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sábado, 29 de febrero de 2020

Capitalismo: peligro para la humanidad

El capitalismo no ofrece salida y el clima neonazi que puede vivirse hoy día, expresión de un sistema afiebrado, es más pernicioso aún, porque convierte el racismo en su motor primordial. El discurso conservador, reaccionario, cargado en muchos casos de fundamentalismo religioso, se ha adueñado de la ideología dominante.

Marcelo Colussi / Para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala

Capitalismo: ganancia para pocos

El sistema capitalista ha impulsado prodigiosos avances en la historia de la humanidad. El portentoso desarrollo científico-técnico que se viene registrando desde hace dos o tres siglos a la fecha -y que ha cambiado la fisonomía del mundo-, va de la mano de la industria moderna surgida a la luz de este sistema. Problemas ancestrales de los seres humanos comenzaron a resolverse con esos nuevos aires que, del Renacimiento europeo en adelante, se expandieron por todo el planeta.

Pero ese monumental crecimiento tiene un alto precio: el modo de producción capitalista sigue siendo tan pernicioso para las grandes mayorías como lo fue el esclavismo en la antigüedad. Para que, exagerando la cifra, un 15% de la población mundial goce hoy de las mieles del “progreso” y la “prosperidad” (oligarquías de todos los países y masa trabajadora del Norte), la inmensa mayoría planetaria padece penurias. Con el agravante -que la historia humana anterior no registró- de la catástrofe medioambiental consecuencia del insaciable afán de lucro, y la posibilidad cierta de una posible extinción de la especie humana si se activaran todas las armas de destrucción masiva (energía nuclear) de que actualmente se dispone.

No debe olvidarse nunca que, para constituirse como sistema con mayoría de edad, el capitalismo debió masacrar a millones de nativos americanos y africanos, generando así la acumulación originaria que dio paso a la industria moderna en Europa. En síntesis: el capitalismo es sinónimo, no tanto de desarrollo y prosperidad, sino más bien de destrucción y muerte para las grandes mayorías, beneficiando en realidad a poca gente en el planeta.

Y es que ese desarrollo material fabuloso no logra el reparto equitativo -con auténtica solidaridad- de los productos derivados de una colosal producción: se llega a la Luna o se desarrolla una inteligencia artificial que nos deja pasmados, pero no se acaba con el hambre. Se busca agua en el planeta Marte, pero no se puede terminar con la sed en la Tierra. Todo esto no se trata de un error coyuntural: el problema es estructural, de base. El sistema capitalista no puede ofrecer soluciones reales a los problemas de toda la humanidad. No puede, aunque quiera, pues en su esencia misma están fijados los límites. Como se produce en función de la ganancia, del descarnado lucro (que es para muy pocos), el bien común queda relegado.

Por más que el llamado capitalismo de rostro humano intente medidas caritativas para los más necesitados, válvulas de escape para permitir algunas mejoras paliativas (capitalismo keynesiano, Estado benefactor, socialdemocracia), el sistema en su conjunto se erige contra la colectividad humana -a la que convierte en esclava asalariada, explotándola- y contra la naturaleza, devenida una mercadería más para consumir, obviando la condición del planeta como casa común.

Como sistema, el capitalismo -al no planificar la producción- tiene momentos de expansión y repliegue. Se supone que “la mano invisible del mercado” la regula; pero esa “mano” nunca resuelve a favor de las grandes mayorías, sino en función de los capitales. Por tanto, periódicamente, se asiste a crisis sistémicas generales, que terminan padeciendo los más desposeídos: las mayorías populares. Como suele decirse: se privatizan las ganancias y se socializan las pérdidas.

Unos pocos ganan, muchos pierden

Desde el año 2008 transcurre una de las mayores crisis sistémica, comparable a la de 1930. Una especulación financiera sin par trajo consigo el quiebre de economías, con una recesión fenomenal que empobreció, aún más, a los más pobres e hizo desaparecer una exorbitante cifra de sectores medios y, con ello, numerosos puestos de trabajo.

