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sábado, 14 de septiembre de 2019

La OEA, el TIAR y una nueva infamia

Históricamente el TIAR ha sido un instrumento de la dominación imperialista, que nunca se invocó –o se retorció jurídicamente su sentido y ámbito de aplicación- por ejemplo, en el marco de las invasiones y agresiones de Estados Unidos en América Latina. Ahora, con Venezuela, no será la excepción.

Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica

“Todo sucede un mismo día, gracias a un odio semejante…”
Silvio Rodríguez, Cita con ángeles.

El hecho bien merecería ser incluido en un apéndice de la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges, por la perversidad de los personajes, por sus motivaciones inconfesables, por su desprecio de las normas elementales de convivencia entre los pueblos, y por la absoluta falta de dignidad y decoro de sus acciones: este 11 de setiembre, en el día en que se conmemoraba el 46 aniversario del golpe de Estado en Chile y del asesinato del presidente Salvador Allende, los delegados de Argentina, Brasil, Colombia, Chile, Guatemala, Haití, Honduras, El Salvador, Estados Unidos, Paraguay, República Dominicana y la espuria representación venezolana de Juan Guaidó, siguiendo el guión señalado por Washington, acudieron al consejo permanente de la OEA para aprobar una resolución que activa el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) contra Venezuela. Se consumó así un paso más en la escalada injerencista que se fragua desde la Casa Blanca contra el país suramericano, pasando por el alto el hecho incuestionable –como bien lo expresó la diplomacia mexicana- de que no existe en el continente un conflicto armado que amerite la aplicación del TIAR.

El argumento de los acusadores no podía ser más falaz: aducen que la situación en Venezuela representa “una clara amenaza a la paz y la seguridad en el Hemisferio”. Pero, ¿acaso no es también una amenaza el fascismo de Jair Bolsonaro, que pisotea los derechos humanos en la sociedad brasileña; o el neoliberalismo de Mauricio Macri, que hambrea indiscriminadamente a la Argentina; o el maridaje entre paramilitarismo y oligarquía en Colombia, que frustró los acuerdos de paz; o la violencia colonial que ejerce el Estado chileno contra los indígenas mapuches; o la pobreza estructural en la que están sumidos los países centroamericanos y caribeños, expulsores de oleadas de migrantes que no encuentran oportunidades en el reino de la desigualdad y la concentración de la riqueza en pocas manos? ¿No son esas auténticas crisis humanitarias? ¿Por qué no se movilizan en su denuncia las cancillerías latinoamericanas, las usinas mediáticas de los grupos hegemónicos, o los organismos regionales que ahora pretenden condenar a la Venezuela bolivariana, cuya generosidad y solidaridad internacionalista con todos los pueblos de nuestra América, en campos como la salud y el suministro de recursos energéticos, sólo es comparable con la actitud desplegada durante décadas por la Revolución Cubana?

“Hay hombres que viven contentos aunque vivan sin decoro”, nos dijo José Martí en La Edad de Oro, y en sus páginas también nos enseñó que “los que pelean por la ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle a otro pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales”. Y precisamente eso, decoro, fue lo que les faltó a ese puñado de gobiernos sometidos a los dictados y apetitos de rapiña de la administración de Donald Trump, que acaban de abrir las puertas de una intervención militar, aplicando para ello un tratado anacrónico –fue creado en 1947, en el contexto de la Guerra Fría y bajo la hipótesis de conflicto de una posible agresión extrancontinental- y desnaturalizado en sus propósitos.

En efecto, históricamente el TIAR ha sido un instrumento de la dominación imperialista, que nunca se invocó –o se retorció jurídicamente su sentido y ámbito de aplicación- por ejemplo, en el marco de las invasiones y agresiones de Estados Unidos en América Latina: contra Guatemala en 1954, Cuba en 1961, República Dominicana en 1965, Nicaragua tras el triunfo de la Revolución Sandinista en la década de 1980, Granada en 1983 o Panamá en 1989. Y en otros casos, se incumplieron abiertamente sus postulados, como ocurrió en 1982 cuando la integridad territorial de Argentina fue violentada por Inglaterra durante la guerra de las Malvinas, y los factores geopolíticos pusieron en riesgo la alianza de los Estados Unidos con los británicos en la OTAN. Ahora, con Venezuela, no será la excepción.

Frente a esta infamia, frente a la conjura que se prepara una vez más contra la Revolución Bolivariana, y en ella, contra la soberanía y autodeterminación de todos nuestros pueblos, se impone reivindicar la Declaración de La Habana de la CELAC, del año 2014, que definió a América Latina y el Caribe como “zona de paz  basada en el respeto de los principios y normas del Derecho Internacional”, y en la que los países  asumían el compromiso de promover “la solución pacífica de controversias a fin de desterrar para siempre el uso y la amenaza del uso de la fuerza de nuestra región”, y de procurar “el estricto cumplimiento de su obligación de no intervenir, directa o indirectamente, en los asuntos internos de cualquier otro Estado”. Ese debe ser el horizonte ético y político que oriente el proceder de los gobiernos latinoamericanos en esta delicada coyuntura.

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