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sábado, 8 de junio de 2019

El capitalismo es un viejo artero mañoso

Si la salida para el capitalismo son guerras, consumidores pasivos de drogas y población “light” despolitizada, o muros de contención en las metrópolis para impedir la entrada de desesperados habitantes que huyen de la pobreza del Sur, eso no es sino la más elemental justificación para seguir peleando denodadamente por cambiarlo.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

I

Algunas décadas atrás, cuando a nivel mundial se conjugaron una serie de elementos que presentaban un panorama favorable a las fuerzas progresistas (avance del pensamiento de izquierda, crecimiento de las organizaciones populares, mística guevarista y propagación de movimientos de vía armada, auge de los movimientos estudiantiles inspirados en el mayo francés de 1968, teología de la liberación), era pensable que la toma del poder y la construcción de un mundo nuevo concebido desde ideales socialistas de justicia estaban a la vuelta de la esquina. Los años 60 y 70 del siglo pasado, quizá con un aire excesivamente triunfalista –pero honesto, saludable, para echar de menos y reivindicar hoy día– lo permitían deducir: las causas populares y de justicia avanzaban impetuosas.

En estos momentos, ya bien entrado el siglo XXI, aquella marea de cambio que se mostraba imparable no existe. Y no sólo eso: muchos de los avances sociales conseguidos durante los primeros años del siglo XX (derechos laborales, programas sociales) hoy día se han revertido, en tanto que el ambiente dominante a escala planetaria, impulsado desde los poderes centrales que dictan las políticas globales, se ha tornado despolitizado, desideologizado, “light”, para decirlo de un modo que lo ejemplifica todo (lo anglosajón marca el ritmo).

El sistema capitalista, de quien se anunciaba victorioso estaba por caer –eso se creía con profunda honestidad– no cayó. Lejos de ello, se muestra muy vivo, activo, vigoroso. De la Guerra Fría que marcó a sangre y fuego por largos años la historia global, fue el capitalismo quien salió airoso, y no la propuesta socialista. El muro de Berlín, símbolo de esa confrontación justamente, se terminó vendiendo por trocitos como recuerdo turístico. Y de las posiciones ideológicas de izquierda que definieron buena parte de los acontecimientos del siglo XX, hoy parecieran quedar sólo algunos sobrevivientes, pero no son las que marcan el ritmo de los acontecimientos.

Vistas así las cosas, el panorama pareciera sombrío. En un sentido, por supuesto que lo es. Las represiones brutales que siguieron a esos años de crecimiento de las propuestas contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se sucedieron en cantidades dantescas durante las últimas décadas del siglo XX en los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de fondo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de bastante desmovilización, parálisis, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere decir que la historia está terminada (¡la lucha de clases continúa!). La historia también continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base (que por cierto no ha cambiado) sigue presente. Ahí están nuevas protestas y movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de nuevos frentes: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual, la lucha por el medio ambiente. Hoy día, en Latinoamérica por ejemplo, los pueblos originarios que luchan contra el capitalismo extractivista (minería, empresas forestales, agro-negocio de monoproducción depredadora, hidroeléctricas realizadas sin tomar en cuenta a las poblaciones) se ha convertido en la principal fuente de avanzada antisistémica.

De todos modos, aunque es cierto que las luchas reivindicativas no terminaron –ni es posible que terminen, porque son el motor de la historia precisamente– están adormecidas. En términos generales lo que más se ha instalado en la cultura política de la población planetaria es el conformismo, la cultura de resignación, la mansedumbre. Eso marca nuestro momento actual. En ese sentido, entonces, podemos decir sin temor a equivocarnos que el capitalismo no está muerto. La lucha ideológica sigue viva, y el sistema dominante la hace muy bien.

II

Junto a ello, algo que igualmente marca este momento es la crisis financiera del sistema capitalista a escala planetaria, que ya lleva una década y no da miras de terminar en lo inmediato. Crisis que, tal vez de haberse dado en aquellas décadas de auge de luchas populares, hubiera hecho pensar en su inminente caída como sistema abriendo condiciones para que ello se concretara quizá, pero que en este momento sirve para descubrir otras cosas: que el capitalismo no está en fase de agonía, sino que se ha transformado en un “viejo mañoso”, aún con mucha energía, que se sabe readecuar, que se recicla y continúa adelante.

