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sábado, 16 de febrero de 2019

Discurso de Carlos Figueroa Ibarra en la aceptación del Doctorado Honoris Causa de la Universidad de San Carlos de Guatemala

"Vivimos hoy nuevas formas de violencia, distintas a las que propiciaron las dictaduras militares. En la actualidad la democracia forma parte de lo políticamente correcto, pero se trata de una democracia como la que propiciaba Joseph Schumpeter: un procedimiento electoral mediante el cual la ciudadanía elige a las elites gobernantes y luego se le retira a su casa porque la participación ciudadana solamente es concebida y aceptada el día de las elecciones".

Al centro, a la izquierda, el Dr. Carlos Figueroa Ibarra
Quiero comenzar expresándoles que hoy es un día feliz para mí y para mi familia, y será inolvidable para todos nosotros. Recibo con regocijo este reconocimiento de parte de la Universidad de San Carlos de Guatemala, la universidad en la que me desempeñé en los primeros años de mi vida académica y en la cual, en algún momento pensé que iba a ser mi universidad para toda la vida. Pese a los avatares de mi existencia, que me llevaron al destierro a partir del 20 de abril de 1980, pude recuperar mi relación con la entrañable USAC a partir de   julio de 1992 cuando terminó mi exilio y comenzó mi vida libremente elegida en México. Desde entonces he procurado mantenerme vinculado con la universidad de mis padres, con la principal casa de estudios de la patria que me vio nacer y he tratado de devolverle a sus estudiantes y a mis colegas san carlistas   mi compromiso académico y político. Por ello no puedo comenzar esta alocución sino diciéndoles que esto que estoy recibiendo ahora, es la máxima distinción que he recibido en mi vida la cual agradezco profundamente. Desde el momento en que recibí la noticia el 13 de septiembre de 2018 por medio de la cual se me avisaba que el Consejo Superior Universitario de la USAC había acordado otorgarme tan honrosa distinción, no he podido dejar de evocar las circunstancias tan dolorosas que originaron mi salida de esta universidad.

Aconteció en el contexto de la gran oleada represiva que sufrió la Universidad de San Carlos de Guatemala a partir de 1977 cuando el Lic. Mario López Larrave fue asesinado, oleada que continuaría durante muchos años llevándose la vida de centenares de universitarios entre profesores, estudiantes, trabajadores y egresados de la misma. El día de hoy, en el momento de recibir la honrosa distinción de Doctor Honoris Causa no puedo dejar de recordar a mi jefe, Lic. Julio Alfonso Figueroa Gálvez, Director del Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales y a mis colegas  en la Escuela de Ciencia Política,  Maestros Jorge Romero Imery y Ricardo Juárez Gudiel, quienes no sobrevivieron a la lista de amenazados de muerte por el Ejército Secreto Anticomunista, lista infame de la cual yo también formé parte. Tampoco puedo dejar de recordar aquella tarde del 25 de enero de 1979, cuando mi mentor Severo Martínez Peláez tocó la puerta de mi cubículo en el IIES para decirme que había decidido salir del país. En la mañana de ese día había sido asesinado el preclaro dirigente socialdemócrata Alberto Fuentes Mohr y eso era indicio claro de que los informes con respecto a su propio asesinato eran certeros. Me tocó la triste experiencia en el inicio del anochecer de ese día, acompañarlo a salir de la universidad de esa manera furtiva para nunca volver, excepto para estar en este mismo hermoso recinto, que lleva el nombre del entrañable mártir Adolfo Mijangos López, en el momento en que recibió el Doctorado Honoris Causa en octubre de 1992. Estos tristes acontecimientos, que marcaron indeleblemente mi vida, me llevan a dedicarle el honor que hoy recibo a las 150 mil víctimas de ejecución extrajudicial y a las 45 mil víctimas de desaparición forzada que dejaron las dictaduras militares de Guatemala.

Expresado lo anterior, algo que ineludiblemente tenía que mencionar en primer lugar, quiero  también manifestar  mi profunda gratitud a la Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos  por haber tomado la iniciativa de proponer mi nombre a las instancias respectivas de esta universidad para el honor que hoy se me entrega. En particular quiero expresar mi agradecimiento a la directora de la Escuela de Historia, Dra. Artemis Torres Valenzuela y a la secretaria académica de dicha unidad académica, Licda. Olga Pérez. Mi gratitud se extiende al Consejo Directivo de dicha Escuela, a su personal académico en especial a los académicos y estudiantes con los cuales hemos organizado las distintas ediciones de la Cátedra Severo Martínez Peláez y de las Jornadas de Historia Reciente. También al personal administrativo de dicha Escuela, en especial a quienes me ayudaron a integrar el expediente necesario para someter a las autoridades universitarias la propuesta del Doctorado Honoris Causa para mi persona. Agradezco también a la Comisión de Docencia del Consejo Superior Universitario el haber aprobado en primera instancia la distinción para mi persona y mi gratitud va en especial para su coordinador y Decano de la Facultad de Agronomía, Ing. Agrónomo Mario Antonio Godínez López. Finalmente agradezco al Consejo Superior Universitario  y al Señor Rector Magnífico Ing. Murphy Paiz Recinos el haber acordado conferirme el grado de Doctor Honoris Causa.

