"Vivimos hoy nuevas formas de violencia, distintas a las que
propiciaron las dictaduras militares. En la actualidad la democracia forma
parte de lo políticamente correcto, pero se trata de una democracia como la que
propiciaba Joseph Schumpeter: un procedimiento electoral mediante el cual la
ciudadanía elige a las elites gobernantes y luego se le retira a su casa porque
la participación ciudadana solamente es concebida y aceptada el día de las
elecciones".
Al centro, a la izquierda, el Dr. Carlos Figueroa Ibarra |
Quiero comenzar expresándoles que hoy es un día feliz para mí y para mi
familia, y será inolvidable para todos nosotros. Recibo con regocijo este
reconocimiento de parte de la Universidad de San Carlos de Guatemala, la
universidad en la que me desempeñé en los primeros años de mi vida académica y
en la cual, en algún momento pensé que iba a ser mi universidad para toda la
vida. Pese a los avatares de mi existencia, que me llevaron al destierro a
partir del 20 de abril de 1980, pude recuperar mi relación con la entrañable
USAC a partir de julio de 1992 cuando
terminó mi exilio y comenzó mi vida libremente elegida en México. Desde
entonces he procurado mantenerme vinculado con la universidad de mis padres,
con la principal casa de estudios de la patria que me vio nacer y he tratado de
devolverle a sus estudiantes y a mis colegas san carlistas mi compromiso académico y político. Por ello
no puedo comenzar esta alocución sino diciéndoles que esto que estoy recibiendo
ahora, es la máxima distinción que he recibido en mi vida la cual agradezco
profundamente. Desde el momento en que recibí la noticia el 13 de septiembre de
2018 por medio de la cual se me avisaba que el Consejo Superior Universitario
de la USAC había acordado otorgarme tan honrosa distinción, no he podido dejar
de evocar las circunstancias tan dolorosas que originaron mi salida de esta
universidad.
Aconteció en el contexto de la gran oleada represiva que sufrió la
Universidad de San Carlos de Guatemala a partir de 1977 cuando el Lic. Mario
López Larrave fue asesinado, oleada que continuaría durante muchos años
llevándose la vida de centenares de universitarios entre profesores,
estudiantes, trabajadores y egresados de la misma. El día de hoy, en el momento
de recibir la honrosa distinción de Doctor Honoris Causa no puedo dejar de
recordar a mi jefe, Lic. Julio Alfonso Figueroa Gálvez, Director del Instituto
de Investigaciones Económicas y Sociales y a mis colegas en la Escuela de Ciencia Política, Maestros Jorge Romero Imery y Ricardo Juárez
Gudiel, quienes no sobrevivieron a la lista de amenazados de muerte por el
Ejército Secreto Anticomunista, lista infame de la cual yo también formé parte.
Tampoco puedo dejar de recordar aquella tarde del 25 de enero de 1979, cuando
mi mentor Severo Martínez Peláez tocó la puerta de mi cubículo en el IIES para
decirme que había decidido salir del país. En la mañana de ese día había sido
asesinado el preclaro dirigente socialdemócrata Alberto Fuentes Mohr y eso era
indicio claro de que los informes con respecto a su propio asesinato eran
certeros. Me tocó la triste experiencia en el inicio del anochecer de ese día, acompañarlo
a salir de la universidad de esa manera furtiva para nunca volver, excepto para
estar en este mismo hermoso recinto, que lleva el nombre del entrañable mártir
Adolfo Mijangos López, en el momento en que recibió el Doctorado Honoris Causa
en octubre de 1992. Estos tristes acontecimientos, que marcaron indeleblemente
mi vida, me llevan a dedicarle el honor que hoy recibo a las 150 mil víctimas
de ejecución extrajudicial y a las 45 mil víctimas de desaparición forzada que
dejaron las dictaduras militares de Guatemala.
