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sábado, 6 de julio de 2019

Centroamérica: convirtiéndola en una olla de presión

Ahora, cuando México ha tenido que apretar clavijas para convertirse en un tapón que no permita el paso de este río humano hacia el Norte, ¿qué pasará con toda esta gente a la que no se le resuelven los problemas y ven cada vez más dificultades para migrar; en dónde estará la válvula que permita que la olla donde se cuece la desesperación no explote?

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica

Los campamentos de migrantes centroamericanos se multiplican en el trayecto de más de 4 mil kilómetros entre Honduras y la frontera de México con los Estados Unidos. Llamarles campamentos es mucho decir: muchos de ellos son hacinamientos en los que sobreviven en galpones o tiendas de campaña endebles cientos de personas de todas las edades, y, ya en los Estados Unidos, en locales que son denunciados por sus condiciones similares a los de un campo de concentración.

La política del gobierno de Donald Trump es agresiva y discriminatoria, tal como la de sus congéneres en Italia, Hungría, Serbia o Austria, pero aunque esto es cierto, no deben perderse de vista las causas que provocan su expulsión de sus países de origen.

Nayib Bukele, flamante presidente de El Salvador, acaba de reconocerlo: “Las personas no huyen de sus casas porque quieren”, dijo. “Huyen de sus casas porque sienten que tienen que hacerlo. Huyeron de nuestro país, huyeron de El Salvador y la culpa es nuestra”.

Dice el New York Times que “sus comentarios llamaron la atención en una región donde los líderes políticos han sido reticentes en asumir cualquier responsabilidad por las dinámicas sociales y políticas que alimentan la migración y suelen ocuparse solo retóricamente de la idea de que las condiciones deben mejorar en casa para alentar a la gente a que se quede.”

Lo que dice el diario norteamericano es cierto. En Guatemala, por ejemplo, el vicepresidente Jafeth Cabrera se dejó decir en algún momento que los que se van es porque quieren, y en Honduras se ve con indiferencia desde las instancias gubernamentales el éxodo de las eufemísticamente llamadas caravanas, o de miles de niños y niñas, como sucedió en el 2015, cuando 60 mil llegaron hasta la frontera de los Estados Unidos en un lapso de dos meses.

Son países que han hecho de las remesas que se envían desde el Norte su tabla de salvación; constituyen hasta el 18% del PIB de El Salvador y Honduras, en donde se han transformado en la principal fuente de divisas, por encima de las exportaciones de café y la maquila.

Como indica un estudio hecho por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de El Salvador, el Estado ha formulado políticas dirigidas a preservar los lazos identitarios de los salvadoreños en los Estados Unidos. Organizan encuentros, veladas culturales, reuniones gastronómicas, y pone especial atención en los más chicos, aquellos a los que su patria de origen se les ha ido borrando de la memoria. No persigue fines altruistas sino pragmáticos propios de un Estado Remesero: le interesa que no se rompan los vínculos con el país de origen, que se sigan sintiendo ligados a él para que no dejen de enviar dinero. La política implica también respaldar a la empresa privada de El Salvador que, además de ganar miles de millones de dólares con la intermediación bancaria por el envío de divisas, ha construido una “industria de la nostalgia” que exporta bienes simbólicos de la identidad, especialmente comida y ropa.

Todo un aparataje montado para lucrar con la tragedia de quienes no pueden vivir en su país de origen porque no encuentran trabajo y sufren la violencia cotidiana más exacerbada del orbe.

Ahora, cuando México ha tenido que apretar clavijas para convertirse en un tapón que no permita el paso de este río humano hacia el Norte, ¿qué pasará con toda esta gente a la que no se le resuelven los problemas y ven cada vez más dificultades para migrar; en dónde estará la válvula que permita que la olla donde se cuece la desesperación no explote?

En la Centroamérica devastada por las guerras intestinas de los años 80 y, ahora, por el rampante neoliberalismo que acrecienta las desigualdades centenarias, ni la hasta ahora excepcional Costa Rica se salva de las muestras de desesperación y los brotes de violencia de quienes, asfixiados, no encuentran la rama a la que asirse en el torrente que los arrastra y ahoga.

Desde las alturas unos ven indiferentes, otros piden paciencia y los de más allá apelan a la buena voluntad de los de abajo. Se está acabando el tiempo, sin embargo, y la olla de presión parece irse transformando en un polvorín que, cuando explote, puede ir para cualquier lado, alocado, tratando de encontrar la bocanada de aire que le permita salir del estado de asfixia al que lo han condenado.

Se están sembrando vientos.

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