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sábado, 31 de agosto de 2019

Del progreso que viene, y el atraso que va

Hoy, la idea de progreso – y en particular su componente democrático, transformador – necesita cada vez más de portadores vinculados a los trabajadores manuales e intelectuales, que construyan opciones de futuro a partir de un claro dominio de las estructuras de larga duración gestadas en nuestro pasado, y del carácter glocal de los los desafíos de nuestro presente.

Guillermo Castro Herrera / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad Panamá

“Un progreso no es verdad sino cuando invadiendo las masas, penetra en ellas y parte de ellas […] Las épocas de reforma no permiten reposo. Los apóstoles de las nuevas ideas se hacen esclavos de ellas.”
José Martí[1]

Visto el mundo en crisis desde el pensar martiano, cuando lo que en la paz liberal parecía ser una multiplicidad de opciones se reduce a las que ofrecen el miedo y la esperanza, las tareas a cumplir por cada una de esas partes definen a las personas más idóneas para llevarlas a cabo. Así, desde el miedo, fueron llegando al poder quienes reclamaron para sí la idoneidad que requería la restauración neoliberal en países como Argentina y Brasil. Lo deplorable del papel cumplido no cuestiona lo idóneo: tan solo confirma la bancarrota moral, cultural y política de un proyecto que solo a ese nivel podía encontrar sus dirigentes.

Es probable, por lo mismo, que el logro mayor de las gestiones de esos idóneos sea la necesidad de un retorno al gobierno de sectores políticos capaces de ofrecer al menos estabilidad a las sociedades que el intento de restauración neoliberal oligárquica ha descoyuntado en tan breve plazo. Eso, en estos tiempos, sería un gran progreso, por vapuleado que haya llegado a estar el término en los últimos años.

Aquí conviene prever las formas que adoptará la batalla de ideas en este terreno. En su momento de origen, la idea de progreso - al decir de Antonio Gramsci -, representó “un hecho cultural fundamental, un hecho de los que hacen época”, correspondiente a “la conciencia difusa” de que se había llegado “a una cierta relación entre la sociedad y la naturaleza” que permitía a los hombres, en su conjunto, “sentirse más seguros de su futuro, poder concebir ‘racionalmente’ planes globales de su vida.”[2]

Así entendido, el progreso había sido sin duda “una ideología democrática”, aunque para la década de 1930 ya no estaba en auge, pues había sido una de las víctimas de aquel asalto a la razón en que, para György Lukács, había desembocado la crisis del liberalismo, para abrir paso al auge del fascismo. En todo caso, decía Gramsci, esa pérdida de auge no implicaba tanto una crisis de la idea, sino de la credibilidad de quienes había sido sus portadores hasta entonces, que habían terminado por suscitar fuerzas destructivas “tanto o más peligrosas y angustiosas que las del pasado”, con lo cual los asaltos contra la idea de progreso venían a ser “muy interesados y tendenciosos.”

Hoy, como entonces, sectores relativamente amplios de la población de nuestra América han sido llevados a participar en la renovación de una mentalidad mágica, de carácter sobre todo religioso, que atribuye a fuerzas sobrenaturales toda clase de males, desde el desempleo y la pobreza hasta la violencia social y las catástrofes naturales. Al propio tiempo, se promueve dentro de los trabajadores intelectuales toda clase de actitudes de escepticismo y nihilismo ante la posibilidad de una transformación social – y, sobre todo, ante las tareas que esa transformación demandaría de ellos.

Así, aquí, los asaltos contra la idea de progreso por parte de la izquierda del desencanto posmoderno terminan por confluir con los de sectores conservadores que desde mucho antes de Fukuyama proclamaban que con su dominación culminaba toda historia anterior. Y de esa confluencia viene una espiral fatalista que convoca y disipa una y otra vez la energía de los sectores sociales en nombre del retorno a pasados imaginarios o la movilización por utopías cuyo mérito mayor consiste en serlo.

Hoy, la idea de progreso – y en particular su componente democrático, transformador – necesita cada vez más de portadores vinculados a los trabajadores manuales e intelectuales, que construyan opciones de futuro a partir de un claro dominio de las estructuras de larga duración gestadas en nuestro pasado, y del carácter glocal de los los desafíos de nuestro presente. Un objetivo primordial de esa tarea consistirá, siempre, en prevenir y mitigar la disipación de las energías generadas por la actividad de los nuevos movimientos sociales, procurando hacerla cada vez más coherente y eficiente, para acelerar el proceso histórico de transición en el que andamos.

Todo esto tiene su complejidad y sus complicaciones en cada sociedad y cada cultura. En la de nuestra América, el gran promotor original del progreso fue el liberalismo oligárquico, nada británico y si muy criollo, rápidamente derivado en la serie de dictaduras que caracterizó a la región entre las décadas de 1880 y 1910. Desde esa perspectiva, el progreso asumió en nuestra cultura sobre todo un sesgo técnico y de confrontación con el atraso en el desarrollo de las fuerzas productivas en nuestra región, que el joven Martí describió en los siguientes términos:

La historia del progreso humano se cuenta en los puertos llenos de buques, en las fábricas pobladas de obreros, en las ciudades ennegrecidas con el humo de las fraguas, en las calles obstruidas por los carros, en las escuelas llenas de niños y en los árboles cargados de frutos. La poesía es el lenguaje de la belleza; la industria es el lenguaje de la fuerza.[3]

Esa apreciación evolucionó entre 1881 y 1895 con su experiencia de contacto y conocimiento con la sociedad norteamericana, creada por el capitalismo para el capitalismo. De esa evolución nos vino, en 1889, una advertencia singular: “Algo en América manda”, dijo, “que despierte, y no duerma, el alma del país. Hay que andar con el mundo y que temer al mundo. Negársele, es provocarlo.”[4]
           
Martí nunca rechazó el progreso en su dimensión democrática y de desarrollo humano. Por el contrario, siempre vio en ese progreso un medio indispensable para hacer de nuestra América una región a la vez próspera, equitativa y democrática desde sí, y no por imposición alguna. Así lo expresó, ya maduro, al señalar en una carta a Pío Víquez que no sería Costa Rica

entre las naciones de América, la que llegue a la cita de los mundos, harto próxima para no disponerse a ella, sin el desenvolvimiento y persona nacional indispensables para medirse a salvo con el progreso invasor.  Ya han caído los muros y el hombre ha echado a andar. Quien no se junte a la corriente le servirá de alfombra.[5]

De eso se trata, justamente, en los tiempos que vienen: de echar de nuevo a andar, desde nosotros mismos, con la Humanidad entera.


Panamá, 30 de agosto de 2019



[1] “Reflexiones destinadas a preceder los informes traídos por los jefes políticos a las conferencias de mayo de 1878”. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana: VII, 168 - 169:
[2] A partir de aquí, todas las citas de Gramsci provienen deIntroducción a la filosofía de la praxis. Selección y traducción de J. Solé Tura. https://marxismocritico.files.wordpress.com/2011/11/introduccion-a-la-filosofia-de-la-praxis.pdf
[3] “Poetas españoles contemporáneos”. The Sun. Nueva York, 26 de noviembre de 1880. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. XV: 25 - 26:
[4] “Nuestra América”. El Partido Liberal, México [27 de septiembre de 1889]. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VII: 349.
[5] Carta a Pío Víquez, Costa Rica, julio 8, 1893. Obras Completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. VII: 315.

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