El sistema no acaba de salir de su marasmo, aunque los grandes capitales en aprietos (bancos de primer nivel, grandes empresas industriales como la General Motors) reciben asistencia de sus Estados, mientras las grandes mayorías empobrecidas tienen que resignarse y ajustarse aún más el cinturón. En otros términos: las ganancias son siempre para el capital, las pérdidas se socializan y las paga la clase trabajadora, el pobrerío en su conjunto. El capitalismo no es solidario, y aunque se diga cristiano (por tanto, con una moral que debería hacer pensar en el sufrimiento de los más humildes), en realidad no tiene sentimiento de culpa. Lo único que cuenta es el dinero, la ganancia, el lucro.

En las potencias capitalistas (Estados Unidos, Europa Occidental, Japón), la crisis se siente de una manera distinta que en los países históricamente empobrecidos. El fantasma en juego en el Norte no es el hambre, pero sí la precarización de la vida, la falta de trabajo, el estancamiento económico. Los planes de capitalismo salvaje (eufemísticamente llamado neoliberalismo) en estas últimas décadas, además de incrementar las riquezas de los más ricos, empobrecieron de una forma alarmante al conjunto de los trabajadores en todas partes del mundo, contribuyendo así a su amansamiento, a quitarles el ánimo de lucha, a mantener calladamente los precarios puestos de trabajo.

Por un conglomerado de causas (planes neoliberales para las masas trabajadoras, una robotización creciente que prescinde de la mano de obra humana, traslado de plantas industriales desde la metrópoli hacia la periferia en beneficio de una mayor explotación), los trabajadores del (mal) llamado Primer Mundo vienen sufriendo un descenso en su nivel de vida. En Estados Unidos, la primera potencia capitalista mundial, es notorio.

Si bien ese país no dejó de ser un gigante, la calidad de vida de sus ciudadanos está lejos de una franca mejoría en expansión, como ocurrió varias décadas antes, terminada la Segunda Guerra Mundial. De “locomotora de la humanidad”, como se la consideró durante largos años (producía en aquel entonces la mitad del producto bruto de todos los países), la economía estadounidense dista de una sana expansión (hoy día aporta el 18% del producto mundial). El hiperconsumismo sin freno trajo aparejado un hiper endeudamiento (a nivel personal-familiar y nacional) técnicamente impagable. La deuda estadounidense se mantiene solo por sus armas.

Descenso del imperialismo estadounidense

El poder de Estados Unidos viene sustentándose, cada vez más, en su condición de “grandote del barrio”. La discrecionalidad con que fijó su moneda, el dólar, como patrón económico dominante a escala planetaria, y unas faraónicas fuerzas armadas que representan, en sí mismas, la mitad de todos los gastos militares globales, constituyen el soporte en que se apoya. Pero ese poderío, en sí mismo, no es sostenible en forma genuina. La principal potencia capitalista del mundo tiene hoy pies de barro.

La interdependencia de todos los capitales que fue sustentando el sistema a nivel global permite a la clase dominante estadounidense seguir manteniendo su supremacía; su Estado funciona como gendarme del orden mundial. Pero su dependencia de capitales de otras zonas (China, Japón) es vital.

Por otro lado, su monumentalidad se basa, en gran medida, en los recursos naturales que roba de distintas latitudes (petróleo, minerales estratégicos, agua dulce, biodiversidad). Sin ese militarismo desbocado -causa de muerte por millones, destrucción y avasallamiento de los grupos más vulnerables-, su supremacía económica no sería tal. En un informe del Global Policy Forum, James Paul, uno de sus autores, lo expresa sin ambages: “Así como los gobiernos de los Estados Unidos. (…) necesitan las empresas petroleras para garantizar el combustible necesario para su capacidad de guerra global, las compañías petroleras necesitan de sus gobiernos y su poder militar para asegurar el control de yacimientos de petróleo en todo el mundo y las rutas de transporte”.