Expresado lo anterior, algo que ineludiblemente tenía que mencionar en
primer lugar, quiero también
manifestar mi profunda gratitud a la
Escuela de Historia de la Universidad de San Carlos por haber tomado la iniciativa de proponer mi
nombre a las instancias respectivas de esta universidad para el honor que hoy
se me entrega. En particular quiero expresar mi agradecimiento a la directora
de la Escuela de Historia, Dra. Artemis Torres Valenzuela y a la secretaria
académica de dicha unidad académica, Licda. Olga Pérez. Mi gratitud se extiende
al Consejo Directivo de dicha Escuela, a su personal académico en especial a
los académicos y estudiantes con los cuales hemos organizado las distintas
ediciones de la Cátedra Severo Martínez Peláez y de las Jornadas de Historia
Reciente. También al personal administrativo de dicha Escuela, en especial a
quienes me ayudaron a integrar el expediente necesario para someter a las
autoridades universitarias la propuesta del Doctorado Honoris Causa para mi
persona. Agradezco también a la Comisión de Docencia del Consejo Superior
Universitario el haber aprobado en primera instancia la distinción para mi
persona y mi gratitud va en especial para su coordinador y Decano de la
Facultad de Agronomía, Ing. Agrónomo Mario Antonio Godínez López. Finalmente
agradezco al Consejo Superior Universitario
y al Señor Rector Magnífico Ing. Murphy Paiz Recinos el haber acordado
conferirme el grado de Doctor Honoris Causa.
Hoy comparezco ante ustedes para recibir ese honor en un contexto
radicalmente distinto a aquel durante el cual tuve que abandonar la patria y mi
carrera universitaria en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Desde
aquellos años a estas fechas, el mundo tuvo un cambio drástico que nos ha
obligado a los cientistas sociales a pensar con categorías y expectativas
nuevas los procesos políticos y sociales que hoy vivimos. A fines de los años
setenta y parte de los ochenta del siglo XX, todavía parecía que vivíamos la continuidad del flujo de transformaciones
y grandes luchas que inauguró la revolución rusa de 1917 y que reactivó la
derrota del fascismo en la segunda
guerra mundial. El mundo entero atravesó por la ventana de la coyuntura en
Centroamérica que generó el triunfo de la revolución sandinista de julio de
1979. Dicha revolución parecía darle prolongación a las revoluciones
triunfantes en China y Cuba, a las grandes luchas obreras en distintas partes
del mundo, a los movimientos de liberación nacional en África, Asia y América
latina, a los movimientos de juventud y estudiantes en México y Europa en 1968.
El planeta entero parecía estar viviendo lo que se llamaba el tránsito del
capitalismo hacia el socialismo, como lo atestiguaba el que una parte
importante del territorio y población vivía ya bajo regímenes que se declaraban
socialistas o en tránsito al socialismo. Este era el imaginario que alentaba la
visión del mundo de las fuerzas progresistas
desde la óptica de lo que Lenin y Gramsci llamaron “la actualidad de la
revolución”. Pero ese imaginario del tránsito a un mundo poscapitalista, también alentó una visión regresiva y
represora en la óptica de la guerra fría. La tragedia que vivió Guatemala en
aquellos años tuvo como contexto ideológico estas percepciones progresivas y
regresivas del mundo. La Universidad de San Carlos de Guatemala fue vista como
un bastión de la subversión y esa apreciación suspicaz la convirtió en un objetivo militar por parte de la
dictadura militar. Lo paradójico de todo esto, es que en el momento en el cual
el optimismo revolucionario y la paranoia anticomunista se enfrentaban, el
mundo ya vivía los prolegómenos de la fase
mundial que ahora vivimos. La Unión Soviética y toda su periferia se
encaminaba hacia un estrepitoso derrumbe que ocasionaría una grave crisis de desprestigio
al marxismo y a la idea de socialismo.
