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sábado, 23 de marzo de 2019

Nuestro bonito modo de vida imperial

Las normas de producción y consumo del Norte global, que han sido formateadas por el capitalismo y finalmente se han generalizado alrededor del mundo, solo pueden mantenerse –aun en la variante moderna «ecologizada»– a costa de la violencia, la destrucción ecológica y el sufrimiento humano. Esta es la tesis central de este artículo, basado en el libro Imperiale Lebensweise. Zur Ausbeutung von Mensch und Natur im globalen Kapitalismus [El estilo de vida imperial. Sobre la explotación del ser humano y la naturaleza en el capitalismo global], publicado recientemente en alemán.

Markus Wissen y Ulrich Brand / Nueva Sociedad

En febrero de 1994, la revista The Atlantic Monthly publicaba un artículo del periodista estadounidense Robert D. Kaplan bajo el título «La anarquía venidera». Tomando África occidental como ejemplo, el autor trata el desarrollo político y social del llamado «mundo subdesarrollado» y traza un cuadro extremadamente sombrío. El efecto de este artículo se ve aumentado por fotos de calles congestionadas en megaciudades del Sur global, de barrios marginales y ríos contaminados, de niños soldados y de escenas de guerras civiles. El mensaje es claro: después de que, con el fin de la Guerra Fría, el Norte global perdiera el interés en el Sur, este corre el riesgo de hundirse en el caos. Y la violencia, el colapso estatal, las epidemias, la «superpoblación» y la destrucción ecológica son algunas de las amenazas.

Con su artículo, Kaplan no quiere señalar el sufrimiento de la gente ni investigar las relaciones entre la riqueza en el Norte y los conflictos en el Sur. Más bien, busca retratar un orden mundial en el que la clara competencia entre Estados nacionales es reemplazada por un sinnúmero anárquico de conflictos de origen «cultural» y religioso. Asimismo, quiere alertar sobre la amenaza al orden de los Estados nacionales del Norte global que resulta de una extensión de la anarquía del Sur y de las tensiones generadas por las mismas sociedades culturalmente heterogéneas del Norte. Kaplan da especial importancia a los problemas ecológicos vinculados a la escasez de recursos y la destrucción ambiental:

Ha llegado el momento de entender el «medio ambiente» como lo que es: la cuestión de seguridad nacional de principios del siglo xxi. Las implicaciones políticas y estratégicas del incremento de la población, de la expansión de enfermedades, la deforestación, la erosión de suelos, el agotamiento de los recursos hídricos, la contaminación del aire y, posiblemente, el aumento del nivel del mar en regiones críticas superpobladas como el delta del Nilo y Bangladesh representan el principal reto para la política exterior, del que finalmente se derivarán todos los demás retos. Porque estas evoluciones conllevarán una migración masiva y exacerbarán los conflictos de grupo.

El cambio climático como una cuestión de seguridad nacional
Más de 20 años después de la publicación del artículo de Kaplan, los políticos europeos se superan entre sí en las proclamas intimidatorias contra personas que, por necesidad existencial o por el deseo de una vida mejor, tratan de llegar a la Unión Europea. La cuestión migratoria devino una cuestión de seguridad nacional: se construyen vallas, se evoca un «destino común» y se demandan «límites máximos». Parece como si la elite europea, dividida por profundos conflictos de intereses, se aproximara en su empeño de estatuir una política de ejemplaridad hacia los refugiados. Con ello aparentemente pretende enfrentarse unida y con todo su poderío a la amenaza al orden nacional, y en este caso también supranacional, imaginada por Kaplan.

Además de eso, la situación de 2017 muestra una segunda reminiscencia del diagnóstico de Kaplan de 1994. Muchas de las personas que intentan llegar a Europa parecen huir también por motivos ecológicos: el aumento de las temperaturas o los conflictos en torno de recursos agrícolas y mineros que escasean los privan de una vida libre de miseria y violencia. La guerra de Siria también se enmarca en esta narración, ya que la precedió una larga sequía que aumentó el potencial de conflictos sociales.

Así pues, el escenario catastrofista de Kaplan parece confirmarse. Y no solo eso. El artículo también aporta los argumentos que justifican la política de aislamiento europea. Si la «ecología» se convierte en una cuestión de seguridad nacional y si es el Sur global el que más sufre la crisis ecológica, si además el Sur se hunde en un caos tal que toda perspectiva de estabilidad política y de desarrollo económico bajo la premisa de un Estado nacional es impensable, entonces parece que el Norte global tiene que concentrarse en defender los logros de su civilización. Y que, con ese objetivo superior, debe negar la entrada a quienes proceden del Sur global.