La economía próspera de las décadas del 50 y del 60 del siglo pasado, cuando el país del norte se alzó como principal ganador de la Segunda Guerra Mundial, se terminó. Estados Unidos -que de ningún modo ahora es un país pobre- está en decadencia. Los homeless (gente sin hogar) son cada vez más mayoritarios. Los trabajadores que han perdido sus puestos, y con ello los beneficios sociales, se cuentan por millones. Industrias florecientes algunas décadas atrás, ahora languidecen, pues para el capital es más rentable invertir en la periferia, con salarios de hambre, que en el propio territorio estadounidense.

Un ejemplo icónico es la ciudad de Detroit. La que algunas décadas atrás fuera el centro mundial de la producción de automóviles -que nucleaba a todas las grandes empresas de capital netamente norteamericano con casi tres millones de habitantes- es ahora una ciudad fantasma, con apenas trescientos mil pobladores, fábricas cerradas, entre pandillas y calles sin luz. Lisa y llanamente, el capital no tiene patria ni nacionalismos sentimentales. Si a los accionistas de la General Motors, la Ford Motor Company o la Chrysler les es más lucrativo montar sus plantas industriales en cualquier enclave del Tercer Mundo y dejar en la calle a sus propios trabajadores, no tienen ningún reparo en hacerlo. Y lo han hecho.

La estrella esplendorosa que pintaba el show rutilante de Hollywood enseñando el “sueño americano”, está opacándose. Lo que no pudo conseguir la Unión Soviética en sus siete décadas de desarrollo -el oponerse a Estados Unidos como gran rival no solo político-militar sino, básicamente, económico- lo está logrando ahora la República Popular China. Con un complejo sistema de “socialismo de mercado”, el país asiático en pocas décadas logró un crecimiento económico impresionante, siendo en este momento el principal factor de peligro para la hegemonía estadounidense. Su asombro avance científico-técnico cuestiona seriamente la supremacía norteamericana.

Esa es la situación que hoy viene aconteciendo en Estados Unidos, y también en otros países de Europa Occidental: los trabajadores se van empobreciendo, por ello votaron a favor de la salida de la Unión Europea de los británicos (así como hay quienes también quieren hacerlo en Francia, Holanda, Italia), o a favor de un ultraderechista como Donald Trump en Estados Unidos, quien muy probablemente ahora pueda volver a ganar para un segundo mandato. El motivo para esa creciente derechización es el deterioro de la economía que, por supuesto, afecta a la clase desposeída y no a las oligarquías.

Trabajadores empobrecidos por “culpa” de otros trabajadores

Ante el empobrecimiento generalizado de los países capitalistas centrales entra en juego un agravante extremadamente pernicioso: la ideología dominante, de derecha y conservadora. De acuerdo con ello, se omite la verdadera causa de esa creciente pauperización recurriendo a un “chivo expiatorio”: los extranjeros, aquellos, que “van al Primer Mundo a robar puestos de trabajo y aprovecharse de la seguridad social”. En otros términos: alguien distinto, proveniente de fuera, es esgrimido como causante de los males.

En la Alemania de la posguerra de 1918, ante la derrota y humillación a manos de las otras potencias europeas que le ganaron en la carrera por el reparto de las colonias africanas, fue emergiendo un espíritu revanchista. Adolf Hitler, independientemente de su posible psicopatología, encarnó ese ideal, pues ponderaba lo que buena parte de la población alemana quería escuchar; ante el ultrajado nacionalismo pangermánico, asumió el ideal teutón de “raza superior” como estandarte privilegiado y adjudicó a los judíos la condición de chivo expiatorio.

No puede afirmarse que la corriente nazi en Alemania, o fascista en Italia -con Benito Mussolini a la cabeza-, sean atribuibles solo a la personalidad desequilibrada de líderes carismáticos; este puede ser un elemento importante, pero ambos representaban el ideal de buena parte de la población. Los alemanes querían recuperar el tiempo perdido, la moral pisoteada en la derrota de la Primera Guerra Mundial: entonces emergió el concepto de eugenesia, de un elemento concreto al que atacar, supuesto fundamento de todos los males y desgracias. Los campos de concentración atestados de judíos fueron el resultado de ello.