No solamente marxismo y socialismo saldrían maltrechos de la coyuntura
de la llamada caída del muro en 1989. También el capitalismo keynesiano y el
ideal de sociedad de la socialdemocracia clásica. Se derrumbó también la idea
de un capitalismo con rostro humano, con un Estado de bienestar, un Estado
articulador-conciliador de los intereses
del capital y del trabajo, de defensa nacionalista de los recursos naturales,
de pleno empleo, seguridad social, reparto de utilidades, sindicatos. De
manera vertiginosa se abrió paso la idea
y práctica de un nuevo tipo de capitalismo. Es decir, lo que hoy conocemos como neoliberalismo y
que a diferencia del capitalismo dorado, con rostro humano, es conocido también
como “capitalismo salvaje” o como lo llama el teórico británico David Harvey,
“capitalismo sin bridas”. En pocas palabras “capitalismo desbocado” que
privatiza todos los bienes comunes, que como un moderno rey Midas convierte en
mercancía todo lo que toca, que despoja
territorios, tierras, tradiciones ancestrales y que se perfila como ecocida y
etnocida. Resulta notable que esta forma de acumulación capitalista sea
mediocremente exitosa en lo económico (basta ver las crisis mundiales que ha
generado la desregulación financiera) pero al mismo tiempo es ideológicamente
exitosa propalando la idea del éxito
individual, el egoísmo y la ausencia de la solidaridad humana.
Vivimos hoy nuevas formas de violencia, distintas a las que propiciaron
las dictaduras militares. En la actualidad la democracia forma parte de lo
políticamente correcto, pero se trata de una democracia como la que propiciaba
Joseph Schumpeter: un procedimiento electoral mediante el cual la ciudadanía
elige a las elites gobernantes y luego se le retira a su casa porque la
participación ciudadana solamente es concebida y aceptada el día de las
elecciones. Las democracias procedimentales esconden un nuevo tipo de
violencia, la que se aplica para poder instaurar los grandes proyectos de
minería a cielo abierto, los monocultivos de exportación, las hidroeléctricas
que no satisfacen necesidades sociales. A diferencia de las dictaduras
militares, las víctimas de la violencia
en las democracias neoliberales por la represión del Estado o por
complacencia estatal con las guardias blancas, no son los revolucionarios,
insurgentes o subversivos clásicos. Son indígenas, campesinos, pobladores,
luchadores sociales que defienden los bienes comunes (agua, tierra, territorio,
bosques y selvas, salud pública, educación, seguridad social) y luchan contra
la voracidad de la reproducción ampliada del capital. El orden mundial que
sigue siendo tutelado por un imperio amparado en la globalización neoliberal,
se reserva el derecho de decidir que este tipo de democracia es la única válida
y se reserva también el derecho de intervenir política, diplomática y
militarmente a aquellos países que buscan su autodeterminación.
Vivimos hoy también, y esto es
particularmente notorio en México y en el triángulo norte de Centroamérica, la
violencia que genera la delincuencia de todo tipo. El neoliberalismo no
solamente ha generado un Estado fallido, también ha propiciado una sociedad
fallida. No solamente un Estado penetrado por el crimen organizado, también una
alta impunidad para el crimen que genera la ineficiencia judicial, una rampante
violencia delincuencial y vacíos estatales que son llenados por criminales.
También observamos millones de jóvenes que enfrentan una sociedad que niega
oportunidades de empleo y estudio mientras el crimen organizado encuentra en
ellos la cantera para crear las infanterías que necesita. Poblaciones que han
perdido esperanzas en la movilidad social como producto del trabajo honrado y
la educación. Resulta indignante que el
establishment neoliberal criminalice a la pobreza, combata a la delincuencia de
abajo, mientras que es permisivo y beneficiario de la gran corrupción que
inunda a buena parte del Estado y también a un sector de la iniciativa privada.
