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sábado, 20 de junio de 2020

Debemos derribar estatuas

El derribo de estatuas de figuras prominentes de una historia global, que van de Colón a Churchill, y de Minneapolis a Londres, no tiene que ver, en contra de lo que algunas intentan hacernos creer de una forma muy esquemática, con un cambio violento de percepción valorativa de determinados acontecimientos o figuras históricas. No tiene que ver con que quienes fueron un día considerados héroes, sean ahora tomados por villanos, como estamos leyendo con machacona insistencia en prensa.


Noelia Adánez / www.lamarea.com


Es fácil acogerse a esa interpretación simplista y, a partir de ahí, adherirse a la causa de quienes defienden que cuestionar el pasado, su posteridad y las políticas de memoria es un acto de “barbarie” o un ejercicio de “presentismo”, o de quienes tratan de ubicar ciertos impulsos de derribo en polémicas historiográficas concretas como por ejemplo la de si Colón fue un emprendedor o un genocida.

 

Vengo a proponer que ni lo uno ni lo otro. Vengo a decir quienes a estas alturas continúan afectados por un residuo de hegelianismo viven una alucinación elitista, catastrofista y cínica, y que no hay que hacerles más casito del necesario. Porque a estas alturas todas sabemos que si bien una cosa es hacer un burdo uso político del pasado (algo que no nos gusta y a lo que nos oponemos y que observamos con rubor en la ultraderecha que hace pasar el mito por historia) otra cosa distinta es pretender que no existen las políticas de la historia. Es decir, que no escribimos una historia, con rigor metodológico y respetuosa con las fuentes, afectada por la política.

 

Sabemos también que esto no daña a la disciplina, antes al contrario, la hace más rica y compleja hasta tal punto que las políticas de la historia son objeto de análisis, en una medida importante, a través de la historiografía, que no es otra cosa que la historia reflexionando sobre sí misma.

 

Cuando el relato histórico aspira a su inmutabilidad lo hace desde una posición política conservadora que se disfraza de neutralidad científica. La inmutabilidad del relato histórico, la causalidad, la linealidad y la teleología son enemigos naturales de una historia comprometida, del siglo XXI, que transparenta sus políticas y las ofrece al examen público.

 

Quienes defienden que la historia es intocable ocultan sus verdaderas intenciones, que no son otras que asegurar que la historia trabaje para los vencedores, para el poder. Quienes decimos que la historia está sometida a la reinterpretación permanente y que lo imprescindible es transparentar las metodologías, fuentes y conexiones teóricas que justifican esas reinterpretaciones, estamos dispuestas a “debatir sobre la historia”.

 

El derribo de estatuas nos obliga a debatir sobre la historia. Debemos comenzar por una interpretación de lo que significan estas acciones en la coyuntura actual. Es evidente que no una única cosa, pero con relación a la historia, significa que hay sectores de la población que están reivindicando, ¡atención!, no solo que cambie la historia, sino las políticas de la historia que han sostenido aquellos relatos del pasado escritos por vencedores. Es decir, la mayor parte de los relatos del pasado, porque la historia, como dijo hace casi un siglo Walter Benjamin, la escriben los vencedores. El derribo de estatuas no solo pone en jaque la idea unívoca de Colón como héroe de la conquista o de Churchill como gran estadista, sino que interpela a la historia como disciplina y la confronta con su dimensión política.

 

Benjamin, a cuya visión de la historia generaciones de historiadoras y científicas sociales le debemos tanto, nos explicó que “solo a la humanidad redimida le incumbe enteramente su pasado. La utopía de Benjamin consistía, precisamente, en redimir a la humanidad construyendo un futuro que retornara al pasado. Y recordemos: “el pasado sólo cabe retenerlo como imagen que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad”. Perdonadme la pedantería pero toda reflexión histórica fértil parte de esa premisa. Por esa misma razón, no hay futuro sin un conocimiento que nos comprometa con el pasado.

 

En su tesis IX leemos:

 

Hay un cuadro de Klee llamado Angelus Novus. En ese cuadro se representa a un ángel que parece a punto de alejarse de algo a lo que está mirando fijamente. Los ojos se le ven desorbitados, la boca abierta y las alas desplegadas. Este aspecto tendrá el ángel de la historia. Él ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona ruina tras ruina y las va arrojando ante sus pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado. Pero, soplando desde el Paraíso, la tempestad se enreda entre sus alas, y es tan fuerte que el ángel no puede cerrarlas. La tempestad lo empuja, inconteniblemente, hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas ante él va creciendo hasta el cielo. Lo que llamamos progreso es justamente esta tempestad.


Su utopía pasaba por una redención salvífica de los perdedores de la historia, de los perdedores del progreso, de quienes tratan de salvarse de la tempestad, aunque sea depositando sus inermes cuerpos sobre tableros desprendidos de embarcaciones a la deriva. Por eso el ángel de la historia mira al pasado y da la espalda al futuro, porque construye desde las ruinas. ¡Qué hay más ruinoso que una estatua derribada! Claro que necesitamos hacer caer estatuas porque, como Benjamin, el futuro al que aspiramos como utopía a construir es el momento previo a la caída. No hay otra opción si lo que queremos es mirar hacia adelante. Debemos, primero, dar la espalda al futuro y encarar el pasado, sobre todo ese en el que las perdedoras no aparecemos, como si no existiéramos, aunque arribemos medio ahogadas a playas desiertas para dar testimonio de nuestras vidas con nuestros cuerpos.

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