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sábado, 29 de junio de 2019

Colombia: una paz fallida

A los partidarios del ex presidente Álvaro Uribe y, por extensión, al actual presidente Iván Duque, nunca les gustó la paz en Colombia. El uribismo siempre prefirió un Estado fuerte que proveyera seguridad a cambio de limitaciones a la libertad. Las consecuencias son evidentes: el proceso de paz está dinamitado.

Jerónimo Ríos Sierra / Nueva Sociedad

Alvaro Uribe e Iván Duque.
Desde que fue presentado el Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), se supo que habría dificultades en su implementación. Según el Instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame, el acuerdo firmado en Colombia, comparado con otros similares firmados en diversos países con conflictos armados, fue el más ambicioso en cuanto a sus planteamientos. Por eso, el acuerdo suscripto a finales de noviembre de 2016, ha tenido no pocos problemas.

La reforma rural integral planteada en el acuerdo, suponía admitir la realidad de una violencia estructural de la que el Estado fue corresponsable durante décadas. En Colombia, la reforma agraria resultó siempre una promesa incumplida por parte de las élites políticas, a lo que se sumaba una estructura territorial que siempre gravitó en torno a una «bogotanización» de la agenda pública. En cualquier caso, la reforma rural implicaba reconocer que la periferia olvidada de Colombia necesitaba de mayores recursos e inversiones si verdaderamente se quería abordar un proceso de construcción de paz estable y duradero.

A tal efecto, el Acuerdo de Paz con las FARC establecía los mecanismos suficientes para blindar el paso de las armas a las urnas, desarrollando protocolos delimitados al detalle para la entrega efectiva de armas, y proponiendo medidas que interviniesen sobre la extensión de los cultivos cocaleros. Asimismo, se definían las acciones e instituciones necesarias para velar por una correcta recomposición del tejido social sobre la base de una Comisión de la Verdad y una Jurisdicción Especial para la Paz.

Aunque resultase sorprendente, a los partidarios del ex presidente derechista Álvaro Uribe y, por extensión, al actual presidente Iván Duque, nunca les gustó la paz de Colombia. Nunca aceptaron que la paz debía llegar al país por medio de una solución negociada y que, entre otras cuestiones, ello obligaba a repensar los límites de la democracia colombiana y de su Estado de Derecho. El uribismo, perteneciente a una suerte de conservatismo recalcitrante, siempre estuvo más cómodo bajo la mano de un Estado fuerte que proveyera a su sociedad de seguridad a cambio de limitaciones a la libertad.

Como a Duque le resulta muy impopular, especialmente hacia fuera de Colombia, atribuirse a sí mismo el (de)mérito de ser el presidente que implosionó el Acuerdo de Paz con las FARC, lo que ha hecho en su primer año de mandato ha sido una suerte de desprecio continuo y de baja intensidad al Acuerdo. Lo ha hecho de un modo muy sencillo: homologándo el término «paz» al término FARC. Ha instrumentalizado el Poder Judicial, ha evitado partidas presupuestarias en el Plan Nacional de Desarrollo, ha obstaculizado el avance de la Jurisdicción Especial para la Paz y ha criminalizado, bajo la etiqueta de «guerrillera», cualquier reivindicación o protesta social, por muy ajena que resulte a la cuestión del Acuerdo.

Sin duda, y en contra de lo que pudiera pensarse, y tal como lo muestra Pippa Norris en sus estudios de integridad electoral, la calidad democrática del país ha ido notablemente a peor. A las extintas FARC solo le han cumplido con las obligaciones normativas, pues el despliegue de recursos ha llegado de manera parcial, con multitud de retrasos y resistencias por parte de las instituciones, y con la sensación de que al gobierno solo estaba interesado en la entrega de armas. Con la guerrilla desarmada, el nuevo Ejecutivo uribista no sentía para sí que los compromisos adquiridos fuesen con ellos y, por ende, invita a pensar, erróneamente, que el Acuerdo de Paz fue cosa de un gobierno, el de Juan Manuel Santos, y no el de un Estado, el colombiano. La paz no es de Santos, la paz es de todos los colombianos.

