Si la salida para el
capitalismo son guerras, consumidores pasivos de drogas y población “light”
despolitizada, o muros de contención en las metrópolis para impedir la entrada
de desesperados habitantes que huyen de la pobreza del Sur, eso no es sino la
más elemental justificación para seguir peleando denodadamente por cambiarlo.
Marcelo
Colussi / Para Con Nuestra América
Desde
Ciudad de Guatemala
I
Algunas décadas atrás,
cuando a nivel mundial se conjugaron una serie de elementos que presentaban un
panorama favorable a las fuerzas progresistas (avance del pensamiento de
izquierda, crecimiento de las organizaciones populares, mística guevarista y
propagación de movimientos de vía armada, auge de los movimientos estudiantiles
inspirados en el mayo francés de 1968, teología de la liberación), era pensable
que la toma del poder y la construcción de un mundo nuevo concebido desde ideales
socialistas de justicia estaban a la vuelta de la esquina. Los años 60 y 70 del
siglo pasado, quizá con un aire excesivamente triunfalista –pero honesto,
saludable, para echar de menos y reivindicar hoy día– lo permitían deducir: las
causas populares y de justicia avanzaban impetuosas.
En estos momentos, ya
bien entrado el siglo XXI, aquella marea de cambio que se mostraba imparable no
existe. Y no sólo eso: muchos de los avances sociales conseguidos durante los
primeros años del siglo XX (derechos laborales, programas sociales) hoy día se
han revertido, en tanto que el ambiente dominante a escala planetaria, impulsado
desde los poderes centrales que dictan las políticas globales, se ha tornado despolitizado,
desideologizado, “light”, para
decirlo de un modo que lo ejemplifica todo (lo anglosajón marca el ritmo).
El sistema capitalista,
de quien se anunciaba victorioso estaba por caer –eso se creía con profunda
honestidad– no cayó. Lejos de ello, se muestra muy vivo, activo, vigoroso. De
la Guerra Fría que marcó a sangre y fuego por largos años la historia global,
fue el capitalismo quien salió airoso, y no la propuesta socialista. El muro de
Berlín, símbolo de esa confrontación justamente, se terminó vendiendo por
trocitos como recuerdo turístico. Y de las posiciones ideológicas de izquierda
que definieron buena parte de los acontecimientos del siglo XX, hoy parecieran
quedar sólo algunos sobrevivientes, pero no son las que marcan el ritmo de los
acontecimientos.
Vistas así las cosas,
el panorama pareciera sombrío. En un sentido, por supuesto que lo es. Las
represiones brutales que siguieron a esos años de crecimiento de las propuestas
contestatarias, los miles y miles de muertos, desaparecidos y torturados que se
sucedieron en cantidades dantescas durante las últimas décadas del siglo XX en
los países del Sur con la declaración de la emblemática Margaret Tatcher “no hay alternativas” como telón de
fondo, el miedo que todo ello dejó impregnado, son los elementos que configuran
nuestro actual estado de cosas, que sin ninguna duda es de bastante desmovilización,
parálisis, de desorganización en términos de lucha de clases. Lo cual no quiere
decir que la historia está terminada (¡la lucha de clases continúa!). La
historia también continúa, y la reacción ante el estado de injusticia de base
(que por cierto no ha cambiado) sigue presente. Ahí están nuevas protestas y
movilizaciones sociales recorriendo el mundo, quizá no con idénticos referentes
a los que se levantaban décadas atrás, pero siempre en pie de lucha
reaccionando a las mismas injusticias históricas, con la aparición incluso de
nuevos frentes: las reivindicaciones étnicas, de género, de identidad sexual,
la lucha por el medio ambiente. Hoy día, en Latinoamérica por ejemplo, los
pueblos originarios que luchan contra el capitalismo extractivista (minería,
empresas forestales, agro-negocio de monoproducción depredadora, hidroeléctricas
realizadas sin tomar en cuenta a las poblaciones) se ha convertido en la
principal fuente de avanzada antisistémica.
De todos modos, aunque
es cierto que las luchas reivindicativas no terminaron –ni es posible que
terminen, porque son el motor de la historia precisamente– están adormecidas.
En términos generales lo que más se ha instalado en la cultura política de la
población planetaria es el conformismo, la cultura de resignación, la
mansedumbre. Eso marca nuestro momento actual. En ese sentido, entonces,
podemos decir sin temor a equivocarnos que el capitalismo no está muerto. La
lucha ideológica sigue viva, y el sistema dominante la hace muy bien.