Hoy comparezco ante ustedes para recibir ese honor en un contexto radicalmente distinto a aquel durante el cual tuve que abandonar la patria y mi carrera universitaria en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Desde aquellos años a estas fechas, el mundo tuvo un cambio drástico que nos ha obligado a los cientistas sociales a pensar con categorías y expectativas nuevas los procesos políticos y sociales que hoy vivimos. A fines de los años setenta y parte de los ochenta del siglo XX, todavía parecía que vivíamos  la continuidad del flujo de transformaciones y grandes luchas que inauguró la revolución rusa de 1917 y que reactivó la derrota del fascismo  en la segunda guerra mundial. El mundo entero atravesó por la ventana de la coyuntura en Centroamérica que generó el triunfo de la revolución sandinista de julio de 1979. Dicha revolución parecía darle prolongación a las revoluciones triunfantes en China y Cuba, a las grandes luchas obreras en distintas partes del mundo, a los movimientos de liberación nacional en África, Asia y América latina, a los movimientos de juventud y estudiantes en México y Europa en 1968. El planeta entero parecía estar viviendo lo que se llamaba el tránsito del capitalismo hacia el socialismo, como lo atestiguaba el que una parte importante del territorio y población vivía ya bajo regímenes que se declaraban socialistas o en tránsito al socialismo. Este era el imaginario que alentaba la visión del mundo de las fuerzas progresistas  desde la óptica de lo que Lenin y Gramsci llamaron “la actualidad de la revolución”. Pero ese imaginario del tránsito a un mundo poscapitalista,  también alentó una visión regresiva y represora en la óptica de la guerra fría. La tragedia que vivió Guatemala en aquellos años tuvo como contexto ideológico estas percepciones progresivas y regresivas del mundo. La Universidad de San Carlos de Guatemala fue vista como un bastión de la subversión y esa apreciación suspicaz la convirtió  en un objetivo militar por parte de la dictadura militar. Lo paradójico de todo esto, es que en el momento en el cual el optimismo revolucionario y la paranoia anticomunista se enfrentaban, el mundo ya vivía los prolegómenos de la fase  mundial que ahora vivimos. La Unión Soviética y toda su periferia se encaminaba hacia un estrepitoso derrumbe que ocasionaría una grave crisis de desprestigio al marxismo y a la idea de socialismo.

No solamente marxismo y socialismo saldrían maltrechos de la coyuntura de la llamada caída del muro en 1989. También el capitalismo keynesiano y el ideal de sociedad de la socialdemocracia clásica. Se derrumbó también la idea de un capitalismo con rostro humano, con un Estado de bienestar, un Estado articulador-conciliador  de los intereses del capital y del trabajo, de defensa nacionalista de los recursos naturales, de pleno empleo, seguridad social, reparto de utilidades, sindicatos. De manera  vertiginosa se abrió paso la idea y práctica de un nuevo tipo de capitalismo. Es decir,  lo que hoy conocemos como neoliberalismo y que a diferencia del capitalismo dorado, con rostro humano, es conocido también como “capitalismo salvaje” o como lo llama el teórico británico David Harvey, “capitalismo sin bridas”. En pocas palabras “capitalismo desbocado” que privatiza todos los bienes comunes, que como un moderno rey Midas convierte en mercancía todo lo que toca,  que despoja territorios, tierras, tradiciones ancestrales y que se perfila como ecocida y etnocida. Resulta notable que esta forma de acumulación capitalista sea mediocremente exitosa en lo económico (basta ver las crisis mundiales que ha generado la desregulación financiera) pero al mismo tiempo es ideológicamente exitosa  propalando la idea del éxito individual, el egoísmo y la ausencia de la solidaridad humana.

Vivimos hoy nuevas formas de violencia, distintas a las que propiciaron las dictaduras militares. En la actualidad la democracia forma parte de lo políticamente correcto, pero se trata de una democracia como la que propiciaba Joseph Schumpeter: un procedimiento electoral mediante el cual la ciudadanía elige a las elites gobernantes y luego se le retira a su casa porque la participación ciudadana solamente es concebida y aceptada el día de las elecciones. Las democracias procedimentales esconden un nuevo tipo de violencia, la que se aplica para poder instaurar los grandes proyectos de minería a cielo abierto, los monocultivos de exportación, las hidroeléctricas que no satisfacen necesidades sociales. A diferencia de las dictaduras militares, las víctimas de la violencia  en las democracias neoliberales por la represión del Estado o por complacencia estatal con las guardias blancas, no son los revolucionarios, insurgentes o subversivos clásicos. Son indígenas, campesinos, pobladores, luchadores sociales que defienden los bienes comunes (agua, tierra, territorio, bosques y selvas, salud pública, educación, seguridad social) y luchan contra la voracidad de la reproducción ampliada del capital. El orden mundial que sigue siendo tutelado por un imperio amparado en la globalización neoliberal, se reserva el derecho de decidir que este tipo de democracia es la única válida y se reserva también el derecho de intervenir política, diplomática y militarmente a aquellos países que buscan su autodeterminación.

