El cambio
climático no debe entonces atribuirse al mero hecho de que el planeta esté
poblado por 7 mil millones, sino al reducido número de personas (uno por
ciento) que controlan los medios de producción y deciden cómo se ha de usar la
energía. Se trata entonces de actuar contra el capital fósil. En contraposición
con lo anterior, todo el aparato del sistema opera para que los ciudadanos no
reconozcan y adopten esa posición.
Víctor M. Toledo / LA JORNADA
El pecado mayor del ambientalismo, el conjunto de
movimientos en defensa de la naturaleza y sus autores, fue habernos hecho creer
que los culpables de la destrucción del mundo natural éramos todos los seres
humanos sin excepción. Ya no sólo debíamos paliar y enfrentar un mundo de
destrucción y deterioro, sino también debíamos vivir eternamente bajo el
estigma de haberlo provocado. Entonces nos volvimos la especie más culpable del
planeta.
Imagine decirle a una familia que ha vivido en la miseria
–896 millones viven en extrema pobreza y alrededor de 2 mil 200 millones en
pobreza normal– que la crisis ecológica es también su culpa y que debe hacer
sacrificios para contribuir a solucionarla. Esta idea, alimentada por la visión
estrecha e incompleta de la biología, predominó durante décadas, y si bien
sirvió para un saludable cambio de conducta a escalas individual, familiar y
grupal, también operó como eficaz mecanismo que desvió la atención de los
verdaderos culpables.
En la arena científica, la cúspide de esta concepción se
alcanzó con la adopción en la jerga académica del concepto de antropoceno,
formulada por Paul Crutzen, premio Nobel de Química y uno de los estudiosos más
destacados de la atmósfera. El antropoceno quedó definido como una nueva era
geológica en la que la acción humana (la civilización moderna e industrial) se
ha convertido en una nueva fuerza capaz de alterar los mayores procesos y
ciclos del planeta. Hubo que esperar el desarrollo y proliferación de una ecología
política para cuestionar mediante evidencias bien documentadas, las
limitaciones de esa visión. A ello contribuyeron numerosos autores que fueron
develando los mecanismos de la devastación de manera crítica. Por ejemplo, en
2015, la mitad de las emisiones totales de CO2 fueron responsabilidad de 10 por
ciento de la población con más riqueza –700 millones de personas–, mientras la
mitad de la población mundial –3 mil 500 millones– sólo generó 10 por ciento de
las emisiones. Aún peor: según Oxfam, las emisiones de carbono de uno por
ciento más rico son 30 veces mayores que las de 50 por ciento más pobre. Los
agentes más contaminantes en la historia son las corporaciones petroleras,
gaseras y cementeras. Como vimos en un artículo anterior (https://bit.ly/2uVIEu6), entre
1751 y 2010, tan sólo 90 corporaciones emitieron 63 por ciento del total de
gases de efecto invernadero.
Las
numerosas críticas a la idea de un antropoceno quedaron finalmente condensadas
en el concepto de capitaloceno, formalmente desarrollado en el libro de Jason
W. Moore (Anthropocene
or Capitalocene? Nature, History and the Crisis of Capitalism, 2016), ampliamente
glosado en el número 53 de la revista Ecología Política (https://bit.ly/2UmMPyd ).
Moore establece en su libro que es la coacción forzada del trabajo (tanto
humano como no humano), subordinada al imperativo del beneficio a cualquier
precio (la acumulación ilimitada del capital), lo que provoca la ruptura del
equilibrio del ecosistema planetario. No es pues la humanidad sino una
pequeñísima parte de ella la principal causante.
El
cambio climático no debe entonces atribuirse al mero hecho de que el planeta
esté poblado por 7 mil millones, sino al reducido número de personas (uno por
ciento) que controlan los medios de producción y deciden cómo se ha de usar la
energía. Se trata entonces de actuar contra el capital fósil. En contraposición
con lo anterior, todo el aparato del sistema opera para que los ciudadanos no
reconozcan y adopten esa posición.
En
lenguaje diplomático: se trata de no politizar la situación. No sólo los
negacionistas de la crisis ecológica y climática actúan en esa línea, sino
también entidades enteras como el Programa de Naciones Unidas para el Medio
Ambiente (Pnuma), que desde 2012 impulsa con mucha fuerza la llamada economía
verde, una estrategia para ocultar el papel de las corporaciones y hacer
compatible el capitalismo con la ecología, o la FAO, que a regañadientes ha
aceptado hasta recientemente a la agroecología y al campesinado como opción
ante los sistemas destructivos agroindustriales, que es la vía capitalista en
la agricultura.
En
el ocultamiento antropogénico participan también científicos conservadores. En
México, como hemos señalado, existe el caso de que conocidas figuras de la
ecología encabecen las campañas de lavado verde (green-washing) de las mayores
corporaciones como Coca Cola, Volkswagen, Cemex, Bimbo, Telmex, Grupo México (https://bit.ly/2YYZtC7) e
impulsen conceptos como el de capital natural, que apuesta por el carácter
virtuoso de la mercantilización de la naturaleza.
En
suma, hoy resulta cada vez más difícil negar que vivimos inmersos en una nueva
era geológica, que más que antropoceno debe llamarse capitaloceno, y que
debemos salir de ella lo más rápido posible, antes de que el destino nos
rebase.
El precapitalismo surgió de la acumulación de la desigualdad del hombre y la mujer hasta llegar al capitalismo de la acumulación de desigualdad de propietario y trabajador
ResponderEliminarLa acumulación canibal-destructiva es una economía cuántica frente a la marxista ( newtiana)
El.precapitalismo neolítico ddio lugar a una acumulación de la desigualdad hombre mujer hasta llegar al capitalismo con una desigualdad propietario trabajador.
ResponderEliminarLa.acumulacion canibal-destructiva es una economía de física cuántica mientras .que la marxista es de física newtiana