Siendo objetivos en la
lectura de los acontecimientos: ¿quién gana con Sandra Torres o Alejandro
Giammattei? La clase trabajadora seguro que no. En todo caso, está por verse
cómo se reacomodan las fuerzas de la derecha. El Pacto de Corruptos seguramente
se sentirá más seguro, más a gusto con la figura de Giammattei, del partido
Vamos.
Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de
Guatemala
I
Luego de cada proceso
electoral suele decirse que “ganó el país” o “ganó la democracia”. Más allá de
esa banalidad –que, en realidad, no es tan banal, sino que hace parte de la
ideología dominante que encubre siempre la verdad de las cosas: la democracia
representativa en un engaño bien pergeñado para seguir manteniendo la
explotación de la clase trabajadora–, más allá de esa tontera que se nos quiere
hacer creer, se abre una pregunta básica: ¿qué sigue después de todo el montaje
de estas elecciones democráticas trilladas?
La respuesta inmediata es: ¡nada ha cambiado! Y lo más
patético de todo: ¡¡ni puede cambiar!! Estas
democracias formales son solo un cambio de administración, de gerente (¿de
capataz?). Los verdaderos factores de poder (grandes empresarios,
terratenientes, banqueros, y para el caso de nuestros países latinoamericanos:
la Embajada de Estados Unidos, auténtico “poder tras el trono”) no cambian con
ninguna elección. ¿Manda el pueblo? No parece…. La democracia como supuesto
“gobierno del pueblo” en todo caso, con restricciones si se quiere, pero como
experiencias verdaderas, se encuentra en los socialismos reales, en las
asambleas comunitarias, en los cabildos populares, en los comités de base. Lo
demás, lo que conocemos aquí, como dijera Jorge Luis Borges, “es una ficción estadística”.
Cada vez que un gobierno democrático (de
estas democracias formales, de cartón) intenta ir más allá de lo que le permite
la institucionalidad vigente y pretende tocar los verdaderos resortes del poder
(reforma agraria, nacionalizaciones, leyes populares demasiado “subidas de
tono”), viene el golpe de Estado. Pasó en Guatemala en 1944 (golpe de Estado de
Castillo Armas contra Jacobo Arbenz), pasó en Chile en 1973 (golpe de Estado
del general Pinochet contra Salvador Allende), pasó en Granada en 1983 (golpe
de Estado contra Maurice Bishop y su posterior ejecución), pasó en Haití en
1991 (golpe de Estado contra Jean-Bertrand Aristide por parte del militar Raoul
Cedras). Pasó incluso con procesos que simplemente buscaron mejoras en las
condiciones generales sin tocar nada profundo, como en Honduras en 2009 (golpe
de Estado técnico contra el presidente Manuel Zelaya, destituido), o en los
recientes gobiernos de Argentina y Brasil, acusados de corrupción y desplazados
del poder con elecciones bien organizadas donde se satanizaron las figuras de
los mandatarios Cristina Fernández o Lula y Dilma Roussef respectivamente.
En definitiva: con estas democracias donde
se va a las urnas cada cierto tiempo no cambia nada. El único que sigue
perdiendo es el perdedor eterno, el pueblo. O, si queremos ser más precisos, la
clase trabajadora, aquella que genera la riqueza que la clase dirigente se
apropia: obreros industriales urbanos, proletariado rural, amas de casa,
trabajadores de servicios, asalariados varios. No está de más recordar
enfáticamente que los trabajadores no somos “colaboradores” de esa supuesta
“gran familia” que es la empresa. Somos trabajadores, que no es lo mismo.
En Guatemala acaba de
haber elecciones. Anticipadas por cierto, pues el actual gobierno, bastante
jaqueado por la situación política que no encuentra salida, vio en ese
adelantar la primera vuelta para este 16 de junio una manera de poner una
válvula de escape al descontento popular. No está de más recordar que, además
de un malestar generalizado por la corrupción reinante en el país (la
administración del presidente Jimmy Morales se las ingenió para sacarse de
encima a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala –CICIG– de
Naciones Unidas, negociando con quien la financia, el gobierno de Estados
Unidos, cambiando impunidad garantizada por acatamiento fiel y absoluto de cada
pedido –¿orden?– de Washington). De esa cuenta, acaban de ingresar 300
militares estadounidenses a territorio guatemalteco con la supuesta finalidad
de apoyar en desastres naturales, aunque en realidad su verdadera misión es
ayudar a detener las migraciones. De Guatemala salen huyendo 200 personas
diarias con rumbo a Estados Unidos como migrantes irregulares, escapando de la
pobreza crónica, a la violencia, a la exclusión. Las elecciones, por cierto, el
cambio de administrador de turno, no puede terminar con eso.
