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sábado, 6 de abril de 2019

Las guerras de Trump y la paz necesaria

Hoy, más que en ningún otro momento, tenemos claro que el intervencionismo descarnado, militar o político,  y la imposición de sanciones para colocar a sus “enemigos” entre la espada y la pared, son las únicas dos vías que conoce la Casa Blanca para desarrollar su política exterior. La paz y el diálogo no son alternativas en su repertorio diplomático.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

Donald Trump, presidente de los Estados Unidos.
Donald Trump es una criatura política impredecible y voluble. Ese rasgo de su personalidad, que lo mismo puede ser defecto que virtud en un sistema como el estadounidense, al que José Martí[1] caracterizó en su tiempo como recio, nauseabundo, que premia a los hombres más por su maña o fortuna que por la virtud o el talento,  lleva al presidente a vivir en un clima inducido de permanente campaña electoral, de tensión y turbulencia, en el que la apertura de frentes de batalla y conflictos por doquier, dentro y fuera de su país, devino en estrategia de sobrevivencia y de encubrimiento de la crisis de hegemonía que corroe los cimientos del imperio norteamericano.

Basta con repasar estos poco más de dos años de mandato, para comprobar que no hay un solo logro de gestión de gobierno, significativo por su valor en la búsqueda de la paz y el bienestar global, del que pueda presumir el magnate neoyorkino; y en cambio, abundan las bravatas, las amenazas y los golpes sobre la mesa protagonizados por unos hombres –muchos de ellos criminales de guerra, como el infumable Elliot Abrams- que desprecian sistemáticamente el derecho internacional.

En abril de 2017, apenas unos meses después de asumir el cargo de presidente, Trump ordenó un bombardeo sobre Siria como represalia por un ataque con armas químicas contra poblaciones civiles, atribuido por Washington al gobierno de Bashar al Asad, pero cuya verdadera autoría no se ha esclarecido de manera convincente; después, en 2018, llevó el conflicto entre Corea del Norte y Corea del Sur casi al borde de una conflagración nuclear; ese mismo año declaró la guerra comercial a China al imponer, primero, medidas proteccionistas a las importaciones de ese país, por un monto de 50 mil millones de dólares, y después, al desatar una persecución global de los negocios del gigante asiático, especialmente en el campo de las telecomunicaciones. Más recientemente, el pasado mes de febrero, Estados Unidos anunció su salida del Tratado de Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, una herencia de la Guerra Fría, que augura una escalada de la carrera armamentista y de las maniobras geopolíticas de la OTAN para cercar y controlar a Rusia, demonio de turno en los relatos oficiales. Y como si este inventario no fuera suficiente, en días pasados el Secretario de Estado, Mike Pompeo, confeso militante de la organización evangélica Capitol Ministries, declaró en Israel que, “como cristiano”, cree que “es posible” que Dios  haya enviado a Trump para proteger al pueblo judío frente a sus amenazas regionales (en particular, Irán).

Con América Latina la situación no ha sido distinta: Trump se comporta como un matón de barrio y su política exterior hacia la región rebosa de desvaríos injerencistas y arrebatos bélicos. El bloqueo económico y los preparativos de una invasión contra Venezuela; las amenazas contra Cuba, Nicaragua y Bolivia, que serían los próximos objetivos en caso de derrotar a la Revolución Bolivariana; y el recurso reiterado de la “crisis migratoria” con México para forzar la aprobación de presupuesto federal para la construcción del muro fronterizo –promesa de campaña que, con seguridad, no cumplirá-, son ejemplos de las pretensiones de rapiña y los delirios xenófobos de un hombre cuyo nivel de pensamiento político “cabe en 140 caracteres”, como dijera alguna vez el senador republicano Jeff Flakes, en una crítica alusión a la “diplomacia de twitter” del mandatario estadounidense.

Con las elecciones presidenciales de noviembre de 2020 en el horizonte cercano, el presidente Trump parece decidido a convocar todas las tempestades, como quien busca una tormenta perfecta para salir victorioso. Un juego de todo o nada con el que, si cabe la metáfora, podría desatar el infierno en la tierra. Hoy, más que en ningún otro momento, tenemos claro que el intervencionismo descarnado, militar o político,  y la imposición de sanciones para colocar a sus “enemigos” entre la espada y la pared, son las únicas dos vías que conoce la Casa Blanca para desarrollar su política exterior. La paz y el diálogo no son alternativas en su repertorio diplomático. Derrotar a Trump -al proyecto político-ideológico que en encarna- en la próxima contienda electoral será un deber de los estadounidenses con su propio futuro como nación; pero construir la paz, vistos los antecedentes, será una responsabilidad y una tarea que no podremos abandonar todas y todos nosotros, pueblos de nuestra América y el mundo, que decimos ¡basta ya de atropellos del imperialismo!




[1] Martí, J. (2001). Obras CompletasVol X. La Habana: Centro de Estudios Martianos. Pág. 185: La Nación. Buenos Aires, 9 de mayo de 1885.

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