En los Estados Unidos actuales (y en buena parte de Europa Occidental que no termina de salir de la crisis financiera iniciada en el 2008) está ocurriendo algo similar: una clase trabajadora golpeada, en camino de empobrecimiento paulatino, necesita encontrar una razón de sus males. El sistema, a través de los fabulosos medios de manipulación de que dispone (medios masivos de comunicación, aparatos ideológicos del Estado, iglesias varias, redes sociales) impide vislumbrar las causas reales de la situación.

De ese modo, los inmigrantes indocumentados de Latinoamérica y el Caribe -en Estados Unidos- o los africanos llegados en las infernales pateras a través del Mediterráneo, así como musulmanes y gente del Medio Oriente en Europa, se van transformando en un elemento satanizado, supuesta fuente de todas las desventuras.

Hoy día no hay campos de concentración, ni en Europa ni en Estados Unidos; pero de alguna manera esa exclusión de corte nazi ya comenzó. Donald Trump, así como Hitler en su momento, encarna esa “misión redentora, purificadora”: su lenguaje xenofóbico, racista, ultranacionalista, quasi paranoico en algún sentido, rescata lo que una clase trabajadora golpeada quiere escuchar. “¡Fuera inmigrantes!” es la consigna.

¿Norte versus Sur?

El mundo de la opulencia del Norte va tornándose cada vez más hostil y refractario a los inmigrantes del Sur. No solo no quiere “hispanos”, “negros” o “musulmanes”; mucho peor aún: procede a deshacerse de ellos. El presidente Trump empezó a poner en práctica esos “valores”, institucionalizándolos. De hecho, con ese mensaje ganó la presidencia, y sus primeras medidas como mandatario de la Casa Blanca lo dejaron en evidencia. La promesa del muro fronterizo con México, más allá de una bravuconada pirotécnica de campaña, quiere ser concretado. La negativa de permitir ingresar “indeseables” musulmanes a suelo estadounidense se inscribe en esa línea.

En una línea similar también comienzan a prodigarse, cada vez con mayor frecuencia y virulencia, actos de corte nazi en Europa. Como expresión sintetizada de ello, como ejemplo patético y descarnado de esa dinámica, lo ocurrido en los canales de Venecia en 2017, donde un joven negro de origen africano se ahogó ante la mirada impávida de europeos que, incluso en algún caso, proferían insultos racistas.

Todo esto bien pudiera ser el preámbulo de nuevos Auschwitz o Buchenwald. Los chivos expiatorios -la psicología social nos lo enseña con claridad meridiana- sirven como elemento unificador para el grupo excluyente, que reafirma así su identidad supremacista excluyendo a los “inferiores” no deseables, satanizados como plaga bíblica.

El Brexit en Gran Bretaña, o Donald Trump en Estados Unidos, expresan ese encono visceral, encarnando al “malo de la película” (el inmigrante irregular) como el origen de todas las penurias, escamoteando así las verdaderas causas del problema: el sistema capitalista.

Más allá de que Trump pueda ser un megalomaníaco, un bravucón que se lleva el mundo por delante, representa lo que muchos ciudadanos estadounidenses comunes piensan, sienten, anhelan: volver a los tiempos dorados de su economía de 50 o 60 años atrás, presuntamente arruinada por los inmigrantes ilegales. Se olvida así que Estados Unidos es, ante todo, un país construido por inmigrantes, omitiendo la verdadera causa del problema: el empobrecimiento de los trabajadores tiene como auténtica y única razón un sistema que no ofrece salidas.