El resultado de esta política es contundente. El país hoy presenta una «visibilización» de la violencia mucho mayor que la de hace apenas cuatro años. La Organización de Naciones Unidas (ONU), al primer año de implementación, ya alarmaba informando que se había perdido el rastro de casi la mitad de los algo más de 7.100 excombatientes de las FARC que habían iniciado, desde 2016, su tránsito hacia la reincorporación a la vida civil. Asimismo, las expectativas de la Policía Nacional sobre un posible retorno a la violencia de aproximadamente el 14% de los exguerrilleros, han quedado muy superadas por el actual volumen de las disidencias, que supera los 2.000 efectivos.

Firmar un Acuerdo de Paz siempre resulta muy complejo. Más si hablamos de Colombia, cuyo conflicto se inicia formalmente en 1964 pero que, incluso, hunde sus raíces en la década de 1930. Sin embargo, lo verdaderamente difícil es asumir un proceso de construcción de paz. Un proceso que le quedó grande al Estado y a buena parte de la sociedad colombiana, y que hoy en día, casi de manera irreversible, torna hacia lo que puede ser una paz fallida.

Las carencias de la implementación nos conducen a una idea clásica como es la planteada por Johan Galtung en un breve trabajo publicado en 1969 en el Journal of Peace Research. En dicho breve artículo, titulado Violence, Peace and Peace Research, el matemático y sociólogo noruego, padre de la investigación para la paz, reconoce que la paz no es la ausencia de guerra, sino que es la ausencia (y superación) de las condiciones estructurales y simbólicas que sostienen la guerra.

De nada sirve un perfecto Acuerdo de Paz si no se acompaña de medidas que transformen las condiciones de vulnerabilidad y exclusión social, y de intervenciones que resignifiquen un imaginario social colectivo, preparado para lo que supone, desde todos los extremos, un proceso de construcción de paz. Y he aquí la realidad de Colombia: el quinto país más desigual del mundo, con unos niveles irresueltos en cuanto abandono territorial e institucional de las zonas con mayor presencia del conflicto armado, y en donde la necesaria presencia del Estado en aquellos lugares que abandonaban las FARC para asumir el proceso de entrega de armas nunca se cumplió. De hecho, los departamentos que eran más violentos antes del Acuerdo de Paz, ubicados en el suroccidente y el nororiente del país, además de Antioquia, lo son igualmente en la actualidad.

A cambio, los señores de la guerra -las cartelizadas guerrillas del Ejército de Liberación Nacional y el Ejército Popular de Liberación-, junto a otras bandas criminales y estructuras post-paramilitares, ocupan el escenario de las antiguas FARC. Allí, sin presencia alguna del Estado, se disputan los enclaves mineros, los escenarios cocaleros y, de paso, las rutas de procesamiento y distribución. A cambio, en los últimos dos años han muerto más de 600 líderes sociales y activistas de Derechos Humanos sin que el Estado haga absolutamente nada, en una suerte de comisión por omisión. Igualmente, el cultivo cocalero supera ampliamente las 200.000 hectáreas, llegando a niveles nunca vistos en las últimas dos décadas, y el dilema de la seguridad que planteaba hace años el profesor de la Universidad de Oxford, Stathis Kalyvas, está más vigente que nunca. Es decir, en un contexto de violencia irresuelto, las desmovilizadas FARC-EP encuentram más seguridad en su retorno a estructuras armadas que en la «simple» sociedad civil.

Sin duda, las FARC hicieron muchas cosas mal. A diferencia de lo que supuso el movimiento guerrillero M-19 a fines de la década de 1980, la guerrilla fundada el 27 de mayo de 1964, no gozaba de popularidad ni legitimidad en la sociedad colombiana. Las FARC quizá tampoco acertaron escogiendo su nombre como partido ni quiénes iban a ser sus líderes de referencia. No obstante, las FARC cumplieron entregando las armas y más allá de la independencia subjetiva de quienes deciden retornar a la violencia, a nadie se le escapa que las falencias de la implementación, las resistencias gubernamentales y el encono que ha abonado en la sociedad colombiana el expresidente Álvaro Uribe y sus correligionarios, son los principales factores que, a día de hoy, explican el camino hacia la paz fallida en el que se encuentra Colombia.

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