Ahora, cuando México ha tenido que apretar
clavijas para convertirse en un tapón que no permita el paso de este río humano
hacia el Norte, ¿qué pasará con toda esta gente a la que no se le resuelven los
problemas y ven cada vez más dificultades para migrar; en dónde estará la
válvula que permita que la olla donde se cuece la desesperación no explote?
Rafael Cuevas Molina/Presidente
AUNA-Costa Rica
Los
campamentos de migrantes centroamericanos se multiplican en el trayecto de más
de 4 mil kilómetros entre Honduras y la frontera de México con los Estados
Unidos. Llamarles campamentos es mucho decir: muchos de ellos son hacinamientos
en los que sobreviven en galpones o tiendas de campaña endebles cientos de
personas de todas las edades, y, ya en los Estados Unidos, en locales que son
denunciados por sus condiciones similares a los de un campo de concentración.
La
política del gobierno de Donald Trump es agresiva y discriminatoria, tal como
la de sus congéneres en Italia, Hungría, Serbia o Austria, pero aunque esto es
cierto, no deben perderse de vista las causas que provocan su expulsión de sus
países de origen.
Nayib
Bukele, flamante presidente de El Salvador, acaba de reconocerlo: “Las
personas no huyen de sus casas porque quieren”, dijo. “Huyen de sus casas
porque sienten que tienen que hacerlo. Huyeron de nuestro país, huyeron de El
Salvador y la culpa es nuestra”.
Dice el
New York Times que “sus
comentarios llamaron la atención en una región donde los líderes políticos han
sido reticentes en asumir cualquier responsabilidad por las dinámicas sociales
y políticas que alimentan la migración y suelen ocuparse solo retóricamente de
la idea de que las condiciones deben mejorar en casa para alentar a la gente a
que se quede.”
Lo que dice el diario
norteamericano es cierto. En Guatemala, por ejemplo, el vicepresidente Jafeth
Cabrera se dejó decir en algún momento que los que se van es porque quieren, y
en Honduras se ve con indiferencia desde las instancias gubernamentales el
éxodo de las eufemísticamente llamadas caravanas, o de miles de niños y niñas,
como sucedió en el 2015, cuando 60 mil llegaron hasta la frontera de los
Estados Unidos en un lapso de dos meses.
Son países que han hecho de las
remesas que se envían desde el Norte su tabla de salvación; constituyen hasta
el 18% del PIB de El Salvador y Honduras, en donde se han transformado en la principal fuente de
divisas, por encima de las exportaciones de café y la maquila.
Como indica un estudio hecho por el
Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) de El Salvador, el Estado
ha formulado políticas dirigidas a preservar los lazos identitarios de los
salvadoreños en los Estados Unidos. Organizan encuentros, veladas culturales,
reuniones gastronómicas, y pone especial atención en los más chicos, aquellos a
los que su patria de origen se les ha ido borrando de la memoria. No persigue
fines altruistas sino pragmáticos propios de un Estado Remesero: le interesa
que no se rompan los vínculos con el país de origen, que se sigan sintiendo
ligados a él para que no dejen de enviar dinero. La política implica también
respaldar a la empresa privada de El Salvador que, además de ganar miles de
millones de dólares con la intermediación bancaria por el envío de divisas, ha
construido una “industria de la nostalgia” que exporta bienes simbólicos de la
identidad, especialmente comida y ropa.
Todo un aparataje montado para lucrar con
la tragedia de quienes no pueden vivir en su país de origen porque no
encuentran trabajo y sufren la violencia cotidiana más exacerbada del orbe.
Ahora, cuando México ha tenido que apretar
clavijas para convertirse en un tapón que no permita el paso de este río humano
hacia el Norte, ¿qué pasará con toda esta gente a la que no se le resuelven los
problemas y ven cada vez más dificultades para migrar; en dónde estará la
válvula que permita que la olla donde se cuece la desesperación no explote?
En la Centroamérica devastada por las
guerras intestinas de los años 80 y, ahora, por el rampante neoliberalismo que
acrecienta las desigualdades centenarias, ni la hasta ahora excepcional Costa
Rica se salva de las muestras de desesperación y los brotes de violencia de
quienes, asfixiados, no encuentran la rama a la que asirse en el torrente que
los arrastra y ahoga.
Desde las alturas unos ven indiferentes,
otros piden paciencia y los de más allá apelan a la buena voluntad de los de
abajo. Se está acabando el tiempo, sin embargo, y la olla de presión parece
irse transformando en un polvorín que, cuando explote, puede ir para cualquier
lado, alocado, tratando de encontrar la bocanada de aire que le permita salir del
estado de asfixia al que lo han condenado.
Se están sembrando vientos.
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