estatalmente, puede verse en desventaja, y en consiguiente desdoro, frente a los réditos de la iniciativa privada, llámesele como se le llame, y más aún si ella se beneficia del autoritarismo y de hábitos corruptos que, vertiendo sombras desde la administración estatal, pueden minar el organismo de una nación.

Spencer, como si se tratara de una realidad consumada, o en crecimiento, repudiaba la burocracia y la consiguiente casta funcionaresca, de sesgo parasitario —germen para la corrupción, agréguese—, que él veía formarse o temía que se formara en Inglaterra. Pero allí no se ensayaba en realidad algo que en justicia pudiera llamarse socialismo, aunque, en el fondo, el célebre positivista le temiera a ese “fantasma”. Impugnaba la intervención del Estado —específicamente el que él conoció, nada socialista, sino capitalista, cualesquiera que fuesen sus investiduras formales y la fase de su desarrollo— en la administración de los recursos, y en la solución de problemas sociales básicos.

Quienes han estudiado con seriedad la reseña han visto en ella a Martí levantado frente, o contra, “los fantasmas ideológicos” de Spencer, como ha hecho Rafael Almanza Alonso. Martí discrepaba del liberal burgués, y no es fortuito que, al comentar su texto, alabara al Henry George que por entonces predicaba en los Estados Unidos “la justicia de que la tierra pase a ser propiedad de la nación”, como bien de naturaleza pública.

Veamos, señalados por Martí, algunos de los elementos que muestran la orientación de Spencer: “El día en que el Estado se haga constructor, cree Spencer que, como que los edificadores sacarán menos provecho de las casas, no fabricarán, y vendrá a ser el fabricante único el Estado”. Ese argumento, declara sin rodeos Martí, “aunque viene de arguyente formidable, no se tiene bien sobre sus pies”, como tampoco este otro: “el día en que se convierta el Estado en dueño de los ferrocarriles, usurpará todas las industrias relacionadas con estos, y se entrará a rivalizar con toda la muchedumbre diversa de industriales”. Tal “raciocinio, no menos que el otro, tambalea”, asegura Martí, quien expone el porqué, con razonamiento que no es del caso interpretar ahora.

Spencer repudia como socialismo una forma de capitalismo de estado, al que no debe parecerse más de lo inevitable ningún proyecto que aspire a abrirle caminos a la realización de metas justicieras inalcanzables sin plena participación popular. Y ese continúa siendo un reto, en primer lugar, para el socialismo, que debe combinar ideales colectivos y vibraciones individuales, y no olvidar que estatal no es necesariamente un sinónimo pleno de social.

Martí afirma que Spencer teme “el cúmulo de leyes adicionales, y cada vez más extensas, que la regulación de las leyes anteriores de páuperos causa”. Para valorar lo que ese criterio de Spencer merecería a los ojos de Martí, conviene tener presente lo que este sostuvo en el artículo “A la raíz”, publicado en Patria el 26 de agosto de 1893: “A la raíz va el hombre verdadero. Radical no es más que eso: el que va a las raíces. No se llame radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no ayude a la seguridad y dicha de los demás hombres”.

En 1884 situó los temores de Spencer en un contexto donde “se quieren legislar las formas del mal, y curarlo en sus manifestaciones; cuando en lo que hay que curarlo es en su base, la cual está en el enlodamiento, agusanamiento y podredumbre en que viven las gentes bajas de las grandes poblaciones”. Martí, con la vista puesta en el bienestar común, sostiene que a salir de tal miseria, “con costo que no alejaría por cierto del mercado a constructores de casas de más rico estilo, y sin los riesgos que Spencer exagera”, podrían ayudar a los pobres “las casas limpias, artísticas, luminosas y aireadas” que se debía tratar de facilitar por vía estatal a los trabajadores, algo a lo cual se oponía Spencer.

El autor de “La futura esclavitud” veía como un peligro la aspiración que Martí estimaba justa, “por cuanto el espíritu humano tiene tendencia natural a la bondad y a la cultura, y en presencia de lo alto, se alza, y en la de lo limpio, se limpia. A más que, con dar casas baratas a los pobres, trátase solo de darles habitaciones buenas por el mismo precio que hoy pagan por infectas casucas”.