El problema es que tanto el diagnóstico de Kaplan como la política actual con respecto a los refugiados basan su legitimación y plausibilidad precisamente en el hecho de callar acerca de los dos nexos decisivos. En primer lugar, no son la «escasez» de recursos naturales ni el «cambio climático» lo que lleva a las personas a huir. Son, más bien, las condiciones sociales injustas –como el acceso desigual a la tierra, el agua y los medios de producción– las que provocan la escasez de recursos y convierten el cambio climático en una amenaza vital para muchos. En segundo lugar, estas condiciones se entienden únicamente si uno aleja la mirada de las impresiones inmediatas y observa el contexto global de las regiones afectadas. Solo entonces se comprende toda la complejidad de las crisis ecológicas y los conflictos violentos.

El bienestar a costa de otros

Detrás de los conflictos de las denominadas «etnias enemistadas» en el Congo, se oculta la demanda del coltán, mineral que se necesita en el Norte global para la fabricación de teléfonos celulares y computadoras. Los conflictos en torno del agua, que en gran parte del mundo parecen la consecuencia inevitable de la sequía causada por el cambio climático, se revelan como el resultado de la destrucción del modo de producción de los pequeños agricultores fomentada por las empresas agroindustriales del Norte en sintonía con los intereses de las elites locales y nacionales del Sur global. Y, finalmente, vemos que una de las causas de la migración a Europa de pequeños agricultores africanos –calificada de «ilegal» a falta de motivos reconocidos para recibir el estatus de refugiados– es la política agraria y de comercio exterior de la ue que, con la exportación a África de productos agropecuarios altamente subvencionados, destruye los mercados y las fuentes de ingreso en este continente.

Bajo esta perspectiva, el análisis de Kaplan pierde apariencia de plausibilidad, así como pierde también legitimidad la política de la ue. Esta política se presenta como el intento de defender un bienestar que se genera también a costa de otros, contra la reivindicación de participación de esos otros. Es por eso una consecuencia lógica de un modo de vida basado en aprovechar a escala mundial la naturaleza y la mano de obra y externalizar los costos sociales y ecológicos que ello conlleva: esta externalización toma la forma de dióxido de carbono que se emite en la fabricación de productos de consumo para el Norte global y que es absorbido por los ecosistemas del hemisferio sur (o bien que se concentra en la atmósfera). Se presenta en forma de materias primas metálicas del Sur global que son el requisito indispensable para la digitalización y la «industria 4.0» del Norte global. Se presenta también en forma de la mano de obra del Sur global que arriesga la salud y la vida en la extracción de minerales y metales, en la reutilización de nuestros residuos electrónicos o en el trabajo precario en plantaciones contaminadas de pesticidas donde se plantan las frutas tropicales consumidas por el Norte global.

El modo de vida imperial

Un modo de vida que se basa en estas condiciones e implica a la vez este modo de producción es imperial. La configuración de las relaciones sociales y ambientales en otros lugares hace posible la vida cotidiana en los centros capitalistas. Esto ocurre a través de la apropiación en principio ilimitada de la capacidad de trabajo, los recursos naturales y los sumideros a escala global. Para la vida en los centros capitalistas, es decisiva la manera en que están organizadas las sociedades en otras partes, especialmente en el Sur global, y cómo configuran su relación con la naturaleza. Esto, a su vez, es la base para garantizar el traspaso de trabajo y naturaleza del Sur global necesario para las economías del Norte global. Y a su vez, el modo de vida imperial del Norte global contribuye de manera decisiva a estructurar en modo jerárquico las sociedades en otras partes. Hemos elegido conscientemente la expresión «en otras partes» por su indeterminación.

Electrodomésticos, aparatos médicos o infraestructuras de transporte, así como de abastecimiento de agua y energía, contienen materias primas cuyo origen no es visible. Lo mismo es válido para las condiciones de trabajo en que se explotan estas materias primas o en que se producen los textiles y los alimentos. Y es igualmente válido para el gasto de energía necesario para ello. Todo esto queda oculto al comprar, consumir y utilizar muchos de los objetos cotidianos necesarios, incluyendo los «alimentos culturales», como los medios de comunicación impresos o digitales. Solo estas condiciones sociales y ecológicas invisibles permiten que estos productos puedan ser comprados y consumidos tan fácilmente.