El nazismo se inició en los años 30 en Alemania, cuando un cabo del ejército, probablemente desequilibrado, devino representante de una mayoría empobrecida que ansiaba renacer como “raza superior”. Donald Trump sigue ese camino: representa el ideal supremacista de los WASP (white, anglosaxon and protestant -blanco, anglosajón y protestante-). El Ku Klux Klan supremacista (equivalente a los campos de concentración nazi y las cámaras de gas para judíos) se siente ahora dueño de la situación.

La llegada de Trump es un evidente síntoma de lo que está ocurriendo en Estados Unidos. Su “America first” es un llamado a recuperar una supremacía hoy en decadencia, esgrimido para cimentar su discurso sobre los inmigrantes irregulares. Tanto lo que él representa, como lo que significa el rosario de gobiernos de ultraderecha y neonazis que está expandiéndose por Europa (Italia, Hungría, Polonia, Croacia, República Checa, Holanda, Suecia, Finlandia), nos debe mantener extremadamente alertas a lo que siga, y prepararnos para enfrentar la locura en ciernes.

Capitalismo: peligro para la humanidad

El capitalismo no ofrece salida y el clima neonazi que puede vivirse hoy día, expresión de un sistema afiebrado, es más pernicioso aún, porque convierte el racismo en su motor primordial. El discurso conservador, reaccionario, cargado en muchos casos de fundamentalismo religioso, se ha adueñado de la ideología dominante. Las poblaciones, eternamente manipuladas por una maquinaria propagandística despiadada, terminan votando por sus propios verdugos, sin siquiera tener conciencia de qué están eligiendo. Ello sucede tanto en el Norte como, increíblemente, en el Sur (Bolsonaro en Brasil, Macri en Argentina, Piñera en Chile, Duque en Colombia, Giammattei en Guatemala, Bukele en El Salvador). La entronización del libre mercado, de la falacia de “quien quiere puede con esfuerzo personal”, del más ramplón y simplista individualismo y la necesidad de la “mano dura” para castigar la delincuencia rampante que caracteriza buena parte de países latinoamericanos, cala en la gente. De ahí que un sinnúmero creciente de mandatarios a nivel global tenga posiciones neofascistas, apoyados alegremente por el voto popular.

Junto a todo lo anterior, por cierto absolutamente preocupante, algo que también inquieta enormemente por su carácter mortífero es la catástrofe medioambiental que se vive, producto de la voracidad sin límites del lucro empresarial. No es cierto que la humanidad, cada uno de nosotros, seamos los causantes de ese desastre. Querer culpabilizar a cada habitante por su consumo es una artera maniobra distractora. Consumimos (loca, vorazmente en muchos casos) porque el modelo económico vigente nos conduce a ello. No se trata de “responsabilidad personal” para evitar ese consumo feroz; es el sistema capitalista el que se basa en la producción interminable, creando y recreando necesidades artificiales. La población, manipulada hasta la saciedad por la publicidad, solo sigue los dictados de las empresas que le manda a consumir.

También es altamente preocupante que el capitalismo tenga como válvula de escape, cuando no encuentra salidas, la promoción de las guerras (hoy día más de 20 frentes de guerra se registran en todo el planeta, causando muerte, destrucción, dolor… ¡y ganancias para algunos!). Todas las guerras son creadas por intereses sectoriales. Dicho de otro modo: decididas por los factores de poder que manejan el mundo. Jamás las poblaciones deciden nada al respecto; simplemente las padecen.

Sucede que hoy, dado el empantanamiento del sistema capitalista en su conjunto, y en especial de su principal potencia: Estados Unidos, las posibilidades de esas “salidas” son escalofriantes. Guerras cada vez más devastadoras, con armamentos que parecieran de ciencia ficción (energía nuclear), con la capacidad real de terminar con toda la especie humana. No hay que olvidar que quien juega con fuego se puede quemar. El problema es que en esos macabros juegos está comprometida toda la Humanidad, y ningún ciudadano de a pie participa en las decisiones.

En síntesis: el capitalismo solo promete penurias, destrucción y muerte para las grandes mayorías. ¿No es hora de reemplazarlo?

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