La armazón teórica construida por Spencer contra la democratización que él estimaba en marcha, y nociva, sería —acota Martí— un edificio, “de veras tenebroso, y semejante al de los peruanos antes de la conquista y al de la Galia cuando la decadencia de Roma, en cuyas épocas todo lo recibía el ciudadano del Estado, en compensación del trabajo que para el Estado hacía el ciudadano”. Una de las tareas que acaso el espíritu justiciero tenga pendiente, aún hoy, consistiría en estudiar hasta qué punto, además de imponerle desventajas tecnológicas y aislamiento, los contextos donde el socialismo se ha intentado llevar a cabo lo han contaminado con la herencia del llamado modo de producción asiático. El socialismo emancipador, democrático y participativo que urge edificar, deberá estar libre de todo cuanto —en pasado, presente o futuro— huela a comunidad sometida, aunque sea mínima o remotamente.

José Carlos Mariátegui, eminente marxista peruano, buscaba raíces culturales para el socialismo —que debía ser, dijo, fruto de la creación heroica, no calco ni copia— y veía una posible referencia para ese sistema en el comunitarismo campesino del Perú incaico. Martí, por su parte, pensaba en un sentido de participación popular que trasladó incluso, en plena campaña por la independencia, a su proyecto de fundación de la República en Armas. Nada de comunidad pasivamente resignada a decisiones venidas de las alturas. El 24 de enero de 1880, ante compatriotas emigrados que se reunieron en el Steck Hall neoyorquino, expuso con claridad meridiana su criterio de una verdad que “ignoran los déspotas”: “el pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”.

Ese criterio debe ubicarse en su creciente conocimiento del mundo, en lo cual lo favoreció su forzada estancia de cerca de quince años en Nueva York, desde donde observó el devenir de los Estados Unidos y el del planeta. Frente a quienes pretendían confundir al pueblo con el lumpen desorientado o arrastrable, denunció —especialmente en su crónica “Un drama terrible”, sobre los sucesos acaecidos en Chicago entre 1886 y 1887, que dieron origen a la celebración internacional del Día de los Trabajadores— la violencia con que en aquel país se castigaba a “las masas obreras” levantadas para reclamar sus derechos.

Con respecto al linchamiento de obreros justificado con argucias legales, en la citada crónica escribió que a la república, tornada de clases y cesárea —como dijo en otras páginas— la amedrentaba “el deslinde próximo de la población nacional en las dos clases de privilegiados y descontentos que agitan las sociedades europeas”. Ante esa realidad, el sistema “determinó valerse por un convenio tácito semejante a la complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a las tremendas capas nacientes”.

Pero, volviendo a Spencer, no está de más oír las “razones” del diablo. Aquel señalaba un peligro que no se debe ignorar, y así lo tradujo Martí: “¿Cómo vendrá a ser el socialismo, ni cómo este ha de ser una nueva esclavitud? Juzga Spencer como victorias crecientes de la idea socialista, y concesiones débiles de los buscadores de popularidad, esa nobilísima tendencia, precisamente para hacer innecesario el socialismo [ese ‘socialismo’, habría que precisar], nacida de todos los pensadores generosos que ven cómo el justo descontento de las clases llanas les lleva a desear mejoras radicales y violentas, y no hallan más modo natural de curar el daño de raíz que quitar motivo al descontento”. Al exponer las aprensiones de Spencer, Martí intercala puntos de vista propios, opuestos al evolucionista aristócrata: simpatía por “las clases llanas”, identificación con “los pensadores generosos” que las han apoyado, solidaridad con “el justo descontento” de aquellas.

Con la brújula de su sentido ético denuncia que Spencer apunta “las consecuencias posibles de la acumulación de funciones en el Estado, que vendrían a dar en esa dolorosa y menguada esclavitud; pero no señala con igual energía, al echar en cara a los páuperos su abandono e ignominia, los modos naturales de equilibrar la riqueza pública dividida con tal inhumanidad en Inglaterra, que ha de mantener naturalmente en ira, desconsuelo y desesperación a seres humanos que se roen los puños de hambre en las mismas calles por donde pasean hoscos y erguidos otros seres humanos que con las rentas de un año de sus propiedades pueden cubrir a toda Inglaterra de guineas”.

