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sábado, 22 de febrero de 2020

Costa Rica: la prolongada crisis de un modelo

El proceso costarricense de implantación del nuevo modelo, el neoliberal, ha sido largo, pero se ha acelerado vertiginosamente en los últimos años, sobre todo en la administración del presidente Carlos Alvarado, quien en este momento se encuentra en el cénit de su mandato de 4 años.

Rafael Cuevas Molina/Presidente AUNA-Costa Rica

Carlos Alvarado, presidente de Costa Rica.
Costa Rica constituyó, desde la independencia, un caso excepcional en Centroamérica. Científicos sociales han ensayado distintas explicaciones de por qué,  mientras las “hermanas repúblicas” del istmo se desangraban en guerras intestinas que las dejaban exhaustas, en esos años posteriores a la separación de España que se conocen, precisamente por eso, como los años de la anarquía, el país gozaba de una paz proverbial apenas rota por breves enfrentamientos bélicos entre ciudades que pretendían ser la capital del país.

La poca gravitación de facciones armadas, o de un ejército profesional fuerte, llevó a que en el siglo XIX la consolidación del Estado nacional girara más en torno a la construcción de una sólida institucionalidad y un proyecto educativo relativamente inclusivo. Se fue gestando así, poco a poco, un Estado de derecho en el que nunca dejó de pensarse por parte de los grupos dominantes, inteligentemente, en la necesidad de sofrenar los avorazados impulsos del capital por reproducirse, tal como sucedía en los países vecinos.

Tal tendencia, que se fue transformando en un estilo de desarrollo, se vio reforzado en la segunda mitad del siglo XX, cuando se resolvió la larga crisis el Estado Liberal. En la década de 1940, una alianza entre socialcristianos, Iglesia Católica y comunistas abrió la puerta para una serie de reformas sociales, que luego fueron profundizadas hasta finales de los años 70 por socialdemócratas y socialcristianos.

Este estilo o modelo de desarrollo permitió la construcción de una sociedad sin  agudas contradicciones, en donde la resolución de los problemas que inevitablemente se presentan en una sociedad se hacían “a la tica”, es decir, buscando encontrar el diálogo y el consenso.

En la base de este modelo se encontró un aparato Estatal con instituciones fuertes, que siempre cumplió la función de colchón de amortiguamiento de las contradicciones sociales: la Caja del Seguro Social, el Instituto Costarricense de Electricidad, una banca nacionalizada, un sistema educativo extendido, etc.

En el contexto regional, Costa Rica fue un remanso. Como toda sociedad, nunca se trató de un idílico vergel en el que convivían el lobo con la oveja, pero las condiciones materiales someramente mencionadas permitieron la existencia de una sociedad en la que sus habitantes vivían con altos índices de satisfacción.

Este modelo, la del Estado Benefactor o Social, fue siendo lentamente reemplazado a partir de los primeros años de la década de los 80 del siglo XX. Quienes iniciaron e impulsaron el proceso fueron las mismas fuerzas políticas que habían sido coprotagonistas de la construcción del Estado de Bienestar. No se trató de un procesos inédito en el mundo, pues socialdemócratas y socialcristianos por igual han jugado en otros lares idéntico papel.

El proceso costarricense de implantación del nuevo modelo, el neoliberal, ha sido largo, pero se ha acelerado vertiginosamente en los últimos años, sobre todo en la administración del presidente Carlos Alvarado, quien en este momento se encuentra en el cénit de su mandato de 4 años.

En este período, aquellas ambiciones moderadas de los grupos dominantes que los caracterizaron con anterioridad se han esfumado por completo, y ha adquirido protagonismo una clase política empeñada en desmantelar el legado que hacía de Costa Rica un país excepcional.

Los resultados de tal situación aparecen ya a la vista: la desigualdad ha crecido como en ningún otro país de América Latina; se ha disparado el desempleo y la violencia y, por ende, sube la temperatura del descontento.

El país que se ufanaba de ser “el más feliz del mundo” y del “pura vida”, eslóganes que vende por el mundo como estandarte de su industria turística, ha fruncido el entrecejo. Parece que nada sacia las ansias de quienes quieren devorarlo todo para depositarlo en las manos del dios mercado. Sembrando vientos como están, tratan de acallar las posibles tempestades con leyes punitivas de la protesta social propias de inicios del siglo XX.

Están envalentonados porque una parte de la población teme que si no son ellos, lleguen al poder otros peores, que ya asomaron la cabeza en las elecciones de hace dos años, cuando se eligió al ahora presidente Carlos Alvarado: los neopentecostales a través de sus partidos careta.

Chantajeados por esa posibilidad, los costarricenses ven cómo los arrasa la ola neoliberal que cada día los postra más y les hace difícil la vida. Se vuelve consenso la idea que Costa Rica dejó de ser lo que era, y lo que ahora es no gusta a nadie. Tal vez sí a un puñado de plutócratas que se dan la gran vida y esconden sus capitales en paraísos fiscales y el prevaleciente secreto bancario que se niegan rotundamente a derogar.

Así las cosas, alentándose entre ellos, los políticos de los partidos tradicionales tienen una agenda sin parangón en la historia del país. No hay día en el que no saquen a relucir una nueva ocurrencia para atornillar al pueblo.

Están envalentonados porque el año pasado una prolongadísima huelga de empleados públicos y maestros que no tuvo el final esperado por los trabajadores los dejó exhaustos y a la defensiva.

No se avizora, por el momento, una salida progresista, anti o posneoliberal en el país. Pero no hay más que volver la cara hacia las vecindades para darse cuenta que tal situación no puede durar para siempre, y que bajo la tranquilidad de la superficie pueden estarse gestando escenarios imprevisibles.

Cuando las condiciones están así, no se sabe por dónde saltará la liebre.

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