II
No sorprenden los
resultados de esta primera vuelta electoral. Como indicaban las encuestas
previas, la candidata de la Unión Nacional de la Esperanza –UNE–, Sandra
Torres, puntea con alrededor de un 25% de preferencia del electorado.
Viendo el conjunto del
proceso electoral desde el campo popular, la situación se sigue mostrando muy
desfavorable para las grandes mayorías de a pie, porque esas grandes masas
continúan viviendo mal, con pobreza (60% bajo el límite establecido por
Naciones Unidas), en numerosas ocasiones teniendo que salir de “mojados” hacia
el Norte por la falta de oportunidades, padeciendo los rigores de un
capitalismo dependiente y subdesarrollado, con un Estado raquítico que no
atiende las verdaderas necesidades de su población (salud, educación, vivienda,
servicios básicos, tierras para los campesinos, microcréditos). El panorama se
sigue mostrando desfavorable porque, además de lo recién descrito, las
elecciones no permiten cambios sustantivos en la estructura política-económica
y social de un país. El nuevo mandatario (que asumirá recién el 14 de enero del
año próximo) no llegará para cambiar nada en lo sustancial. Tal como están las
cosas, en Guatemala y en cualquier país del mundo que la practique, la
democracia representativa es un ejercicio donde se cambia periódicamente de
administración (gerente), sin que se alteren en lo más mínimo las verdaderas
estructuras de base.
Guatemala hace ya más
de tres décadas retornó a este tipo de democracia formal luego de décadas de
dictaduras militares y guerra interna; con 10 presidentes habidos (Vinicio
Cerezo, Jorge Serrano Elías, Ramiro de León Carpio, Álvaro Arzú, Alfonso
Portillo, Oscar Berger, Álvaro Colom, Otto Pérez Molina, Alejandro Maldonado,
Jimmy Morales), los problemas estructurales se mantienen, similares a los que
dieron origen al conflicto armado en la década del 60 del pasado siglo: pobreza
extrema, exclusión social, racismo, patriarcado, corrupción, impunidad, un
Estado cooptado por mafias y grupos económicos cada vez más ricos.
Para estas elecciones,
como dato curioso, aparecieron 19 candidatos presidenciales. Ello podría hacer
pensar en una tremenda fragmentación. Pero analizadas en detalle las cosas, la
derecha está unida como propuesta de clase, muy unida, siendo la izquierda la
fragmentada.
Por lo pronto, días
antes de las elecciones 15 candidatos a la presidencia, excluidas las fuerzas
de izquierda (los partidos Movimiento para la Liberación de los Pueblos –MLP–,
Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca –URNG-Maíz–, Winaq, Convergencia y
Libre) firmaron la “Declaración Vida y Familia”, comprometiéndose a defender la
familia y el matrimonio tradicional. Ello evidencia la ideología profundamente
conservadora y tradicionalista de la derecha nacional, evidenciada en los
partidos políticos contendientes en la justa electoral. Podría decirse que el
furioso espíritu anticomunista (conservador, clerical) de la Guerra Fría aún
sigue presente. Ello se manifiesta en el discurso abiertamente antiprogresista
que se ha venido dando en estos últimos tiempos, donde cualquier atisbo de
cambio o disenso (la misma ONU, el anterior embajador estadounidense Todd
Robinson, el actual Papa Francisco, la lucha por el aborto o por los derechos
de diversidad sexual) es visto como “comunista”, desestabilizador, peligroso.
Aparentemente los
partidos de derecha están fragmentados, incluida la UNE (que, a lo sumo, años
atrás tuvo un perfil tibiamente socialdemócrata cuando fue gobierno, con Álvaro
Colom como presidente y Sandra Torres como Primera Dama, pero que es tan de
derecha como los otros). En realidad, en la derecha hoy día existen dos bloques
en pugna en cuanto a sus perspectivas políticas, pero que como clase dominante
no necesariamente se enfrentan: uno representado por una ideología modernizante
y amparado en algunos grandes grupos económicos, que se permite financiar a
algunos partidos de la izquierda electoral moderada, con un lenguaje
supuestamente anticorrupción. Otro, mucho más claramente conservador, apoyado
también por grandes grupos empresariales y capitales terratenientes,
vehiculizado por una corrupta clase política más otros sub-sectores (militares,
crimen organizado, empresariado ligado al Estado como contratistas, iglesias
neopentecostales), que no dudó un instante para cohesionarse y terminar con la
lucha anticorrupción enarbolada anteriormente por la CICIG. Derecha que dio en
llamarse “Pacto de Corruptos”. El fallecido ex presidente y alcalde capitalino
Álvaro Arzú, miembro de la más conspicua oligarquía tradicional, era su
principal exponente.
