El corredor
logístico que entrará en operaciones en Honduras nos obliga, como
centroamericanos, a analizar y discutir más a fondo, y en serio, el futuro de
nuestro países frente a las grandes transformaciones económicas y geopolíticas
globales en curso.
Andrés Mora
Ramírez / AUNA-Costa Rica
En azul, el trazado de la ruta del Canal Seco de Honduras. |
Diez años
después de perpetrado el golpe de Estado contra Manuel Zelaya, Honduras se
encuentra inmerso en una nueva escalada de conflictividad social que
expresa la continuidad de la crisis política, económica y sobre todo
institucional, que desataron los poderes fácticos que estuvieron detrás de la
asonada de junio de 2009. En medio de esas tribulaciones, que hieren una vez
más al sufrido pueblo hondureño, la prensa local dio a conocer que el próximo
mes de agosto finalizará la construcción de un corredor logístico o canal seco
que unirá, mediante un sistema de carreteras de cuatro carriles y casi 400 km
de longitud, “la zona central y norte de Honduras, con la región sur y
las fronteras de El Salvador y Nicaragua” (El Heraldo, 13-06-2019).
El diseño
del trazado del canal seco data del año 2002, pero no fue sino hasta la llegada
al poder de Porfirio Lobo, ganador de las primeras elecciones post-golpe, que
el proyecto recibió el impulso para su concreción. Ahora, con casi ocho años de
retraso, un costo que supera los $350 millones de dólares y la participación de
empresas constructoras mexicanas, ecuatorianas, peruanas, brasileñas y
hondureñas, bajo un esquema de inversión público-privado, el controversial
gobierno de Juan Orlando Hernández recibirá por fin la obra terminada. Y la
tendrá antes que Guatemala y Costa Rica, donde iniciativas similares se
discuten desde hace varios años pero sin concretarse todavía; y por supuesto,
antes que Nicaragua, donde el proyecto del Gran Canal interoceánico se diluye
ante las dificultades de la empresa china HKND para obtener financiamiento.
Se estima
que el corredor logístico hondureño reducirá sustancialmente el tiempo de
duración del transporte por tierra entre Puerto Cortés, el principal puerto en
la costa del Caribe, y el puesto fronterizo El Amatillo en El Salvador (sólo
entre Comayagua, ubicada en la región central, y El Amatillo, se ahorrarán unos
100 km de viaje por el canal seco, aproximadamente una hora). De ahí al puerto
de La Unión, en el golfo de Fonseca –la triple frontera de Honduras, El
Salvador y Nicaragua-, sólo resta un tramo de 36 kilómetros. Si a ello sumamos
las obras de modernización de Puerto Cortés (aumentará su capacidad en un 50%),
estimadas en $624 millones de dólares, y que actualmente lleva adelante una
empresa de capital filipino, es claro que estamos ante un acontecimiento
geopolítico de gran importancia: la nueva ruta por Honduras –una plaza bajo
férreo control de los Estados Unidos, con una base militar en su territorio
desde 1981- supone una atractiva ventaja competitiva para exportadores,
importadores y para el comercio marítimo, en general, en momentos en que China
apuesta por las inversiones en el Canal de Panamá, al tiempo que fortalece sus
relaciones diplomáticas y comerciales con ese país.
Aunque
tradicionalmente las rutas interoceánicas de Nicaragua y Panamá han concentrado
el interés de las potencias y los inversionistas, las características
geográficas de Honduras también fueron estudiadas a profundidad desde el siglo
XIX, con miras a construir allí la anhelada vía que acortara tiempo y distancia
para el tránsito de personas y mercaderías. Así, por ejemplo, entre 1849 y
1853, al calor de las disputas entre Estados Unidos y Gran Bretaña por el
control de Centroamérica, el diplomático norteamericano Ephraim G. Squier
propuso la construcción de un canal seco interoceánico, que conectara por medio
de ferrocarriles Puerto Cortés con el Golfo de Fonseca. Esta tesis la expuso en
su libro Apuntamientos sobre Centroamérica. Honduras y El Salvador,
publicado en Nueva York en 1855, en el que destaca el valor estratégico
de Honduras para la protección de los intereses de Estados Unidos, tanto
por su posición privilegiada en el Mar Caribe, como por su salida hacia el
océano Pacífico y las potencialidades que ofrecía para participar del comercio
en esa región del continente. No debe sorprendernos que la presencia militar
estadounidense en este país centroamericano se mantenga hasta nuestros días,
pues, como queda claro, sus intereses en este país corresponden a un proceso de
largo aliento, y van mucho más allá que la contención del comunismo que se
invocó en la segunda mitad del siglo XX, o la lucha contra el narcotráfico y el
crimen organizado, que es el argumento al uso en el siglo XXI.
El corredor
logístico que entrará en operaciones en Honduras nos obliga, como
centroamericanos, a analizar y discutir más a fondo, y en serio, el futuro de
nuestro países frente a las grandes transformaciones económicas y geopolíticas
globales en curso. Históricamente, la cuestión de los canales en el istmo ha
sido concebida casi exclusivamente desde la perspectiva de la lógica de
reproducción del capital y de la integración de la región a sus dinámicas
comerciales. En este sentido, nuestra condición ístmica ha sido más un
obstáculo por superar para el capital -acaso un estorbo-, que un factor
que favorezca la creación democrática de las condiciones que permitan la
promoción del bien común de nuestros pueblos, por la vía de la redistribución
de la riqueza generada con las obras de infraestructura. Para comprobarlo,
basta con detenernos a observar cómo persiste la fragmentación de las regiones
de la costa del Atlántico con las del Pacífico, y de estas con los valles y
mesetas del interior. Sin olvidar, por supuesto, el grave peligro que ha
entrañado para nuestras naciones la prevalencia de los intereses de las grandes
potencias en el dominio de las rutas comerciales. Panamá, con su larga lucha
por la recuperación de la soberanía sobre su territorio, nos da una enorme
lección que no debemos pasar por alto en esta hora.
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