 Vivimos hoy también, y esto es particularmente notorio en México y en el triángulo norte de Centroamérica, la violencia que genera la delincuencia de todo tipo. El neoliberalismo no solamente ha generado un Estado fallido, también ha propiciado una sociedad fallida. No solamente un Estado penetrado por el crimen organizado, también una alta impunidad para el crimen que genera la ineficiencia judicial, una rampante violencia delincuencial y vacíos estatales que son llenados por criminales. También observamos millones de jóvenes que enfrentan una sociedad que niega oportunidades de empleo y estudio mientras el crimen organizado encuentra en ellos la cantera para crear las infanterías que necesita. Poblaciones que han perdido esperanzas en la movilidad social como producto del trabajo honrado y la educación.  Resulta indignante que el establishment neoliberal criminalice a la pobreza, combata a la delincuencia de abajo, mientras que es permisivo y beneficiario de la gran corrupción que inunda a buena parte del Estado y también a un sector de la iniciativa privada. Mi experiencia política reciente en mi patria mexicana y lo que observo en mi patria de origen, Guatemala, también lo que advierto en Centroamérica y América latina, me han llevado a la conclusión de que la lucha contra la corrupción es un ámbito de confluencia transideológico, y esto sucede simplemente porque ni la izquierda ni la derecha están blindadas en contra de la corrupción. Tuve la oportunidad de participar en la gran transformación que hoy vive México y observarla desde muy cerca. En suma, tuve por fin la oportunidad de paladear el sabor de la victoria. Y esa maravillosa experiencia de victoria que he vivido me lleva a tener la esperanza de que en Guatemala, la lucha contra la corrupción puede ser el primer paso a partir del cual se puede iniciar un renacimiento de la nación. Ese renacimiento de la nación pasa por rescatar al Estado de un manejo patrimonialista, convertir a lo público en verdaderamente público y no en la fachada de una minoría cleptocrática que tiene secuestradas a las instituciones de dicho Estado. La derrota de la corrupción que haría renacer a la nación, implicaría volver a la patria  plural en todo sentido, solidaria, libre, democrática y justa.

En un momento tan grato en que recibo un magno reconocimiento, no puedo dejar pasar la oportunidad de reconocer a quienes debo lo que soy ahora.  Expreso mi gratitud a la maestra que me enseñó a leer, Conchita Colindres Roca. A mis  otros maestros del Colegio Guatemala como Roberto Nocedo Arís,  Olimpia Seth de González, Gustavo Lasa, Julio Utrera y Rolando Cordón. A mis mentores en el bachillerato en el Instituto Modelo: Fernando Santos, Israel Valle, Manuel Dávila, Raúl Rodríguez, Adelaida Vda. De González, al coronel Marco Miguel Román y muy particularmente a mi maestro de filosofía, el mártir revolucionario Juan Luis Molina Loza. A mis maestros de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México en particular a Ricardo e Isabel Pozas, Sergio Ramos Galicia, Enrique Ruiz García, Jorge Basurto, Theotonio Dos Santos, Vania Bambirra y muy pero muy especialmente  a Agustín Cueva y René Zavaleta Mercado. Reconozco también como maestros a quienes me enseñaron de la  ciencia y de la vida aunque no me dieran clases en un aula. En primer lugar a Severo Martínez Peláez, quien una tarde de diciembre de 1969, tras largas horas de conversación sobre mi vocación, mirándome tras sus espesas cejas y señalándome con su dedo índice, me dijo que ineludiblemente yo tenía que ser sociólogo. A Eduardo Perera Álvarez, abogado marxista mexicano quien me acogió en su casa, me prestó su biblioteca y de quien aprendí la educación sentimental y el placer de leer en la madrugada. A Alfonso Solórzano Fernández quien inició mi camino en las lides revolucionarias.  A Alfredo Guerra Borges quien me enseño que el oficio más difícil era el ser congruente con uno mismo, a José Manuel Fortuny de quien aprendí que a las utopías había que verlas con realismo y sin idealizaciones. A Jorge Mario García Laguardia, quien me enseñó cosas de la vida, de la política y de la historia. Y en el plano íntimo y entrañable, quiero dedicar este honor a mi compañera de vida Lisett Santa Cruz Ludwig, a mis hijos Alejandro, Camila y Sebastián. Agradezco la presencia en este acto de mis amigos de diversas edades e ideologías  porque aprendí que la amistad existe más allá de la edad, de la política y de la ideología. Vaya mi gratitud a mis familiares Figueroa, Ibarra, Castro y Pérez. A mis familias afectivas, la familia Maldonado, la familia Urrutia, la familia Escobar Meza, la familia Batres Galindo, la familia González, la familia Martínez Mazariegos y la familia Sarti Castañeda.  También a mis colegas y amigos de FLACSO Guatemala.  Y por último, pero no por ello menos importante, dedico este Doctorado Honoris Causa a dos seres cuyo martirio y congruencia han marcado mi vida: mis padres Carlos y Edna, asesinados por la dictadura militar guatemalteca el 6 de junio de 1980.

Ciudad de Guatemala, 12 de febrero de 2019.

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