Frente a eso, Martí se yergue resueltamente más allá de lo tocante a construir viviendas para menesterosos: “Nosotros diríamos a la política: ¡Yerra, pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra”. Ello recuera la ya aludida carta de mayo de 1894, también escrita en Nueva York, y que parece responder a una motivación que deberá tenerse presente al leerla: el ofrecimiento informativo, por parte de Valdés Domínguez, sobre la celebración en Cuba, ese año, del Día de los Trabajadores, a lo que se estaría refiriendo Martí cuando expresa: “Muy bueno, pues, lo del 1° de Mayo.—Y aguardo tu relato, ansioso”. La confesa ansiedad ratifica la coincidencia que, en cuanto a ideas, Martí le ha venido enfatizando al amigo en la carta: “Una cosa te tengo que celebrar mucho, y es el cariño con que tratas, y tu respeto de hombre, a los cubanos que por ahí buscan sinceramente, con este nombre o aquel, un poco más de orden cordial, y de equilibrio indispensable, en la administración de las cosas de este mundo”.

A esas palabras añade: “Por lo noble se ha de juzgar una aspiración: y no por esta o aquella verruga que le ponga la pasión humana”. Y en lo que sigue parece asomar el recuerdo de su crítica a Spencer: “Dos peligros tiene la idea socialista, como tantas otras:—el de las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas:—y el de la soberbia y rabia disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo empiezan por fingirse, para tener hombros en que alzarse, frenéticos defensores de los desamparados”.

Además de hablar de “la idea socialista” como en la reseña de “La futura esclavitud”, hace recordar lo dicho allí acerca de “los buscadores de popularidad”. Son los oportunistas, a los que no parece inmune ningún empeño justiciero, por muy honrado que sea, como tampoco a las lecturas mal digeridas, que no son responsabilidad de los textos, sino de quienes los asumen. Pero Martí, lector voraz si los ha habido, no ponía texto alguno por encima de la vida, y esa actitud fortaleció luminosamente su pensamiento.

Aunque sea de modo somero, valdría recordar una generalización que hizo a partir de lo que observaba en su entorno estadounidense, donde, muerto en 1883 Carlos Marx —a quien entonces él dedicó un conocido obituario—, hasta Federico Engels señalaba desde Europa flaquezas en la recepción de un real o supuesto marxismo por parte de líderes de la agitación social. En crónica publicada el 20 de febrero de 1890 en La Nación bonaerense, escribió Martí: “Cada pueblo se cura conforme a su naturaleza, que pide diversos grados de la medicina, según falte este u otro factor en el mal, o medicina diferente. Ni Saint-Simon, ni Karl Marx, ni Marlo, ni Bakunin. Las reformas que nos vengan al cuerpo”; y agregó: “Asimilarse lo útil es tan juicioso, como insensato imitar a ciegas”.

A esas advertencias, que siguen siendo válidas para el socialismo, se suman otras implícitas en la carta a Valdés Domínguez. En una intervención pública, citada aquí de memoria, un intelectual patriota y católico como Cintio Vitier agradeció a Martí el llamamiento a resolver la necesidad de justicia “en la administración de las cosas de este mundo”, único que conocemos y en el cual podemos influir, precisó el autor de Martí en la hora actual. Fallaríamos ante las urgencias de ese mundo, este, si nos atascáramos en discusiones sobre “el otro”.