II
Junto a ello, algo que
igualmente marca este momento es la crisis financiera del sistema capitalista a
escala planetaria, que ya lleva una década y no da miras de terminar en lo
inmediato. Crisis que, tal vez de haberse dado en aquellas décadas de auge de
luchas populares, hubiera hecho pensar en su inminente caída como sistema
abriendo condiciones para que ello se concretara quizá, pero que en este
momento sirve para descubrir otras cosas: que el capitalismo no está en fase de
agonía, sino que se ha transformado en un “viejo
mañoso”, aún con mucha energía, que se sabe readecuar, que se recicla y continúa
adelante.
¿Por qué “viejo
mañoso”? Porque está dando renovadas muestras que “se las sabe todas”, y con
aire mafioso no sólo sobrevive como sistema sino que aún no se le ve final a la
vista. Y peor aún: que para seguir sobreviviendo apela a cuanto juego sucio
podamos imaginarnos, de lo más deleznable, bajo y ruin, pero siempre presentado
como políticamente correcto. Hoy se llegó a entronizar aquello de la
post-verdad. Es decir: el auge de la mentira llevada a su máxima expresión. No
interesa la verdad sino la forma en que se presentan las cosas (eso es la
guerra mediático-psicológica que actualmente cursamos, guerra de engaños,
ocultamientos, falsedades).
Existe un dato muy
importante, que en términos estratégicos de mediano plazo marca un escenario
desconocido años atrás: el capitalismo de las que hasta hoy son las potencias,
Estados Unidos, Europa y Japón, ya no está creciendo con igual empuje que
antaño, sino que se recicla. La potencia juvenil de los primeros burgueses de
las ciudades medievales europeas, la potencia de los primeros cuáqueros
llegando en el Mayflower a la tierra de promisión americana, todo eso ya no está.
En todo caso el nuevo capitalismo chino está dando muestras de una vitalidad ya
perdida en los puntos históricos de desarrollo. Aún es un misterio cómo se
seguirá comportando este nuevo capitalismo del gigante asiático, si seguirá los
mismos pasos transitados por las potencias tradicionales transformándose en un
nuevo imperialismo guerrerista, tal como todos los crecimientos capitalistas
considerables terminaron dando como resultado (aunque de momento no está tomando
esa senda. Su propuesta de la Nueva Ruta de la Seda, por ejemplo, se plante en
términos de ganar-ganar). Lo cierto es que en los países históricos del sistema
(y en Estados Unidos más aún, líder de ese arrollador crecimiento de la empresa
privada por más de un siglo), todo indicaría que se está involucionando. Pero
no desapareciendo. El capitalismo está enfermo, pero no agónico.
¿Qué significa esto?
Que el capitalismo, como sistema desarrollado hasta niveles descomunales en
cuanto a lo técnico, encontró un límite y se ha comenzado a dedicar cada vez
más a sobrevivir, permítasenos decirlo así: en la holgazanería. El capital busca lucrar, nada más. Su esencia es esa.
Con el advenimiento de la industria moderna, creó mercados nacionales cada vez
más grandes, transformando toda la vida cotidiana en mercancía para vender,
inventando nuevas necesidades, promoviendo un consumismo desaforado, llegándose
al absurdo contrasentido de una obsolescencia programada (que todo se gaste
rápido para reemplazarlo). De ese modo acumuló gigantescas cantidades de
dinero. Pero el proceso de acumulación nunca frenó, y desde hace varias décadas
asistimos a un crecimiento exponencial del ámbito financiero. La
creatividad industrial, que por supuesto no ha muerto, se va trocando hacia
formas de parasitismo social, fabulosas para los grandes poderes, pero
inservibles para la población, y para el sistema mismo. La savia productiva se
va viendo reemplazada por la especulación financiera, y entre los negocios más
redituables van consolidándose los ligados a la destrucción: las armas, la
guerra, el narcotráfico. En ese sentido, entonces, el capitalismo no está muerto,
pero sí severamente enfermo, aunque pueda sobrevivir por mucho tiempo más aún. Y
junto a ello, se dedica en forma creciente a la especulación. Lo cual no es más
que una forma de usura, legal para el caso.
Hoy por hoy los
capitales más acrecentados se van dedicando a ese negocio improductivo,
parasitario, inmoral que es la especulación. Los megacapitales globales se
reciclan y se agigantan de manera ficticia en la banca, en los paraísos
fiscales, en esa burbuja inconducente dada por las finanzas. En general actúan como fuerzas más allá de los Estados
nacionales. Estos grandes capitales, que juegan a las finanzas, compran y
venden empresas rentables (o empresas fundidas para luego levantarlas), que
especulan en las bolsas de valores, que influyen/determinan en los precios de
los productos primarios (energéticos, alimentos, materias primas varias), que
reciben enormes inyecciones financieras de los negocios no muy santos
(narcoactividad, redes de ventas ilegales de armas), prescinden de regulaciones
y controles estatales. Pero al mismo tiempo necesitan de los “viejos” Estados
nacionales para controlar a las poblaciones, hacerles recibir créditos leoninos
(en los países pobres, que quedan endeudados y atados a los organismos
financieros internacionales: Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial) y
producir guerras que aseguren el flujo de capitales a través de la industria
militar. Y luego, eventualmente, reconstruir los países destruidos.