De todos modos, esta
supuesta fragmentación con innumerables fuerzas políticas minúsculas, nuevas y
desconocidas del público, con candidatos improvisados que apenas sacaron
porcentajes irrisorios en sus candidaturas presidenciales, no muestra
descomposición sino, en todo caso, una estrategia seguramente pensada para la
segunda vuelta electoral. Esta pulverización de grupúsculos puede permitir un
mayor número de diputados, con lo que la derecha ligada al llamado Pacto de
Corruptos podrá asegurarse seguir manteniendo el control del Poder Legislativo,
tal como lo tiene ahora.
III
La que sí
verdaderamente está fragmentada es la izquierda. El campo popular no tiene
referentes válidos, como producto de los terribles golpes sufridos durante la
guerra pasada. Es evidente que la “pedagogía del terror” instaurada (200,000
muertos, 45,000 desaparecidos, 669 aldeas masacradas con la estrategia de
tierra arrasada, miedo, ruptura de los tejidos sociales, torturas, cárceles
clandestinas, cultura de silencio impuesta) surtió efectos. Las organizaciones
populares y los grupos de izquierda aún aparecen muy tibios en la escena.
Prueba de ello fue lo acontecido en el año 2015, cuando a partir de un
descontento popular generalizado (expresado más en lo urbano que en lo rural),
que logró expulsar al por entonces binomio presidencial –sin dudas como parte
de una agenda preparada por Washington que buscaba en ese entonces con los
demócratas en la Casa Blanca una cruzada anticorrupción–, no hubo fuerza
política de izquierda capaz de retomar ese malestar para transformarlo en algo
más que protestas sabatinas fiesteras sin contenido político transformador, yendo
más allá de las vuvuzelas y el himno nacional.
El campo popular y las
fuerzas de izquierda, producto de ese anticomunismo visceral que marcó largas
décadas del siglo XX y que continúa vigente hoy, quedaron diezmados luego de 36
años de guerra. Lo que fuera el movimiento guerrillero revolucionario cayó en
marasmo, fragmentándose, perdiendo su rumbo, siendo cooptado por la democracia
representativa y toda su maquinaria a prueba de transformaciones, corrupta,
politiquera, mafiosa. Esa dinámica irremediablemente transforma a los
luchadores sociales en engranajes del sistema, siendo muy difícil salirse de
esas circunstancias. El saco y corbata, o los tacones y las joyas, alejan de la
lucha popular. La prueba evidente es lo que le pasó a la izquierda transformada
en grupos políticos que entraron al juego parlamentario: se aguaron, perdieron
la fuerza revolucionaria de antaño, pasaron a ser cómplices –a sabiendas o no–
del sistema que combatieron alguna vez.
Pero en el medio de ese
desánimo generalizado, que llevó a que prácticamente desaparecieran algunas
fuerzas ubicadas a la izquierda o que en elecciones pasadas tuvieran magros
resultados, surgió el Movimiento para la Liberación de los Pueblos –MLP–.
Producto de un largo
trabajo de organización comunitaria desarrollado laboriosamente durante años
por el Comité de Desarrollo Campesino –CODECA–, el MLP, su expresión política
para la pugna en los marcos de estas democracias representativas, logró en esta
primera ronda un brillante 10% de preferencia electoral con Thelma Cabrera como
candidata, una lideresa campesina forjada en luchas populares. Sumadas todas
las fuerzas de izquierda (cuatro partidos, más el MP), se obtuvo alrededor de
un 20%. Definitivamente, no es poco. ¿Alcanza para cambiar el curso de los acontecimientos?
Por supuesto que no.
Es más que seguro que
el Pacto de Corruptos para la nueva vuelta electoral del 11 de agosto trabajará
arduamente. El segundo más votado ahora, que pasa a la ronda final, Alejandro
Giammattei, es un actor político funcional a esa derecha recalcitrante. También
lo es Sandra Torres, pero por diversas razones (su acendrado autoritarismo, el
representar a sectores de nuevos ricos industriales, el no ser miembro de
confianza del Pacto de Corruptos, su presunto pasado izquierdoso), la derecha
más conservadora preferirá a Giammattei como el ungido nuevo presidente.