Mi experiencia política reciente en mi patria mexicana y lo que observo en mi
patria de origen, Guatemala, también lo que advierto en Centroamérica y América
latina, me han llevado a la conclusión de que la lucha contra la corrupción es
un ámbito de confluencia transideológico, y esto sucede simplemente porque ni
la izquierda ni la derecha están blindadas en contra de la corrupción. Tuve la
oportunidad de participar en la gran transformación que hoy vive México y
observarla desde muy cerca. En suma, tuve por fin la oportunidad de paladear el
sabor de la victoria. Y esa maravillosa experiencia de victoria que he vivido
me lleva a tener la esperanza de que en Guatemala, la lucha contra la
corrupción puede ser el primer paso a partir del cual se puede iniciar un
renacimiento de la nación. Ese renacimiento de la nación pasa por rescatar al
Estado de un manejo patrimonialista, convertir a lo público en verdaderamente
público y no en la fachada de una minoría cleptocrática que tiene secuestradas
a las instituciones de dicho Estado. La derrota de la corrupción que haría
renacer a la nación, implicaría volver a la patria plural en todo sentido, solidaria, libre,
democrática y justa.
En un momento tan grato en que recibo un magno reconocimiento, no puedo
dejar pasar la oportunidad de reconocer a quienes debo lo que soy ahora. Expreso mi gratitud a la maestra que me
enseñó a leer, Conchita Colindres Roca. A mis
otros maestros del Colegio Guatemala como Roberto Nocedo Arís, Olimpia Seth de González, Gustavo Lasa, Julio
Utrera y Rolando Cordón. A mis mentores en el bachillerato en el Instituto
Modelo: Fernando Santos, Israel Valle, Manuel Dávila, Raúl Rodríguez, Adelaida
Vda. De González, al coronel Marco Miguel Román y muy particularmente a mi
maestro de filosofía, el mártir revolucionario Juan Luis Molina Loza. A mis maestros
de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional
Autónoma de México en particular a Ricardo e Isabel Pozas, Sergio Ramos
Galicia, Enrique Ruiz García, Jorge Basurto, Theotonio Dos Santos, Vania
Bambirra y muy pero muy especialmente a
Agustín Cueva y René Zavaleta Mercado. Reconozco también como maestros a
quienes me enseñaron de la ciencia y de
la vida aunque no me dieran clases en un aula. En primer lugar a Severo
Martínez Peláez, quien una tarde de diciembre de 1969, tras largas horas de
conversación sobre mi vocación, mirándome tras sus espesas cejas y señalándome
con su dedo índice, me dijo que ineludiblemente yo tenía que ser sociólogo. A
Eduardo Perera Álvarez, abogado marxista mexicano quien me acogió en su casa, me
prestó su biblioteca y de quien aprendí la educación sentimental y el placer de
leer en la madrugada. A Alfonso Solórzano Fernández quien inició mi camino en
las lides revolucionarias. A Alfredo
Guerra Borges quien me enseño que el oficio más difícil era el ser congruente
con uno mismo, a José Manuel Fortuny de quien aprendí que a las utopías había
que verlas con realismo y sin idealizaciones. A Jorge Mario García Laguardia,
quien me enseñó cosas de la vida, de la política y de la historia. Y en el plano
íntimo y entrañable, quiero dedicar este honor a mi compañera de vida Lisett
Santa Cruz Ludwig, a mis hijos Alejandro, Camila y Sebastián. Agradezco la
presencia en este acto de mis amigos de diversas edades e ideologías porque aprendí que la amistad existe más allá
de la edad, de la política y de la ideología. Vaya mi gratitud a mis familiares
Figueroa, Ibarra, Castro y Pérez. A mis familias afectivas, la familia
Maldonado, la familia Urrutia, la familia Escobar Meza, la familia Batres
Galindo, la familia González, la familia Martínez Mazariegos y la familia Sarti
Castañeda. También a mis colegas y
amigos de FLACSO Guatemala. Y por
último, pero no por ello menos importante, dedico este Doctorado Honoris Causa
a dos seres cuyo martirio y congruencia han marcado mi vida: mis padres Carlos
y Edna, asesinados por la dictadura militar guatemalteca el 6 de junio de 1980.
Ciudad de Guatemala, 12 de febrero de 2019.
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