La crisis financiera
actual viene a resaltar los límites infranqueables del sistema: desde un
esquema capitalista, que se basa sólo en la obtención de ganancia empresarial a
cualquier costo y nada más, la inercia misma del sistema hace prescindible a la
gente y lo único que interesa es la acumulación. Esta lógica se independiza y
se mueve sola, casi con la mecánica de una máquina automatizada. El sistema no
puede detenerse en la gente de carne y hueso; eso no importa, es prescindible,
no cuenta al final del proceso. La acumulación capitalista llega a tal nivel de
autonomización que lo más importante puede llegar a ser la muerte, si es que
eso “da ganancia”. Tan es así que el actual modelo capitalista lo demuestra con
creces: la guerra, la muerte, los negocios sucios como el trasiego de
estupefacientes, son su energía vital. Cada vez más. Para el capitalismo más
desarrollado, ese que tomó la delantera durante todo el siglo XX, el negocio de
la destrucción pasó a ser su más importante salida. La guerra, la destrucción
de países y su posterior destrucción, la inversión siempre creciente en
armamentos, es su dinámica por excelencia.
El capitalismo chino
(o, si se quiere decir como lo hacen las autoridades del Partido Comunista
Chino: el socialismo de mercado), imponente economía a escala planetaria,
siempre en ascenso aún en plena crisis financiera de los grandes centros
capitalistas históricos y disputándole la hegemonía global a Estados Unidos, de
momento no muestra estas características mafiosas. Seríamos quizá algo ilusos
si pensamos que ello se debe a una ética socialista que aún perduraría en el
dominante Partido Comunista que sigue manejando los hilos políticos del país. En
todo caso responde a momentos históricos: la revolución industrial de la
Inglaterra de los siglos XVIII y XIX, o el gran salto estadounidense que se
registra entre el siglo XIX y el XX, China recién ahora la está pasando, al
modo chino por supuesto, con sus peculiaridades tan propias (la sabiduría y la
prudencia ante todo). Lo cierto es que en 20 años esa economía creció lo que a
Gran Bretaña o a Estados Unidos le tomó un siglo.
Queda entonces el
interrogante de hacia dónde se dirigirá ese proyecto asiático. Pero lo que es
descarnadamente evidente es que el capitalismo ya envejecido se mueve cada vez
más como un capo mafioso, como un
“viejo mañoso”, pleno de ardides y tretas sucias. Entre las actividades
comerciales más dinámicas hoy día a nivel mundial se encuentran la producción
de armas y el tráfico de drogas ilícitas. Y los dineros que todo eso genera
alimentan las respetables bolsas de comercio que marcan el rumbo de la economía
mundial al tiempo que se esconden en mafiosos paraísos fiscales intocables. En
ese sentido, la enfermedad estructural define al capitalismo actual.
III
Si el negocio de la
muerte se ha entronizado de esa manera, si lo que duplica fortunas
inconmensurables a velocidad de nanotecnología es la constante en los circuitos
financieros internacionales, si en una simple operación bursátil se fabrican
cantidades astronómicas de dinero que no tienen luego un sustento material
real, si el capitalismo en su fase de hiper desarrollo del siglo XXI se
representa con paraísos fiscales donde lo único que cuenta son números en una
cuenta de banco (o en una pantalla de computadora) sin correspondencia con una
producción tangible, si destruir países para posteriormente reconstruirlos está
pasando a ser uno de los grandes negocios, si lo que más se encuentra a la
vuelta de cada esquina son drogas ilegales como un nuevo producto de consumo
masivo mercadeado con los mismos criterios y mercadotecnia con que se ofrece
cualquier otra mercadería legal, todo esto demuestra que como sistema el
capitalismo no tiene salida. La producción de bienes tangibles se ha ido
reemplazando por toda esa dimensión disparatada, por acciones que no traen
ningún beneficio a las poblaciones, por lógicas que solo sirven para la
acumulación de minúsculas minorías.
Por supuesto que al
sistema esa nueva tendencia no le molesta especialmente. “Si da dinero, eso es
lo que cuenta”, es la macabra sentencia. Así nació, creció y se globalizó el
sistema. Así arrasó buena parte de la naturaleza y diezmó culturas ancestrales,
arrollando a su paso todo lo que le significaba un obstáculo en su loca carrera
por acumular. Pero hoy se ha entrado en una nueva fase donde al sistema ya no
le interesa sólo la producción de bienes y servicios útiles para sus
consumidores, pues lo único que lo mueve es la continuación de esa acumulación.