¿Por qué “viejo mañoso”? Porque está dando renovadas muestras que “se las sabe todas”, y con aire mafioso no sólo sobrevive como sistema sino que aún no se le ve final a la vista. Y peor aún: que para seguir sobreviviendo apela a cuanto juego sucio podamos imaginarnos, de lo más deleznable, bajo y ruin, pero siempre presentado como políticamente correcto. Hoy se llegó a entronizar aquello de la post-verdad. Es decir: el auge de la mentira llevada a su máxima expresión. No interesa la verdad sino la forma en que se presentan las cosas (eso es la guerra mediático-psicológica que actualmente cursamos, guerra de engaños, ocultamientos, falsedades).

Existe un dato muy importante, que en términos estratégicos de mediano plazo marca un escenario desconocido años atrás: el capitalismo de las que hasta hoy son las potencias, Estados Unidos, Europa y Japón, ya no está creciendo con igual empuje que antaño, sino que se recicla. La potencia juvenil de los primeros burgueses de las ciudades medievales europeas, la potencia de los primeros cuáqueros llegando en el Mayflower a la tierra de promisión americana, todo eso ya no está. En todo caso el nuevo capitalismo chino está dando muestras de una vitalidad ya perdida en los puntos históricos de desarrollo. Aún es un misterio cómo se seguirá comportando este nuevo capitalismo del gigante asiático, si seguirá los mismos pasos transitados por las potencias tradicionales transformándose en un nuevo imperialismo guerrerista, tal como todos los crecimientos capitalistas considerables terminaron dando como resultado (aunque de momento no está tomando esa senda. Su propuesta de la Nueva Ruta de la Seda, por ejemplo, se plante en términos de ganar-ganar). Lo cierto es que en los países históricos del sistema (y en Estados Unidos más aún, líder de ese arrollador crecimiento de la empresa privada por más de un siglo), todo indicaría que se está involucionando. Pero no desapareciendo. El capitalismo está enfermo, pero no agónico.

¿Qué significa esto? Que el capitalismo, como sistema desarrollado hasta niveles descomunales en cuanto a lo técnico, encontró un límite y se ha comenzado a dedicar cada vez más a sobrevivir, permítasenos decirlo así: en la holgazanería. El capital busca lucrar, nada más. Su esencia es esa. Con el advenimiento de la industria moderna, creó mercados nacionales cada vez más grandes, transformando toda la vida cotidiana en mercancía para vender, inventando nuevas necesidades, promoviendo un consumismo desaforado, llegándose al absurdo contrasentido de una obsolescencia programada (que todo se gaste rápido para reemplazarlo). De ese modo acumuló gigantescas cantidades de dinero. Pero el proceso de acumulación nunca frenó, y desde hace varias décadas asistimos a un crecimiento exponencial del ámbito financiero. La creatividad industrial, que por supuesto no ha muerto, se va trocando hacia formas de parasitismo social, fabulosas para los grandes poderes, pero inservibles para la población, y para el sistema mismo. La savia productiva se va viendo reemplazada por la especulación financiera, y entre los negocios más redituables van consolidándose los ligados a la destrucción: las armas, la guerra, el narcotráfico. En ese sentido, entonces, el capitalismo no está muerto, pero sí severamente enfermo, aunque pueda sobrevivir por mucho tiempo más aún. Y junto a ello, se dedica en forma creciente a la especulación. Lo cual no es más que una forma de usura, legal para el caso.

Hoy por hoy los capitales más acrecentados se van dedicando a ese negocio improductivo, parasitario, inmoral que es la especulación. Los megacapitales globales se reciclan y se agigantan de manera ficticia en la banca, en los paraísos fiscales, en esa burbuja inconducente dada por las finanzas. En general actúan como fuerzas más allá de los Estados nacionales. Estos grandes capitales, que juegan a las finanzas, compran y venden empresas rentables (o empresas fundidas para luego levantarlas), que especulan en las bolsas de valores, que influyen/determinan en los precios de los productos primarios (energéticos, alimentos, materias primas varias), que reciben enormes inyecciones financieras de los negocios no muy santos (narcoactividad, redes de ventas ilegales de armas), prescinden de regulaciones y controles estatales. Pero al mismo tiempo necesitan de los “viejos” Estados nacionales para controlar a las poblaciones, hacerles recibir créditos leoninos (en los países pobres, que quedan endeudados y atados a los organismos financieros internacionales: Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial) y producir guerras que aseguren el flujo de capitales a través de la industria militar. Y luego, eventualmente, reconstruir los países destruidos.

