Históricamente el TIAR
ha sido un instrumento de la dominación imperialista, que nunca se invocó –o se
retorció jurídicamente su sentido y ámbito de aplicación- por ejemplo, en el
marco de las invasiones y agresiones de Estados Unidos en América Latina. Ahora,
con Venezuela, no será la excepción.
Andrés Mora Ramírez / AUNA-Costa Rica
“Todo sucede un mismo día, gracias a un odio semejante…”
Silvio Rodríguez, Cita con
ángeles.
El hecho bien merecería
ser incluido en un apéndice de la Historia
universal de la infamia de Jorge Luis Borges, por la perversidad de los
personajes, por sus motivaciones inconfesables, por su desprecio de las normas
elementales de convivencia entre los pueblos, y por la absoluta falta de
dignidad y decoro de sus acciones: este 11 de setiembre, en el día en que se
conmemoraba el 46 aniversario del golpe de Estado en Chile y del asesinato del
presidente Salvador Allende, los delegados de Argentina, Brasil, Colombia,
Chile, Guatemala, Haití, Honduras, El Salvador, Estados Unidos, Paraguay,
República Dominicana y la espuria representación venezolana de Juan Guaidó,
siguiendo el guión señalado por Washington, acudieron al consejo permanente de
la OEA para aprobar una resolución que activa el Tratado Interamericano de
Asistencia Recíproca (TIAR) contra Venezuela. Se consumó así un paso más en la
escalada injerencista que se fragua desde la Casa Blanca contra el país
suramericano, pasando por el alto el hecho incuestionable –como bien lo expresó
la diplomacia mexicana- de que no existe en el continente un conflicto armado
que amerite la aplicación del TIAR.
El argumento de los
acusadores no podía ser más falaz: aducen que la situación en Venezuela
representa “una clara amenaza a la paz y la seguridad en el Hemisferio”. Pero,
¿acaso no es también una amenaza el fascismo de Jair Bolsonaro, que pisotea los
derechos humanos en la sociedad brasileña; o el neoliberalismo de Mauricio
Macri, que hambrea indiscriminadamente a la Argentina; o el maridaje entre
paramilitarismo y oligarquía en Colombia, que frustró los acuerdos de paz; o la
violencia colonial que ejerce el Estado chileno contra los indígenas mapuches;
o la pobreza estructural en la que están sumidos los países centroamericanos y caribeños,
expulsores de oleadas de migrantes que no encuentran oportunidades en el reino
de la desigualdad y la concentración de la riqueza en pocas manos? ¿No son esas
auténticas crisis humanitarias? ¿Por qué no se movilizan en su denuncia las
cancillerías latinoamericanas, las usinas mediáticas de los grupos hegemónicos,
o los organismos regionales que ahora pretenden condenar a la Venezuela
bolivariana, cuya generosidad y solidaridad internacionalista con todos los
pueblos de nuestra América, en campos como la salud y el suministro de recursos
energéticos, sólo es comparable con la actitud desplegada durante décadas por
la Revolución Cubana?
“Hay hombres que viven contentos aunque vivan
sin decoro”, nos dijo José Martí en La
Edad de Oro, y en sus páginas también
nos enseñó que “los que pelean por la
ambición, por hacer esclavos a otros pueblos, por tener más mando, por quitarle
a otro pueblo sus tierras, no son héroes, sino criminales”. Y precisamente
eso, decoro, fue lo que les faltó a ese puñado de gobiernos sometidos a los
dictados y apetitos de rapiña de la administración de Donald Trump, que acaban
de abrir las puertas de una intervención militar, aplicando para ello un
tratado anacrónico –fue creado en 1947, en el contexto de la Guerra Fría y bajo
la hipótesis de conflicto de una posible agresión extrancontinental- y
desnaturalizado en sus propósitos.
En efecto,
históricamente el TIAR ha sido un instrumento de la dominación imperialista,
que nunca se invocó –o se retorció jurídicamente su sentido y ámbito de
aplicación- por ejemplo, en el marco de las invasiones y agresiones de Estados
Unidos en América Latina: contra Guatemala en 1954, Cuba en 1961, República
Dominicana en 1965, Nicaragua tras el triunfo de la Revolución Sandinista en la
década de 1980, Granada en 1983 o Panamá en 1989. Y en otros casos, se
incumplieron abiertamente sus postulados, como ocurrió en 1982 cuando la
integridad territorial de Argentina fue violentada por Inglaterra durante la
guerra de las Malvinas, y los factores geopolíticos pusieron en riesgo la
alianza de los Estados Unidos con los británicos en la OTAN. Ahora, con
Venezuela, no será la excepción.
Frente a esta infamia,
frente a la conjura que se prepara una vez más contra la Revolución
Bolivariana, y en ella, contra la soberanía y autodeterminación de todos
nuestros pueblos, se impone reivindicar la Declaración
de La Habana de la CELAC, del año 2014, que definió a América Latina y el
Caribe como “zona de paz basada en el
respeto de los principios y normas del Derecho Internacional”, y en la que los
países asumían el compromiso de promover
“la solución pacífica de controversias a fin de desterrar para siempre el uso y
la amenaza del uso de la fuerza de nuestra región”, y de procurar “el estricto
cumplimiento de su obligación de no intervenir, directa o indirectamente, en
los asuntos internos de cualquier otro Estado”. Ese debe ser el horizonte ético
y político que oriente el proceder de los gobiernos latinoamericanos en esta
delicada coyuntura.
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