Y como el capitalismo tiene un tope en tanto sistema en la producción de esos
bienes, para seguir manteniéndose debe generar nuevos espacios donde
desarrollarse, donde seguir reproduciéndose. Es así que va perfilándose este
capitalismo de corte mafioso, este “viejo mañoso” interesado en promover nuevos
campos de consumo como las guerras y el uso masivo de drogas ilegales.
Esto no es un simple
hecho anecdótico, una transgresión, una travesura. La producción de guerras y
la distribución planetaria de drogas ilícitas pasaron a ser parte de una
estrategia de sobrevivencia del sistema, tanto porque genera las mayores
cantidades de dinero que alimentan la economía global como por los mecanismos
de control político-social y cultural a que dan lugar. Esta nueva fase mafiosa
que empieza a atravesar el sistema, que ya viene perfilándose desde las últimas
décadas del siglo pasado, es la tónica dominante. La República Popular China,
con un capitalismo joven aún (o con ese experimento complejo que aúna capitales
privados y estatales con explotación del trabajo asalariado junto a una rígida planificación
socialista –El Estado detenta el 51% de la economía nacional–), no requiere de
estos mecanismos. Los grandes bancos europeos, y más aún los estadounidenses,
ya han comenzado a hacer de esos mecanismos mafiosos los engranajes que
mantienen vivo el sistema. De ahí que puede decirse que está enfermo.
El capitalismo, sin
embargo, no está en crisis terminal. Convive estructuralmente con crisis de
superproducción, desde siempre, y hasta ahora ha podido sortearlas todas. La crisis
en curso, surgida en 2008 con el estallido de las hipotecas-basura en Estados
Unidos que posteriormente si irradió por todo el planeta, no termina. De ahí
que esos nuevos negocios de la muerte son una buena salida para darle más aire
fresco como sistema global.
Al mismo tiempo, las
nuevas tecnologías productivas centradas en la robótica y la inteligencia
artificial que se han venido desarrollando, en vez de servir para mejorar la
calidad de vida de las grandes mayorías, contribuye a la exclusión, a hacer que
la humanidad de carne y hueso no cuente. Lo trágico, lo terriblemente patético
es que el sistema cada vez más se independiza de la gente y cobra vida propia,
terminando por premiar el que las cuentas cierren, sin importar para ello la
vida de millones y millones de “prescindibles”, de “población sobrante”,
población “no viable”. Ello es lo que lleva, una vez más, a ver en el
capitalismo el principal problema para la humanidad. Esto es definitorio: si un
sistema puede llegar a eliminar gente porque “no son negocio”, porque consumen
demasiados recursos naturales (comida y agua dulce, por ejemplo) y no así
bienes industriales (es lo que sucede con toda la población del Sur), si es
concebible que se haya inventado el virus de inmunodeficiencia humana (VIH) –tal
como se ha denunciado insistentemente– como un modo de “limpiar” el continente
africano para dejar el campo expedito a las grandes compañías que necesitan los
recursos naturales allí existentes (petróleo, agua dulce, minerales
estratégicos), si un sistema puede necesitar siempre una cantidad de guerras y
de consumidores cautivos de tóxicos innecesarios, ello no hace sino reforzar la
lucha contra ese sistema mismo, por injusto, inhumano, inservible, por atroz,
por sanguinario. Porque, lisa y llanamente, ese sistema es el gran problema de
la humanidad, pues no permite solucionar cuestiones básicas que hoy día sí son
posibles de solucionar con la tecnología que disponemos, tales como el hambre,
la salud, la educación básica.
El “viejo mañoso” en que
se ha transformado el capitalismo, en definitiva, no es sino la expresión
actualizada de algo que desde hace 200 años sabemos que no tiene salida. Que se
salven algunos grupos elitescos en presumibles instalaciones fuera de este
planeta (la ciencia ficción ya no nos sorprende) no significa salida alguna. En
ese sentido es cada vez más claro, como dijera la revolucionaria Rosa
Luxemburgo, que “socialismo o barbarie”.
Si la salida para el capitalismo son guerras, consumidores pasivos de drogas y
población “light” despolitizada, o
muros de contención en las metrópolis para impedir la entrada de desesperados
habitantes que huyen de la pobreza del Sur, eso no es sino la más elemental
justificación para seguir peleando denodadamente por cambiarlo.
Este “viejo mañoso” es
la patética expresión de la barbarie, la negación de la civilización, la
deshumanización. ¿Cómo es posible haber llegado a esta locura en la que vale
más la propiedad privada sobre un bien material que una vida humana? ¿Cómo es
posible que para mantener esto se apele a la muerte programada, fría y
calculada? Eso es la barbarie, y eso nos tiene que seguir convocando a su
transformación.
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