Pero no saldrá sobrando decir que eso no invita a la disolución del pensamiento en un relativismo irracional sin riberas, mudo ante manipulaciones dolosas de credos, ni a olvidar un juicio como el que Martí expresó en carta del 26 de noviembre de 1889 a su amigo Manuel Mercado, depositario de tanta confesión suya: “Va el deber del artículo laborioso, y no el gusto de la carta, porque le quiero escribir con sosiego, sobre mí y sobre La Edad de Oro, que ha salido de mis manos—a pesar del amor con que la comencé, porque, por creencia o por miedo de comercio, quería el editor que yo hablase del ‘temor de Dios’, y que el nombre de Dios, y no la tolerancia y el espíritu divino, estuviera en todos los artículos e historias. ¿Qué se ha de fundar así en tierras tan trabajadas por la intransigencia religiosa como las nuestras? Ni ofender de propósito el credo dominante, porque fuera abuso de confianza y falta de educación, ni propagar de propósito un credo exclusivo”.

Tras la historia de errores, deficiencias y traiciones que echaron abajo al socialismo que, tenido en Europa por real —sinónimo a la vez de verdadero y de monárquico—, puso en quiebra, hasta llevarlas a la derrota, las dignas aspiraciones socialistas originarias, adquieren renovado valor las luces aportadas por Martí. Aunque no hayan faltado ni falten dignos afanes de lealtad teórica y práctica al socialismo, ni replanteamientos creativos como el promovido en nuestra América con el nombre de socialismo del siglo XXI, a veces parece haber caído en descrédito hasta el término socialismo, con otros asociados a él.

Por ese camino, aunque las clases sociales continúan existiendo como base de la estructura de desigualdades e injusticias en el planeta, parecería que hubieran desaparecido ya, si nos atenemos al silencio que el lenguaje contemporáneo tiende sobre esa realidad, cuando la violencia revolucionaria está condenada como terrorismo y la reaccionaria está de moda y se televisa como un espectáculo. ¿A quién conviene eso? ¿A quienes sufren en carne propia las injusticias, o a quienes medran con ellas y procuran impedir la lucha entre las clases para que las privilegiadas mantengan su posición?

De asumir la ambigüedad —uno de los términos caros a ciertos posmodernos— se pudiera hasta considerar incontestable este veredicto: con las banderas del socialismo nada bueno se ha hecho ni pudiera hacerse en el mundo. ¿No abundan, sin que tengamos que ir demasiado lejos para saberlo, voces que propagan ese dictamen o lo calzan de distintos modos? Tal vez no esté de más retener, por si acaso, hasta como táctica para la sobrevivencia ideológica, el reclamo de defender la justicia verdadera “con este nombre o aquel”, aunque tampoco se trate de echar por la borda el vocablo socialismo y la historia vinculada con él.

Algo más, entre otros elementos, cabe también valorar en la carta, y es la esperanza que Martí expresa con respecto a Cuba ante lo que en otras latitudes han sido peligros para “la idea socialista”: dice que “en nuestro pueblo no es tanto el riesgo, como en sociedades más iracundas, y de menos claridad natural”. Como la carta está escrita en los Estados Unidos, país donde Martí estuvo al tanto del rumbo que seguían la violencia opresora y los voceros de la justicia social, se podría pensar que solo a ese país concierne lo de “sociedades más iracundas, y de menos claridad natural”. Pero la expansión del socialismo en Europa escasas décadas después de escrita aquella carta, y la todavía hoy reciente debacle socialista en ese continente, con conocidas consecuencias de todo tipo, cruentas venganzas incluidas, ensanchan el alcance de las palabras de Martí, no por gusto escritas en plural.

Con todo, lo determinante para aquilatar tanto la carta al amigo entrañable como la reseña sobre el texto de un autor lejano, estriba en la eticidad del activo dirigente revolucionario, quien rotundamente le escribió a Valdés Domínguez en términos que parecen retomar el final de la crítica a Spencer: “explicar será nuestro trabajo, y liso y hondo, como tú lo sabrás hacer: el caso es no comprometer la excelsa justicia por los modos equivocados o excesivos de pedirla. Y siempre con la justicia, tú y yo, porque los errores de su forma no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa”.