La crisis financiera actual viene a resaltar los límites infranqueables del sistema: desde un esquema capitalista, que se basa sólo en la obtención de ganancia empresarial a cualquier costo y nada más, la inercia misma del sistema hace prescindible a la gente y lo único que interesa es la acumulación. Esta lógica se independiza y se mueve sola, casi con la mecánica de una máquina automatizada. El sistema no puede detenerse en la gente de carne y hueso; eso no importa, es prescindible, no cuenta al final del proceso. La acumulación capitalista llega a tal nivel de autonomización que lo más importante puede llegar a ser la muerte, si es que eso “da ganancia”. Tan es así que el actual modelo capitalista lo demuestra con creces: la guerra, la muerte, los negocios sucios como el trasiego de estupefacientes, son su energía vital. Cada vez más. Para el capitalismo más desarrollado, ese que tomó la delantera durante todo el siglo XX, el negocio de la destrucción pasó a ser su más importante salida. La guerra, la destrucción de países y su posterior destrucción, la inversión siempre creciente en armamentos, es su dinámica por excelencia.

El capitalismo chino (o, si se quiere decir como lo hacen las autoridades del Partido Comunista Chino: el socialismo de mercado), imponente economía a escala planetaria, siempre en ascenso aún en plena crisis financiera de los grandes centros capitalistas históricos y disputándole la hegemonía global a Estados Unidos, de momento no muestra estas características mafiosas. Seríamos quizá algo ilusos si pensamos que ello se debe a una ética socialista que aún perduraría en el dominante Partido Comunista que sigue manejando los hilos políticos del país. En todo caso responde a momentos históricos: la revolución industrial de la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, o el gran salto estadounidense que se registra entre el siglo XIX y el XX, China recién ahora la está pasando, al modo chino por supuesto, con sus peculiaridades tan propias (la sabiduría y la prudencia ante todo). Lo cierto es que en 20 años esa economía creció lo que a Gran Bretaña o a Estados Unidos le tomó un siglo.

Queda entonces el interrogante de hacia dónde se dirigirá ese proyecto asiático. Pero lo que es descarnadamente evidente es que el capitalismo ya envejecido se mueve cada vez más como un capo mafioso, como un “viejo mañoso”, pleno de ardides y tretas sucias. Entre las actividades comerciales más dinámicas hoy día a nivel mundial se encuentran la producción de armas y el tráfico de drogas ilícitas. Y los dineros que todo eso genera alimentan las respetables bolsas de comercio que marcan el rumbo de la economía mundial al tiempo que se esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En ese sentido, la enfermedad estructural define al capitalismo actual.

III

Si el negocio de la muerte se ha entronizado de esa manera, si lo que duplica fortunas inconmensurables a velocidad de nanotecnología es la constante en los circuitos financieros internacionales, si en una simple operación bursátil se fabrican cantidades astronómicas de dinero que no tienen luego un sustento material real, si el capitalismo en su fase de hiper desarrollo del siglo XXI se representa con paraísos fiscales donde lo único que cuenta son números en una cuenta de banco (o en una pantalla de computadora) sin correspondencia con una producción tangible, si destruir países para posteriormente reconstruirlos está pasando a ser uno de los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la vuelta de cada esquina son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo masivo mercadeado con los mismos criterios y mercadotecnia con que se ofrece cualquier otra mercadería legal, todo esto demuestra que como sistema el capitalismo no tiene salida. La producción de bienes tangibles se ha ido reemplazando por toda esa dimensión disparatada, por acciones que no traen ningún beneficio a las poblaciones, por lógicas que solo sirven para la acumulación de minúsculas minorías.

Por supuesto que al sistema esa nueva tendencia no le molesta especialmente. “Si da dinero, eso es lo que cuenta”, es la macabra sentencia. Así nació, creció y se globalizó el sistema. Así arrasó buena parte de la naturaleza y diezmó culturas ancestrales, arrollando a su paso todo lo que le significaba un obstáculo en su loca carrera por acumular. Pero hoy se ha entrado en una nueva fase donde al sistema ya no le interesa sólo la producción de bienes y servicios útiles para sus consumidores, pues lo único que lo mueve es la continuación de esa acumulación. Y como el capitalismo tiene un tope en tanto sistema en la producción de esos bienes, para seguir manteniéndose debe generar nuevos espacios donde desarrollarse, donde seguir reproduciéndose. Es así que va perfilándose este capitalismo de corte mafioso, este “viejo mañoso” interesado en promover nuevos campos de consumo como las guerras y el uso masivo de drogas ilegales.

