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sábado, 31 de agosto de 2019

Incendios y estúpidos en el poder: algo se está derrumbando

Como en el siglo V, estúpidos y prepotentes nos gobiernan, y por todas partes se destrama el tejido de lo dominante. En la vida cotidiana prevalece el sálvese quien pueda y, en quienes pueden, una especie de ceguera hedonista parecida a la de los patricios romanos antes de su desaparición.

Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica

Hace un poco más de 400 años, un personaje secundario de Hamlet, la obra de William Shakespeare, dijo una frase que en nuestros días tiene una vigencia cada vez mayor: “algo huele a podrido en Dinamarca”.

La hedentina de la pudrición es cada vez mayor, al punto que en algunos sitios del planeta no deja respirar por la humareda que levanta, o nubla la tarde temprana hasta oscurecer como la noche el horizonte, como sucedió en la megalópolis brasileña Sao Paulo la semana pasada.

El incendio de la Amazonía, cuyo control en buena medida está en manos de un gobierno dirigido por un tipo cuyo ejercicio presidencial solo puede compararse con el de Donald Trump, no es más que un síntoma del tiempo con visos de antesala de holocausto que nos toca vivir.

Cuando en el siglo V el Imperio Romano de Occidente mordió el polvo impelido por la avasalladora penetración de pueblos provenientes del Asia a los que los romanos llamaban bárbaros, habían pasado ya dos siglos en los que, paulatinamente, la institucionalidad y la clase dominante habían degenerado creando horror y caos en la sociedad romana y los pueblos subyugados en su conjunto.

Ya en el filo del fin, desde el año 455 hasta el 476, fecha de la deposición de Rómulo Augústulo por Odoacro, rey de los hérulos, hubo una sucesión desordenada de emperadores. La lista revela la inestabilidad del poder imperial: Valentiniano III es asesinado; Petronio Máximo es lapidado por el pueblo de Roma;  Eparco Avito muere en el exilio; a Matoreano lo ejecutan, igual que a Antemio; Glicerio es depuesto; a Julio Nepote lo asesinan mientras Odoacro repartía entre sus generales los restos del imperio.

La caída del Imperio Romano tuvo amplias consecuencias en el mundo antiguo de Occidente, y arrastró tras de sí no solo a la clase hasta entonces dirigente sino, en general, a todo un modo de vida, es decir, a toda una cultura que era dominante en buena parte de Europa, Medio Oriente y el norte de África.

El período previo al derrumbe total dejó tras de sí muerte y destrucción. Los últimos emperadores, inmersos en una realidad que trataba de ignorar los signos del fin de los tiempos, se caracterizaron por sus excentricidades, su estupidez y su insensibilidad ante la cada vez más pauperizada situación del pueblo.

En nuestros días, signos parecidos a los que se le presentaron a los romanos que se encontraban a las puertas del fin de su imperio se nos presentan a nosotros. En nuestro caso, y dadas las características de nuestra época, esos signos ya no se circunscriben al mundo de  los alrededores del Mediterráneo sino al globo terráqueo entero.

Hay otra diferencia: esos signos, que parecen ser anunciados por las trompetas del apocalipsis, ya no alertan sobre el fin de una cultura sino de la vida humana en su conjunto.

Como en el siglo V, estúpidos y prepotentes nos gobiernan, y por todas partes se destrama el tejido de lo dominante. En la vida cotidiana prevalece el sálvese quien pueda y, en quienes pueden, una especie de ceguera hedonista parecida a la de los patricios romanos antes de su desaparición.

Repito, algo huele a podrido en Dinamarca.

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