Esa es, objetivamente, aunque no fuera su intención, una luz cardinal que ofrece Martí para los afanes de construir el socialismo, sistema que aún no se ha visto realizado plenamente en ninguna comarca del planeta. Pero en su legado esa luz se nutre de otras que también constituyen faros, empezando por la que él tuvo como rectora de sus actos: la ética. Echar la suerte con los pobres de la tierra, voluntad que le brotó del alma en sus Versos sencillos, no fue para él una hipócrita declaración, como lo era, lo es, en quienes oportunistamente buscaban o buscan popularidad, “hombros en que alzarse”.

La expresión de su voluntad encarnó en una conducta cumplida. No cultivó la miseria ni la consideró una aspiración que valiese la pena; pero cabe decir que optó por ser pobre, y vivió austeramente, entregado a la lucha que preparó y en la cual cayó combatiendo. Tenía derecho moral para reaccionar ante lo que le pareciera ajeno a esa conducta, aunque lo detectara en un héroe extraordinario dispuesto igualmente a morir y admirado por él, pero cuya silla de montar en campaña veía adornada con estrellas de plata.

Algún personajillo carente de elegancia habrá intentado, gusaneando por la abyección propia, burlarse, con efecto bumerán, de honrados estudiosos que —como José Cantón Navarro o Paul Estrade— han esclarecido la relación de Martí con los trabajadores. Pero él vio en ellos “el arca de nuestra alianza”, y quiso que en su seno tuviera la fragua fundacional el Partido Revolucionario Cubano. No es un hecho aislado esta previsión: “Volverá a haber, en Cuba y en Puerto Rico, hombres que mueran puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás hombres”. Lo afirmó en “¡Vengo a darte patria!”, artículo publicado el mismo día, 14 de marzo de 1893, y en el mismo rotativo, Patria, en que apareció “Pobres y ricos”, otro de sus textos relevantes para el tema.

El sentido de aquella declaración la explican en profundidad los orgánicos nexos implícitos entre ella y la que hizo pública el 24 de octubre de 1894, en Patria igualmente, en un artículo cuyo título, “Los pobres de la tierra”, remite por derecho a Versos sencillos. En el periódico expresa: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz toda del mundo, el género humano”.

Menos de seis meses después se incorporó a la guerra que había preparado, y en la cual se dio a organizar lo que en sus palabras y en su afán consciente debía ser la “Asamblea de Delegados de todo el pueblo cubano visible, para elegir el gobierno adecuado a las condiciones nacientes y expansivas de la revolución”. Sería una reunión de representantes, lo dijo también, de “las masas cubanas alzadas”, no un foro de enviados de los jefes. Y el gobierno, a la vez que respetar las necesidades y exigencias de la lucha armada, debía tener el funcionamiento y el espíritu republicanos que sirvieran de garantía para la república que se fundara en la paz.

De 1884, el mismo año en que escribió el primero de los textos que han dado base a las presentes cuartillas, es la carta, fechada 20 de octubre, en la que le expresó a Máximo Gómez: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”. Sus ideas sobre la República en Armas y la que debía amasarse desde entonces para el futuro, muestran asimismo su comprensión de que un campamento y un pueblo tampoco se dirigen de igual modo. Su muerte en combate, y luego la intervención, que él había querido impedir, de los Estados Unidos, frustraron la revolución que él concibió y que, debido a esas trágicas circunstancias —y al papel de celestinos con que apoyaron al colonialismo español y al imperio estadounidense en ascenso los “prohombres” antipueblo a quienes refutó en su carta póstuma a Manuel Mercado— quedó pospuesta, para decirlo con un título feliz de Ramón de Armas.

Frustrados, derrotados, traicionados o sometidos a obstáculos tremendos —y también, por tanto, pospuestos— se han visto en el mundo históricamente los más sembradores afanes de justicia, que, llámense “con este nombre o aquel”, han braceado en lo que el propio Martí denominó “lucha perpetua entre el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia”. Pero ante esa realidad únicamente son dignos de imitar ejemplos como el de los cristianos honrados y tenaces a quienes los siglos, numerosos, en que la prédica de Jesús ha sido negada y burlada —incluso, o sobre todo, por muchos investidos de jerarquía y autoridad para representarla y defenderla— no los han hecho desertar de las ideas justicieras del cristianismo originario. Su persistencia es aliento para todos los afanados en la búsqueda de la equidad y la emancipación sociales, cualesquiera que sean sus credos, incluyendo a quienes califican como no creyentes pero también creen en ideas terrenales que sería criminal abandonar.