Esto no es un simple hecho anecdótico, una transgresión, una travesura. La producción de guerras y la distribución planetaria de drogas ilícitas pasaron a ser parte de una estrategia de sobrevivencia del sistema, tanto porque genera las mayores cantidades de dinero que alimentan la economía global como por los mecanismos de control político-social y cultural a que dan lugar. Esta nueva fase mafiosa que empieza a atravesar el sistema, que ya viene perfilándose desde las últimas décadas del siglo pasado, es la tónica dominante. La República Popular China, con un capitalismo joven aún (o con ese experimento complejo que aúna capitales privados y estatales con explotación del trabajo asalariado junto a una rígida planificación socialista –El Estado detenta el 51% de la economía nacional–), no requiere de estos mecanismos. Los grandes bancos europeos, y más aún los estadounidenses, ya han comenzado a hacer de esos mecanismos mafiosos los engranajes que mantienen vivo el sistema. De ahí que puede decirse que está enfermo.

El capitalismo, sin embargo, no está en crisis terminal. Convive estructuralmente con crisis de superproducción, desde siempre, y hasta ahora ha podido sortearlas todas. La crisis en curso, surgida en 2008 con el estallido de las hipotecas-basura en Estados Unidos que posteriormente si irradió por todo el planeta, no termina. De ahí que esos nuevos negocios de la muerte son una buena salida para darle más aire fresco como sistema global.

Al mismo tiempo, las nuevas tecnologías productivas centradas en la robótica y la inteligencia artificial que se han venido desarrollando, en vez de servir para mejorar la calidad de vida de las grandes mayorías, contribuye a la exclusión, a hacer que la humanidad de carne y hueso no cuente. Lo trágico, lo terriblemente patético es que el sistema cada vez más se independiza de la gente y cobra vida propia, terminando por premiar el que las cuentas cierren, sin importar para ello la vida de millones y millones de “prescindibles”, de “población sobrante”, población “no viable”. Ello es lo que lleva, una vez más, a ver en el capitalismo el principal problema para la humanidad. Esto es definitorio: si un sistema puede llegar a eliminar gente porque “no son negocio”, porque consumen demasiados recursos naturales (comida y agua dulce, por ejemplo) y no así bienes industriales (es lo que sucede con toda la población del Sur), si es concebible que se haya inventado el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) –tal como se ha denunciado insistentemente– como un modo de “limpiar” el continente africano para dejar el campo expedito a las grandes compañías que necesitan los recursos naturales allí existentes (petróleo, agua dulce, minerales estratégicos), si un sistema puede necesitar siempre una cantidad de guerras y de consumidores cautivos de tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la lucha contra ese sistema mismo, por injusto, inhumano, inservible, por atroz, por sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese sistema es el gran problema de la humanidad, pues no permite solucionar cuestiones básicas que hoy día sí son posibles de solucionar con la tecnología que disponemos, tales como el hambre, la salud, la educación básica.

El “viejo mañoso” en que se ha transformado el capitalismo, en definitiva, no es sino la expresión actualizada de algo que desde hace 200 años sabemos que no tiene salida. Que se salven algunos grupos elitescos en presumibles instalaciones fuera de este planeta (la ciencia ficción ya no nos sorprende) no significa salida alguna. En ese sentido es cada vez más claro, como dijera la revolucionaria Rosa Luxemburgo, que “socialismo o barbarie”. Si la salida para el capitalismo son guerras, consumidores pasivos de drogas y población “light” despolitizada, o muros de contención en las metrópolis para impedir la entrada de desesperados habitantes que huyen de la pobreza del Sur, eso no es sino la más elemental justificación para seguir peleando denodadamente por cambiarlo.

Este “viejo mañoso” es la patética expresión de la barbarie, la negación de la civilización, la deshumanización. ¿Cómo es posible haber llegado a esta locura en la que vale más la propiedad privada sobre un bien material que una vida humana? ¿Cómo es posible que para mantener esto se apele a la muerte programada, fría y calculada? Eso es la barbarie, y eso nos tiene que seguir convocando a su transformación.

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