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sábado, 29 de junio de 2019

El canal seco de Honduras y nuestra condición ístmica

El corredor logístico que entrará en operaciones en Honduras nos obliga, como centroamericanos, a analizar y discutir más a fondo, y en serio, el futuro de nuestro países frente a las grandes transformaciones económicas y geopolíticas globales en curso.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

En azul, el trazado de la ruta del Canal Seco de Honduras.
Diez años después de perpetrado el golpe de Estado contra Manuel Zelaya, Honduras se encuentra  inmerso en una nueva escalada de conflictividad social que expresa la continuidad de la crisis política, económica y sobre todo institucional, que desataron los poderes fácticos que estuvieron detrás de la asonada de junio de 2009. En medio de esas tribulaciones, que hieren una vez más al sufrido pueblo hondureño, la prensa local dio a conocer que el próximo mes de agosto finalizará la construcción de un corredor logístico o canal seco que unirá, mediante un sistema de carreteras de cuatro carriles y casi 400 km de longitud,  “la zona central y norte de Honduras, con la región sur y las fronteras de El Salvador y Nicaragua” (El Heraldo, 13-06-2019).

El diseño del trazado del canal seco data del año 2002, pero no fue sino hasta la llegada al poder de Porfirio Lobo, ganador de las primeras elecciones post-golpe, que el proyecto recibió el impulso para su concreción. Ahora, con casi ocho años de retraso, un costo que supera los $350 millones de dólares y la participación de empresas constructoras mexicanas, ecuatorianas, peruanas, brasileñas y hondureñas, bajo un esquema de inversión público-privado, el controversial gobierno de Juan Orlando Hernández recibirá por fin la obra terminada. Y la tendrá antes que Guatemala y Costa Rica, donde iniciativas similares se discuten desde hace varios años pero sin concretarse todavía; y por supuesto, antes que Nicaragua, donde el proyecto del Gran Canal interoceánico se diluye ante las dificultades de la empresa china HKND para obtener financiamiento.

Se estima que el corredor logístico hondureño reducirá sustancialmente el tiempo de duración del transporte por tierra entre Puerto Cortés, el principal puerto en la costa del Caribe, y el puesto fronterizo El Amatillo en El Salvador (sólo entre Comayagua, ubicada en la región central, y El Amatillo, se ahorrarán unos 100 km de viaje por el canal seco, aproximadamente una hora). De ahí al puerto de La Unión, en el golfo de Fonseca –la triple frontera de Honduras, El Salvador y Nicaragua-, sólo resta un tramo de 36 kilómetros. Si a ello sumamos las obras de modernización de Puerto Cortés (aumentará su capacidad en un 50%), estimadas en $624 millones de dólares, y que actualmente lleva adelante una empresa de capital filipino, es claro que estamos ante un acontecimiento geopolítico de gran importancia: la nueva ruta por Honduras –una plaza bajo férreo control de los Estados Unidos, con una base militar en su territorio desde 1981- supone una atractiva ventaja competitiva para exportadores, importadores y para el comercio marítimo, en general, en momentos en que China apuesta por las inversiones en el Canal de Panamá, al tiempo que fortalece sus relaciones diplomáticas y comerciales con ese país.

Aunque tradicionalmente las rutas interoceánicas de Nicaragua y Panamá han concentrado el interés de las potencias y los inversionistas, las características geográficas de Honduras también fueron estudiadas a profundidad desde el siglo XIX, con miras a construir allí la anhelada vía que acortara tiempo y distancia para el tránsito de personas y mercaderías. Así, por ejemplo, entre 1849 y 1853, al calor de las disputas entre Estados Unidos y Gran Bretaña por el control de Centroamérica, el diplomático norteamericano Ephraim G. Squier propuso la construcción de un canal seco interoceánico, que conectara por medio de ferrocarriles Puerto Cortés con el Golfo de Fonseca. Esta tesis la expuso en su libro Apuntamientos sobre Centroamérica. Honduras y El Salvador, publicado en Nueva York en 1855, en el que destaca el valor estratégico de  Honduras para la protección de los intereses de Estados Unidos, tanto por su posición privilegiada en el Mar Caribe, como por su salida hacia el océano Pacífico y las potencialidades que ofrecía para participar del comercio en esa región del continente. No debe sorprendernos que la presencia militar estadounidense en este país centroamericano se mantenga hasta nuestros días, pues, como queda claro, sus intereses en este país corresponden a un proceso de largo aliento, y van mucho más allá que la contención del comunismo que se invocó en la segunda mitad del siglo XX, o la lucha contra el narcotráfico y el crimen organizado, que es el argumento al uso en el siglo XXI.

El corredor logístico que entrará en operaciones en Honduras nos obliga, como centroamericanos, a analizar y discutir más a fondo, y en serio, el futuro de nuestro países frente a las grandes transformaciones económicas y geopolíticas globales en curso. Históricamente, la cuestión de los canales en el istmo ha sido concebida casi exclusivamente desde la perspectiva de la lógica de reproducción del capital y de la integración de la región a sus dinámicas comerciales. En este sentido, nuestra condición ístmica ha sido más un obstáculo por superar para el capital -acaso un estorbo-, que un factor que favorezca la creación democrática de las condiciones que permitan la promoción del bien común de nuestros pueblos, por la vía de la redistribución de la riqueza generada con las obras de infraestructura. Para comprobarlo, basta con detenernos a observar cómo persiste la fragmentación de las regiones de la costa del Atlántico con las del Pacífico, y de estas con los valles y mesetas del interior. Sin olvidar, por supuesto, el grave peligro que ha entrañado para nuestras naciones la prevalencia de los intereses de las grandes potencias en el dominio de las rutas comerciales. Panamá, con su larga lucha por la recuperación de la soberanía sobre su territorio, nos da una enorme lección que no debemos pasar por alto en esta hora.

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