En ese camino se inscriben las luces de Martí para el socialismo, y en una verdad que brota de ellas mismas y permea otras. No es cuestión de citar desgajadamente sus textos, ni de buscar en qué medida nos parecemos a él, afán en el que pudiéramos acabar culpándolo de nuestros errores. Sería necesario, y acaso hasta más fértil, valorar en qué podría impugnarnos, aunque vivamos otros tiempos. En carta del 11 de abril de 1895 a Bernarda Toro, la compañera de Máximo Gómez, escribió: “El mundo marca, y no se puede ir, ni hombre ni mujer, contra la marca que nos pone el mundo”. Pero encarnó la voluntad de no resignarse ante los hechos incompatibles con la justicia, aunque se tratara de nada menos que del surgimiento de una potencia imperialista arrasadora.

Sería fallido, y del todo innecesario, inventar un Martí socialista; pero también lo sería inventar el Martí antisocialista que no fue, de lo cual dan prueba sus propias palabras, digan lo que digan ciertos olimpos de pisapapel empeñados en torcerlas para esgrimirlas como arma contra el socialismo. A raíz del desguace del campo socialista europeo, y en medio de las vicisitudes que ese hecho generó para Cuba, se volvió una especie de moda distribuir en impresiones artesanales o ligeras, como texto “clandestino”, la reseña de Martí sobre “La futura esclavitud”, aunque tal vez no haya en sus Obras completas, donde ha ocupado y ocupa el lugar que le corresponde, otro texto que de manera tan sugerente y a la vez directa le sea útil al socialismo.

Alguna vez, al calor de responsabilidades profesionales, el autor de estos apuntes planeó formar, con el título Los pobres de la tierra, un cuaderno de páginas de Martí entre las cuales sobresaldrían la reseña de “La futura esclavitud” y la citada carta a Valdés Domínguez, junto a otros escritos, algunos ya recordados, como el que le daría nombre al volumen. Las circunstancias mágicamente denominadas período especial impidieron la realización de ese proyecto, que valdría la pena, o la alegría, retomar.

Más allá de puntillas textuales, hay una verdad que convoca: en sus circunstancias, el proyecto de liberación nacional de Martí no era ni podía ni tenía por qué ser de carácter socialista; pero un proyecto socialista legítimo, especialmente en Cuba o en nuestra América, núcleos de sus meditaciones y destinatarias de sus actos, está llamado a ser martiano, o no sería socialismo. De ahí, en el siglo XIX, el acierto de activistas obreros que lo siguieron, como José Dolores Poyo, a quien en carta del 16 de noviembre de 1889 le escribió: “El corazón se me va a un trabajador como a un hermano”, o el marxista Carlos Baliño y el socialista Diego Vicente Tejera, amigos personales y colaboradores suyos los tres en el Partido Revolucionario Cubano.

No habrá justicia verdadera, ni política plenamente honrada y popular —sinceramente democrática, parafraseando una aspiración que él plasmó en las Bases de aquel sembrador Partido—, sin la consistencia ética de quien echó de veras su suerte con los pobres de la tierra. Siempre vendrá bien recordarlo, y de manera especial cuando están de marea alta el pragmatismo y criterios como que el igualitarismo es inviable. Ciertamente no debe confundirse con la justa igualdad; pero, aun así, antes de echarlo por la borda y olvidarse de él y, al paso, de la igualdad misma, habría que ver si el igualitarismo ha sido plenamente aplicado en algún lugar del mundo. En todo caso, está en pie lo expresado por Martí en un apunte que se lee entre los Fragmentos de sus Obras completas. Refutando mistificaciones dirigidas, vía racista, a fundamentar la desigualdad entre los seres humanos, sostuvo esta generalización: “se va, por la ciencia verdadera, a la equidad humana: mientras que lo otro es ir, por la ciencia superficial, a la justificación de la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la de la tiranía”.

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