Siendo objetivos en la
lectura de los acontecimientos: ¿quién gana con Sandra Torres o Alejandro
Giammattei? La clase trabajadora seguro que no. En todo caso, está por verse
cómo se reacomodan las fuerzas de la derecha. El Pacto de Corruptos seguramente
se sentirá más seguro, más a gusto con la figura de Giammattei, del partido
Vamos. Es muy probable que para la segunda vuelta ponga todas las baterías para
lograr no perder sus cuantiosas cuotas de poder actual, cosa que la UNE de
Sandra Torres no necesariamente le aseguraría. El actual partido de gobierno
con Jimmy Morales a la cabeza, el Frente de Convergencia Nacional –FCE-Nación–,
y lo que él representa: grupo de militares retirados ligados a la guerra
contrainsurgente y a negocios no muy santos, que ahora llevó como candidato
presidencial a un ex militar (Estuardo Galdámez), si bien quedó muy lejos en la
contienda, en tanto parte fundamental del llamado Pacto de Corruptos tiene
asegurada su impunidad, por cuanto los resortes del Congreso los podrán seguir
manteniendo, con la suma de todos esos pequeños partidos. En definitiva, esa
derecha recalcitrante que tiene cooptados numerosos espacios del aparato
estatal (Congreso, buena parte del sistema de justicia, el Ministerio Público,
la Superintendencia de Administración Tributaria –SAT–, numerosas alcaldías
empezando por la de la ciudad capital) respira tranquila porque ya se sacó de
encima a la CICIG, se quitó de en medio a la anterior “molesta” Fiscal General
Thelma Aldana (a quien también le cerró las puertas para presentarse a las
elecciones) y todo indica que seguirá tranquilamente con sus negocios.
Por último, los grandes
grupos económicos, ligados a la agroexportación, la industria, la banca o los
servicios, no pierden, pues son ellos, en definitiva, los que financian (y
manipulan) a la clase política. Ni tampoco pierden los capitales
transnacionales dedicados básicamente a la industria extractivista: monocultivo
para agrocarburantes, minería, centrales hidroeléctricas (estadounidenses en lo
fundamental), que actúan con el beneplácito del gobierno de turno. Ni Sandra
Torres ni Alejandro Giammattei modificarán nada de esto. Y la izquierda, con su
fragmentada presencia, no alcanzará para disputarle espacios ni iniciativas
políticas a esta derecha, más o menos corrupta, que sigue cooptando el Estado,
y en muchos casos, haciendo alianza con el crimen organizado (narcoactividad,
contrabando, tráfico de personas). Dicho sea de paso, según datos de Naciones
Unidas, esta economía non sancta
representa no menos de un 10% del Producto Bruto Interno –PBI– del país. En un
sentido general, los capitales (nacionales o internacionales, tradicionales o
emergentes) siempre salen beneficiados; el espectáculo reiterado de las
elecciones no altera en un ápice el asunto.
Ahora bien: la buena
actuación electoral del MLP, con alrededor de un 10% de preferencia, en todo
caso podría abrir un interesante escenario para las fuerzas de izquierda, que
podrán trabajar para unirse deponiendo protagonismos personalistas, buscando
incidir a futuro. Apoyar a la UNE en la segunda vuelta puede ser lo “menos
malo” para las mayorías. Pero eso, en definitiva, no trae auténticas mejoras
para las clases populares. Manejar el aparato de Estado, que no es tener el
poder, puede servir para algo, quizá para generar planes asistenciales,
paliativos (como ya lo hiciera la UNE en su anterior gobierno). De todos modos,
esos serían cambios cosméticos. Como siempre, las mayorías populares dentro de
este esquema de democracias con cuentagotas se ven forzadas a elegir lo menos
malo. Y de eso se tratará finalmente. No se puede esperar mucho de ella, pero
quizá vale la pena aprovecharla. La derecha mafiosa y corrupta (nada ha
cambiado realmente en la forma de hacer política), ya se sabe que no es sino
más de lo mismo.
Muy bueno y orientador anàlisis polìtico. Solo una pequeña correcciòn: el golpe de Estado encabezado por Castillo Armas se realizò en 1954 y no en el 1944 como reza el texto.
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