El sociólogo especialista en temas agrarios Philip McMichael habla de «alimentos de ninguna parte» (food from nowhere) para referirse al opacamiento del origen y la producción de los alimentos, lo que normaliza su disponibilidad espacio-temporal ilimitada. Fresas de China ofrecidas en invierno en comedores escolares en Alemania, tomates producidos por migrantes ilegales en Andalucía para el mercado del norte de Europa y langostinos criados para los consumidores en el Norte global a costa del destrozo de los bosques de manglares tailandeses y ecuatorianos son ejemplos de ello. El modo de vida imperial se basa en normas de producción, distribución y consumo profundamente arraigadas en las estructuras y prácticas políticas, económicas y culturales cotidianas de la población en el Norte global, y cada vez más también en los países emergentes del Sur global. No nos referimos solo a las prácticas materiales, sino en especial a las condiciones estructurales que las posibilitan y a los modelos y discursos sociales asociados. Dicho de otra manera: los estándares de la vida «buena» y «verdadera», que muchas veces consisten en el modo de vida imperial, se establecen en la vida cotidiana, aunque formen parte de relaciones sociales amplias y, en especial, de infraestructuras materiales y sociales.

La compra de un automóvil, por ejemplo, es una acción consciente, que se desarrolla dentro de patrones infraestructurales, institucionales o sociales preestablecidos e interiorizados en el hábito. Así, numerosos factores supraindividuales y de los cuales el individuo no necesariamente es consciente influyen en la decisión de compra. Entre ellos, una red vial que perjudica el transporte público, incentivos estatales de compra y uso del automóvil, pero también ideales de masculinidad predominantes y conceptos de independencia individual. De igual importancia son las cadenas de valor agregado, que posibilitan una apropiación barata de recursos y mano de obra de otras partes, así como normativas de emisión laxas y una competencia por el estatus social que también se disputa a través de la posesión de un auto. Todos estos factores confieren «racionalidad» a la decisión del automóvil y la hacen aparecer como normal. Pero también hacen desaparecer el poder subyacente que se reproduce en estas condiciones bajo las cuales se toma la decisión, así como su violencia.

El traspaso de los costos

En oposición a esto, se trata de visibilizar aquello que posibilita la vida cotidiana, la producción y el consumo de las personas del Norte global y de un número de personas cada vez mayor del Sur global. En la mayoría de los casos, esto ocurre sin traspasar el umbral de la percepción consciente o de la reflexión crítica. Porque la normalidad se da, precisamente, cuando se oculta la destrucción en la que se fundamenta. En otras palabras: las prácticas cotidianas, así como las relaciones de poder sociales e internacionales subyacentes, generan y perpetúan el dominio sobre los seres humanos y la naturaleza.

Por tanto, tenemos que explicar cómo y por qué se produce algo como normalidad en un tiempo en el que los problemas y las crisis se agravan y se solapan: esto concierne a la reproducción social y a la ecología, es válido para la economía y las finanzas, pero también para la geopolítica, la integración europea y la democracia. El modo de vida imperial es central para entender esta contradicción, pues se trata de una paradoja que se encuentra en el centro de los más diversos fenómenos de crisis. Por un lado, en muchas zonas de la Tierra tiene un efecto agravante sobre el cambio climático y la destrucción de ecosistemas, la polarización social, el empobrecimiento de las poblaciones y la destrucción de economías locales o las tensiones geopolíticas que hasta hace pocos años se consideraban superadas con el fin de la Guerra Fría. Es más, el modo de vida imperial contribuye sustancialmente a crear estos fenómenos de crisis. Por otro lado, contribuye a estabilizar las relaciones sociales allí donde se concentran sus beneficios. Sin los alimentos producidos a costa de personas y naturaleza en otras partes, y por ello mismo baratos, posiblemente habría sido bastante más difícil garantizar la reproducción de las capas sociales bajas del Norte global también en el contexto de la profunda crisis económica iniciada en 2007.

En consecuencia, las crisis y los conflictos actuales arrojan una luz deslumbrante sobre las contradicciones del modo de vida imperial. Muchos problemas se agudizan críticamente en la actualidad, porque el modo de vida imperial triunfa hasta la muerte. Por su carácter, siempre implica a escala global una apropiación desproporcionada de naturaleza y fuerza de trabajo, en otras palabras, de un «afuera». Presupone, por tanto, que otros renuncien a su parte proporcional. Cuanto menos dispuestos estén estos otros, o cuanto más dependan también ellos de acceder a un afuera y de traspasarle sus costos, más pierde el modo de vida imperial su fundamento económico.

Y es justamente este el caso actual. En la misma medida en que países emergentes como China, la India o Brasil desarrollan el capitalismo y sus clases medias y altas asimilan conceptos y prácticas de la buena vida «nórdicos», crecen su demanda de recursos y la necesidad de externalizar costos, por ejemplo, en forma de dióxido de carbono. Con ello, ascienden no solo en términos económicos, sino también ecológicos, a competidores del Norte global. El resultado son tensiones ecoimperiales como las que se manifiestan en la política climática y energética global. A esto se añade que cada vez menos personas en el Sur global están dispuestas a permitir que el modo de vida imperial del Norte global destruya sus vidas. Los movimientos actuales de huida y migración deben contemplarse también bajo esta luz. En ellos se muestra además la atracción perenne que el modo de vida imperial ejerce sobre aquellos que hasta ahora no podían participar de él: los refugiados buscan seguridad y una vida mejor, algo que se encuentra antes bajo las condiciones del modo de vida imperial en los centros capitalistas que en otra parte.

Esto también explica por qué la parte represiva y violenta del modo de vida imperial, en forma de conflictos por materias primas o el aislamiento frente a los refugiados, se manifiesta hoy tan claramente. El modo de vida imperial se basa en la exclusividad y solo puede conservarse en tanto y en cuanto dispone de un afuera en el que puede externalizar sus costos. Este afuera, sin embargo, está desapareciendo, porque cada vez más economías acceden a él y cada vez menos personas están en situación de cargar con los procesos de externalización o están dispuestas a ello. El modo de vida imperial se convierte en víctima de su propia capacidad de atracción y generalización.

A los centros capitalistas solo les queda el intento de estabilizar su modo de vida mediante el aislamiento y la marginación. Con ello los representantes de esta política, que por regla general se autodenominan «de centro», producen exactamente eso que consideran sus adversarios: movimientos autoritarios, racistas y nacionalistas. Que estos movimientos cobren fuerza actualmente en todas partes también se debe a que, por ser más consecuentes, pueden presentarse en la crisis como los verdaderos garantes de esa exclusividad que ya en tiempos normales es inherente al modo de vida imperial. Y, al contrario que sus competidores «centristas», son capaces de hacer una oferta a su electorado que lo fija en una posición subalterna y al mismo tiempo lo libera de su pasivización posdemocrática. Nora Räthzel ha denominado certeramente este mecanismo «autosumisión rebelde», en referencia al racismo que se articulaba en Alemania al principio de la década de 1990. La autosumisión rebelde les permite a los actores «constituirse como personas que actúan en determinadas condiciones a pesar de estar a merced de ellas».

Normas de producción y consumo insostenibles

Si este diagnóstico es acertado, los requisitos para una alternativa deben ser formulados de manera más radical de lo que está ocurriendo en el debate ecologista dominante. Ya no basta con exigir una «revolución verde» o un nuevo «contrato social». Porque a pesar de la fuerte retórica, esto deja intacta la economía política de los problemas, así como el modo de vida imperial. También es insuficiente esperar implícita o explícitamente que «la política» saque por fin las conclusiones correctas ante el hecho innegable –dado que científicamente está probado cada vez con mayor exactitud– de la crisis ecológica. Porque con esta expectativa se omite que el Estado no es un potencial polo opuesto, sino un garante esencial de la protección institucional del modo de vida imperial.

En lugar de eso, es indispensable reconocer la crisis ecológica en primer término como un indicio claro de un problema más fundamental: las normas de producción y consumo del Norte global, que se han formado con el capitalismo y finalmente se han generalizado, solo pueden mantenerse –aun en la variante moderna ecologizada– a costa de cada vez más violencia, destrucción ecológica y sufrimiento humano. Y esto solo se conseguiría en una pequeña parte del mundo. Debido a la política autoritaria, que sigue apostando por la valorización de la naturaleza y la división social, presenciamos ahora una acumulación de contradicciones sin precedentes. La reproducción de la sociedad y de sus bases biofísicas puede ser asegurada cada vez menos mediante el imperativo de crecimiento capitalista. Estamos viviendo una crisis de la gestión de crisis, una crisis de hegemonía y una crisis del Estado.

Numerosas alternativas responden a esta crisis. Estas alternativas deben ser valoradas en virtud de su aptitud para ser generalizadas y su eficacia social. ¿Hasta qué punto se vislumbran en los movimientos por la democracia energética, la soberanía alimentaria o la economía solidaria, por nombrar algunos, los contornos de una socialización democrática en un sentido fuerte? Esta sería una sociedad basada en el principio de que todos los afectados por las consecuencias de una decisión participen en igualdad de derechos a la hora de tomarla. Y solo un principio de regulación social semejante constituye una respuesta adecuada al modo de vida imperial, que se ha convertido en insostenible.

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